viernes, 27 de abril de 2012

Antes y despues de odiarte capitulo 3


Envidio esa capacidad que tienes para enamorarte y desenamorarte con tanta rapidez. Rocio introdujo piezas de tela con dibujos navideños en el escaparate.mirando a Mery

—¿Y cuál de ellas te hace falta ahora? ¿La enamoradiza, para corresponder a ese morenazo que se muere por tus huesos, o la del olvido, para borrar de tu mente a algún canalla que te ha roto el corazón?

En estos momentos no necesito ninguna de las dos.. Mi corazón está como debe estar. Hablaba de mi vida en general. En algunas ocasiones me habría venido bien ser como tú.

Mientes muy mal. Y además creo que cada día mientes peor.

Rocio meció la cabeza sin dejar claro si estaba o no de acuerdo con esa afirmación.

—¿Por qué no le dices que sí? . ¡Pero si es perfecto! Con ese cuerpo de modelo de revista erótica, esos ojos, ese...

—¡Quédatelo! propuso rocio en tono jovial. Si tanto te gusta, quédatelo. No me enfadaré, siempre que permitas que siga siendo mi amigo.

—¡Ni se me ocurriría intentarlo! Lleva años enamorado de ti. Hasta creo que sería capaz de hacer cualquier cosa, legal o ilegal, tan solo por agradarte.

—¡No seas loca! Su trabajo es el de velar por que se cumpla la ley...

... y sin embargo, él mismo se la saltaría por ti apuntilló con satisfacción a la vez que dejaba, a los pies de su amiga, una pequeña escalera de tres peldaños.

Rocio se quedó sola, sacó las cintas doradas y se las colgó al cuello. mientras su mente recordaba con cariño la constancia de pablo.

Él no ocultaba sus sentimientos. Ella, que solía rechazarle con cariño, le había llegado a decir que su corazón no tenía un mando donde programar de quién debía enamorarse, pero que si lo tuviera ya estaría amándole.

Al contrario que Mery , ella prefería sentirse aislada del exterior. Le gustaba imaginar que trabajaba entre cuatro paredes opacas. De ese modo no tenía que preocuparse de si alguien se paraba a contemplarla.

Por eso, esa mañana, no intuyó que alguien lo hacía. Alguien que llevaba horas apostado frente a la tienda. Horas apoyado en una pared soportando la lluvia, semioculto por los árboles y los bancos de la calle peatonal. Horas enfundado en una cazadora de cuero y un gorro de lana que le cubría hasta las cejas. Horas observándola a través del humo de los cigarrillos que consumía con ansiedad mientras se preguntaba qué demonios hacía ella en esa tienda.

Fue un sábado largo para Gaston. Largo, frío, húmedo. Había comenzado el día muy temprano, antes de que amaneciera. Desde los jardines junto a la ría, protegiéndose de la llovizna bajo los árboles más gruesos, había controlado las ventanas del segundo piso esperando a que se encendiera alguna luz. Después, la espera se eternizó mientras la lluvia arreciaba y llegaba el día.

Fue necesario que transcurrieran varias horas para verla salir del portal. Aterido y cansado, cobró fuerzas para perseguirla por las calles con la misma torpeza de la primera vez. Volvió a maldecir los semáforos mientras su gorro de lana embebía el agua que arrojaba un cielo gris e inmutable. La desastrosa cacería le condujo hasta la misma tienda de decoración.

El hecho no cobró importancia hasta que la vio dentro del escaparate. Ascendía y descendía la pequeña escalera, se deshacía de su rebeca de lana mientras el frío a él le amorataba la piel, sembraba el reducido espacio con adornos de una Navidad que él aborrecía.

En realidad detestaba cualquier cosa que le recordara que una vez también él tuvo una familia. Ya no celebraba los cumpleaños, pero especialmente trataba de evadirse de esas fiestas en exceso hogareñas. Lo había conseguido durante los años de encierro. Allí dentro, la única diferencia había consistido en una cena ligeramente distinta a las del resto de las noches. Pero ahora volvía a estar en el mundo que engalanaba cada rincón de sus ciudades, cada árbol, cada ventana, cada comercio hasta hacer imposible ignorar que se vivían días especiales.

