—Envidio
esa capacidad que tienes para enamorarte y desenamorarte con tanta rapidez. —Rocio introdujo piezas de tela con
dibujos navideños en el
escaparate.mirando a Mery
—¿Y cuál de ellas te hace falta ahora? ¿La enamoradiza, para corresponder a ese
morenazo que se muere por tus huesos, o la del olvido, para borrar de tu mente
a algún
canalla que te ha roto el corazón?
—En estos
momentos no necesito ninguna de las dos.. Mi corazón está como debe estar. Hablaba de mi vida en
general. En algunas ocasiones me habría venido bien ser como tú.
—Mientes
muy mal. Y además creo
que cada día
mientes peor.
Rocio meció la cabeza sin dejar claro si estaba o no
de acuerdo con esa afirmación.
—¿Por qué no le dices que sí? . ¡Pero si es perfecto! Con ese cuerpo de
modelo de revista erótica, esos ojos, ese...
—¡Quédatelo! —propuso rocio en tono jovial—. Si tanto te gusta, quédatelo. No me enfadaré, siempre que permitas que siga siendo mi
amigo.
—¡Ni se
me ocurriría
intentarlo! Lleva años enamorado de ti. Hasta creo que sería capaz de hacer cualquier cosa, legal o
ilegal, tan solo por agradarte.
—¡No seas
loca! Su trabajo es el de velar por que se cumpla la ley...
—... y
sin embargo, él mismo
se la saltaría por ti
—apuntilló con satisfacción a la vez que dejaba, a los pies de su
amiga, una pequeña
escalera de tres peldaños.
Rocio se quedó sola, sacó las cintas doradas y se las colgó al cuello. mientras su mente recordaba
con cariño la
constancia de pablo.
Él no
ocultaba sus sentimientos. Ella, que solía rechazarle con cariño, le había llegado a decir que su corazón no tenía un mando donde programar de quién debía enamorarse, pero que si lo tuviera ya estaría amándole.
Al contrario que
Mery , ella prefería
sentirse aislada del exterior. Le gustaba imaginar que trabajaba entre cuatro
paredes opacas. De ese modo no tenía que preocuparse de si alguien se paraba a contemplarla.
Por eso, esa mañana, no intuyó que alguien lo hacía. Alguien que llevaba horas apostado
frente a la tienda. Horas apoyado en una pared soportando la lluvia, semioculto
por los árboles y
los bancos de la calle peatonal. Horas enfundado en una cazadora de cuero y un
gorro de lana que le cubría hasta las cejas. Horas observándola a través del humo de los cigarrillos que consumía con ansiedad mientras se preguntaba qué demonios hacía ella en esa tienda.
Fue un sábado
largo para Gaston. Largo, frío, húmedo. Había comenzado el día muy temprano, antes de que amaneciera.
Desde los jardines junto a la ría, protegiéndose de la llovizna bajo los árboles más gruesos, había controlado las ventanas del segundo
piso esperando a que se encendiera alguna luz. Después, la espera se eternizó mientras la lluvia arreciaba y llegaba
el día.
Fue necesario
que transcurrieran varias horas para verla salir del portal. Aterido y cansado,
cobró fuerzas
para perseguirla por las calles con la misma torpeza de la primera vez. Volvió a maldecir los semáforos mientras su gorro de lana embebía el agua que arrojaba un cielo gris e
inmutable. La desastrosa cacería le condujo hasta la misma tienda de decoración.
El hecho no cobró importancia hasta que la vio dentro del
escaparate. Ascendía y
descendía la
pequeña
escalera, se deshacía de su rebeca de lana mientras el frío a él le amorataba la piel, sembraba el
reducido espacio con adornos de una Navidad que él aborrecía.
En realidad
detestaba cualquier cosa que le recordara que una vez también él tuvo una familia. Ya no celebraba los
cumpleaños, pero
especialmente trataba de evadirse de esas fiestas en exceso hogareñas. Lo había conseguido durante los años de encierro. Allí dentro, la única diferencia había consistido en una cena ligeramente
distinta a las del resto de las noches. Pero ahora volvía a estar en el mundo que engalanaba cada
rincón de sus
ciudades, cada árbol,
cada ventana, cada comercio hasta hacer imposible ignorar que se vivían días especiales.
La actitud de Rocio
no era propia de un cliente que quería decorar su casa, razonó ante la descarada evidencia. Aunque
hubiera decidido dejar su antiguo oficio, no entendía por qué hacía algo tan rotundamente opuesto al
trabajo que ejercía cuando
él entró en prisión. Aquel no le parecía un cambio lógico. Solo se le ocurría pensar que ella estuviera viviendo otra
mentira, haciéndose
pasar por quien no era para acechar a algún otro desgraciado.
Llegado el
mediodía tenía entumecidos los pies y le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes.
Tenerla tan cerca y poder contemplarla sin ningún inconveniente le provocaba conatos de
ira que controlaba tensando los músculos.
No es fácil confiar en alguien ciegamente y
descubrir que te traiciona.No es sencillo haber amado a alguien con locura y
pasar a odiarla con toda el alma.
Él se había precipitado del paraíso al infierno en un instante y después de cuatro años aún no lo había superado. Lo comprendió mientras la observaba moverse de un lado
a otro. Mientras recordaba cuánto le había mentido. Mientras se lamentaba de todo lo que le había arrebatado.
De pronto reparó en que ella y la chica estaban a punto
de abandonar la tienda y toda la sangre se le agolpó en las sienes. Hacía rato que su empapado gorro de lana
humedecía el
interior de uno de sus bolsillos, junto a su estrujado paquete de cigarros.
Pensó que,
aun con el cabello corto, no había cambiado tanto como para que Rocio no pudiera
reconocerlo. Agachó la
cabeza y les dio la espalda. Aparentó interesarse por los zapatos femeninos expuestos en el
escaparate y fijó su
atención en el
reflejo del cristal.
La vio subirse
el cuello de su abrigo negro, enrollarse la bufanda atrapando también su cabello y abrir el paraguas cubierto
de mariposas. La escuchó reír. La había visto en dos miserables ocasiones y en las dos había escuchado aquel maldito tintineo. Era
evidente que seguía siendo
dichosa. Lo confirmó al seguirla por las calles siendo testigo de que su
alegre risa no había sido
casual. Ella era un día soleado que a él le había convertido en noche oscura. Ella era la
luz pero a él le había condenado a vivir para siempre en las
tinieblas.
Tras una
caminata bajo la lluvia, la suerte le cambió en la calle Chaparreaba con fuerza
cuando ellas entraron en un restaurante, y él pudo refugiarse en la taberna de
enfrente.
Antes de
relajarse