La actitud de Rocio no era propia de un cliente que quería decorar su casa, razonó ante la descarada evidencia. Aunque hubiera decidido dejar su antiguo oficio, no entendía por qué hacía algo tan rotundamente opuesto al trabajo que ejercía cuando él entró en prisión. Aquel no le parecía un cambio lógico. Solo se le ocurría pensar que ella estuviera viviendo otra mentira, haciéndose pasar por quien no era para acechar a algún otro desgraciado.

Llegado el mediodía tenía entumecidos los pies y le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Tenerla tan cerca y poder contemplarla sin ningún inconveniente le provocaba conatos de ira que controlaba tensando los músculos.

No es fácil confiar en alguien ciegamente y descubrir que te traiciona.No es sencillo haber amado a alguien con locura y pasar a odiarla con toda el alma.

Él se había precipitado del paraíso al infierno en un instante y después de cuatro años aún no lo había superado. Lo comprendió mientras la observaba moverse de un lado a otro. Mientras recordaba cuánto le había mentido. Mientras se lamentaba de todo lo que le había arrebatado.

De pronto reparó en que ella y la chica estaban a punto de abandonar la tienda y toda la sangre se le agolpó en las sienes. Hacía rato que su empapado gorro de lana humedecía el interior de uno de sus bolsillos, junto a su estrujado paquete de cigarros. Pensó que, aun con el cabello corto, no había cambiado tanto como para que Rocio no pudiera reconocerlo. Agachó la cabeza y les dio la espalda. Aparentó interesarse por los zapatos femeninos expuestos en el escaparate y fijó su atención en el reflejo del cristal.

La vio subirse el cuello de su abrigo negro, enrollarse la bufanda atrapando también su cabello y abrir el paraguas cubierto de mariposas. La escuchó reír. La había visto en dos miserables ocasiones y en las dos había escuchado aquel maldito tintineo. Era evidente que seguía siendo dichosa. Lo confirmó al seguirla por las calles siendo testigo de que su alegre risa no había sido casual. Ella era un día soleado que a él le había convertido en noche oscura. Ella era la luz pero a él le había condenado a vivir para siempre en las tinieblas.

Tras una caminata bajo la lluvia, la suerte le cambió en la calle Chaparreaba con fuerza cuando ellas entraron en un restaurante, y él pudo refugiarse en la taberna de enfrente.

Antes de relajarse buscó una mesa desde la que pudiera verlas salir. Se quitó la cazadora empapada y la extendió en el respaldo de una silla.

Comió con voracidad, sin apartar, más que breves instantes, la vista de la calle. La ansiedad no le permitió acabar la cerveza y encendió un pitillo mientras recordaba la noche anterior. La dulce y apasionada entrega de lali, sus besos, sus abrazos, su voz entrecortada susurrando que le amaba; su propia explosión de gozo que convirtió en pedazos sus últimas dudas y también todos sus remordimientos.

La quería, y la quería de verdad. ¿A cuántas de las mujeres con las que se había acostado había querido?, se preguntó mientras aplastaba la colilla en un cenicero de cristal. A ninguna. Amar sí. Amar solamente a una. Y a esa la amó más que al aire que respiraba, más que a su propia vida. ¿Y para qué le había servido tanto sentimiento?

Consumió el cigarro con lentitud, con los ojos cerrados. Apuró otro cigarrillo antes de ver aparecer a rocio y a la otra. Se puso la cazadora con prisa y salió en su persecución, nuevamente bajo la lluvia, para acceder al mismo lugar de la calle.

A las seis de la tarde seguía apostado frente a la tienda de decoración. Había anochecido, las farolas alumbraban la calle y una agradable luz amarillenta iluminaba el establecimiento. Cuando vio que rocio se ponía el abrigo y se despedía de su amiga, decidió que finalizaba su vigilancia. Tenía toda la información que necesitaba. Acecharla hasta que la suerte le abandonara y ella le reconociera carecía de sentido.

Esperó a que saliera. Le pareció más prudente ir detrás a pesar de que fueran a coincidir tan solo unos metros en la misma dirección. Muy pronto ella doblaría a su izquierda. Él lo haría a su derecha, , donde tomaría un tren .Caminó tras ella guardando la debida distancia. Una distancia que no mantuvo durante demasiado tiempo porque, absorto en el cabello atrapado por la bufanda y protegido por el paraguas, no fue consciente de que aceleraba el paso hasta que le asaltó un suave perfume a azahar, que le entró por las fosas nasales invadiéndole el cerebro. Fue entonces cuando estalló la masa de sus recuerdos trasladándole a unas sábanas revueltas, a un cuerpo sudoroso abrazado al suyo, a esa fragancia que un día se quedó pegada para siempre a su piel. Entonces comprendió que estaba demasiado cerca, que con alargar el brazo ya podría tocarla, que si ella se volviera de pronto se encontrarían mirándose a los ojos desde una insignificante distancia.

Y, si lo hiciera, podría contemplar la sorpresa en su rostro y el miedo en sus ojos.

Se detuvo de inmediato. Se llevó la mano al pecho y trató de respirar despacio. Su corazón pulsaba con violencia, como si pretendiera destrozarse golpeándose contra el encierro que formaban sus costillas. Decidió no luchar. Se quedó parado en el centro de la calle mientras ella se alejaba. No volvería a verla. La mejor parte del plan era que no necesitaba tenerla cerca para destrozarle la vida. Al contrario de lo que ella hizo en el pasado, él no sentía la necesidad de contemplar su caída. Le bastaba con saber que ocurriría.

—¡Hasta nunca! musitó entre dientes cuando la vio alcanzar la plaza.

Para facilitarse la difícil tarea de ignorarla, bajó la cabeza y fijó los ojos en sus botas empapadas. Tenía los pies fríos y endurecidos como piedras y comenzaba a no sentir los dedos.

La puntiaguda varilla de un paraguas impactó en su frente a la vez que escuchaba un improperio. Se irguió para encararse con el majadero que necesitaba tanto espacio, pero advirtió algo que volvió a dejarlo inmóvil: rocio no había girado a su izquierda, sino a su derecha,.

Toda su fuerza de voluntad se doblegó. Un simple cambio de dirección bastó para que el corazón se le acelerara y su intención de no ir tras ella desapareciera. Era el destino, que volvía a jugar con él poniéndola en su camino, en su misma trayectoria. Y él no opuso resistencia a ese juego que ya una vez le destrozó.

Seguirla por esa calle, amplia y recta, una de las arterias peatonales más transitadas, no le resultó sencillo. El cansancio había hecho mella en su cuerpo. A veces se atrasaba y la perdía de vista. Entonces buscaba entre los paraguas abiertos uno en el que revolotearan mariposas bajo los destellos azules, y apretaba el paso hasta alcanzarla de nuevo. Se había propuesto seguirla y nada iba a impedir que lo hiciera. O al menos eso pensó hasta que la vio abandonar la Gran Vía en dirección a la plaza, la misma plaza a la que él se había jurado que no volvería jamás. De haber sabido ella que la perseguía, de haber querido ella ensañarse con su dolor, no hubiera sido tan precisa. Le había conducido a sus recuerdos, a los últimos, a los más dolorosos. A los que se empeñaba en esquivar porque no quería terminar de hundirse.

Se detuvo al inicio de la calle, con la mirada extraviada en los árboles de la plaza que quedaban al fondo, mientras la figura borrosa de Rocio se perdía en la misma dirección. Cogió aliento y dudó si seguir adelante, hacia el dolor que pretendía dejar en el olvido y que le iba a destrozar el poco corazón que le quedaba. La última vez que estuvo allí encontró a Manu sentado en lo alto del respaldo de un banco, rodeado de chicos tan felices y despreocupados como él. Si avanzaba un poco lo vería. Manu estaba, sí, pero no en la plaza, sino en su corazón, donde estaría siempre.

Le llamó gritando su nombre sin que de su boca saliera palabra alguna, Inmóvil, con los ecos del pasado desgarrándole las entrañas, volvió a escuchar la frase más repetida por Manu en sus últimos años: «No te preocupes por mí, ya soy un hombre y sé cuidarme solo.» No supo cuánto tiempo estuvo allí culpándose, maldiciéndose. Le costó ponerse en pie. No por el cansancio de su cuerpo, sino por el agotamiento que soportaba su alma. Pero había decidido afrontar los recuerdos, todos los recuerdos sin excepción, sin cobardía. Ya estaba hundido en el infierno. Qué sentido tenía aferrarse para no descender un poco más, hasta ese lugar perdido en la razón, en el que había pretendido enterrar todo cuanto le hería.

Tras una última mirada a la plaza, tomó una gran bocanada de aire y se adentró. Según caminaba alzó la vista hacia las ventanas de madera del que había sido su último hogar. Dispuso de dinero suficiente para pagar una renta elevada en el centro. Un lugar en el que pusieron sus esperanzas. Demasiadas esperanzas que no llegaron a cumplirse.

De modo intuitivo avanzó hacia el último tramo de calle, el que transcurría. Al otro lado de la calzada resplandecían las luces del café. Allí estaba el pequeño rincón que había tenido tanta importancia en su vida. La mesa al fondo, junto a la última cristalera. El lugar en el que había pasado muchas tardes observando a la gente y plasmándola en sus cuadernos de dibujo. El lugar que había hecho suyo mucho antes de que ella apareciera. El lugar que después se convirtió en el punto de encuentro de cada tarde de sábado donde, en vez de dibujar, hablaba, le tomaba la mano, le miraba a los ojos, le decía que la amaba.

«Ya no es nada», se repitió según se acercaba al ventanal. «Ahora solo es una parte del café en la que otras parejas se jurarán un amor eterno que no cumplirán.» En su mente volvió a verla, en ese íntimo rincón, con una sonrisa que parecía hecha en el cielo pero que acabó siendo la puerta que le condujo al infierno. La inercia, la curiosidad, la necesidad de torturarse: no fue consciente del motivo que le hizo girar la cabeza hacia ese punto.

La sorpresa le paralizó. Una punzada gélida le atravesó la sien y le bloqueó el pensamiento. Solo podía mirarla como a una aparición, como a la imagen que estaba en su recuerdo. Apartó los ojos un momento y repitió, «no es real, no es real». Pero cuando volvió a mirar ella continuaba allí, rozando con los dedos el borde de una taza de café. Estaba en su mesa. En su rincón. En un espacio que le pertenecía a él. Siempre, pasara lo que pasase, le pertenecería.

Desconcertado, semioculto por uno de los coches aparcados junto a la acera, trató inútilmente de entenderlo. Que ella estuviera allí, precisamente una tarde de sábado, le parecía una crueldad del destino. Una absurda casualidad. Pero hacía tiempo que había dejado de creer en las casualidades, sobre todo las que tenían que ver con esa maldita mujer. En el pasado, ella había llamado casualidad a un encuentro perfectamente preparado, detalladamente urdido.

Apretó los dientes como si pretendiera desencajarse la mandíbula. Hacía días que se había asomado al abismo en el que permanecían la mayor parte de sus recuerdos, y esa tarde se había hundido en los que llegó a creer que podría evitar.

Sin previo aviso, por esa grieta en la memoria, irrumpió con fuerza el olor a pasado, a café recién hecho, a carboncillo tiñéndole los dedos... Y en un instante se encontró allí, de pie, junto a sí mismo, contemplando la escena como un espectador invisible.

Esboza sobre el papel la figura de una pareja de ancianos. A los modelos, más vivos que muchos de los jóvenes que conoce, los tiene enfrente. Se cogen las manos y se miran a los ojos mientras se les enfría el café en el interior de sus tazas.

Le gusta bosquejar dibujos que después, con más tiempo, perfecciona en casa. Lo hace los sábados por la tarde, cuando descansa de su apasionante trabajo en la agencia de diseño y busca inspiración en situaciones cotidianas, en personajes que con sus actos más simples le cuentan pequeñas y grandes historias.

Repasa con el carboncillo los ojos grises y cálidos del hombre, y levanta los suyos para apreciar si ha captado el parecido. Pero algo se interpone entre él y los ancianos. El corazón le da un vuelco y el estómago se le comprime. Es la mujer que conoció seis noches atrás. La que deseaba volver a ver pero no sabía cómo ni dónde.

—Te lo dije —es el saludo al que ella acompaña con una deliciosa sonrisa—. El destino era el encargado de decidir si teníamos que volver a vernos.

Gaston se queda sin habla. Lleva seis noches soñando con ella y seis días con su instinto bien despierto tratando de identificarla entre los rostros sin nombre que pasan por su lado.

—¡Dios! —exclama sonriendo como un tonto—. ¡No me digas que esta es una casualidad!

—No lo sé —responde con coquetería mientras toma asiento—. Dímelo tú. Yo he quedado con una amiga que al parecer me ha dado plantón —arruga con gracia la nariz—. ¿Tú qué haces aquí?

Está nerviosa. O al menos es lo que Gaston cree percibir. No le extraña. Las chicas suelen perder el sentido por él. La novedad es que a él le tiemble la voz, y las manos, y el corazón. Lo extraño y excitante es que a él le falte el aire cuando la mira.

—Lo primero, transmite mi agradecimiento a esa amiga —dice en tono seductor, y traga porque se le reseca la boca—. Y lo que hago aquí es simple. Vengo los sábados. Sin haber quedado con nadie.

Las últimas palabras las susurra mientras se inclina sobre la mesa para tenerla más cerca. No puede creer que esté ahí. Quiere que le invada su olor, que le lleguen sus suspiros, que le embriague el sonido de su risa. Quiere llenarse de ella porque no sabe cuánto tiempo tardará en volver a hacerlo. Se niega a pensar que ese momento pueda retrasarse hasta no llegar nunca.

Hablan sobre la providencia, sobre el destino, sobre los dibujos. Y lo hacen mientras se sonríen y coquetean abiertamente. Gaston trata de conseguir un número de teléfono al que llamarla. Algo, cualquier cosa que le asegure que volverá a verla una tercera vez, pero únicamente obtiene de ella la promesa de que estará allí el sábado siguiente. Es mucho más de lo que espera. La noche que la conoció tan solo se llevó su nombre y la duda de si el destino querría volver a unirlos. Ahora se siente dichoso porque cuando se encuentre de nuevo con esa mujer será porque ella ha aceptado y no porque vaya a quererlo de nuevo la casualidad.

—¡Casualidad! gritó sin darse cuenta de que lo hacía. ¿Cómo pude ser tan estúpido al creer que me encontró por casualidad?

Dos chicas que se acercaban, protegidas por un mismo paraguas, cuchichearon entre ellas y cambiaron de acera para no pasar junto a él. No tenía buen aspecto, allí, con las manos apoyadas en un coche y soportando el aguacero. La luz de una farola iluminaba su cabeza casi rapada, sus ropas empapadas, sus hombros hundidos. Y, además, hablaba consigo mismo. No. No tenía buen aspecto, y él lo sabía. ¿Pero qué aspecto podía tener cuando cada recuerdo le atravesaba el corazón, de parte a parte, con la frialdad de un puñal? ¿Qué aspecto podía tener cuando la culpable de su infortunio estaba frente a él, en el último lugar en el que pensó encontrarla?

Volvió a mirarla. Ella giraba la taza sobre el plato, en actitud pensativa. Era la imagen de la dulzura, de la calma, de la ternura: una delicada e inofensiva mujer.

—¡Inofensiva mujer...! dijo enderezando la espalda en un absurdo y vano ataque de orgullo. ¡Cruel, mentirosa! musitó sin despegar apenas los labios. ¡Maldita, maldita, maldita! clamó después con un gemido herido.

2 comentarios:

  1. ay por fin leo novela tuya me encanta la novela pero kiero k se vean ya k pase algo entre eyos kiero saber k paso subi rapido

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  2. Guao... impacta tanto el odio que le tiene...
    que hizo rochi?? porque le causo tanto daño??
    Es obvio que ella esta en ese mismo cafe porque lo extraña--- porque tambien recuerda esas escenas...
    Quiero el encuentro... y saber que sucedió en el pasado...
    (ame cuando gas reconoció qe qiere a Lali pero solo a amado a rochi!!)
    espero el siguiente ...

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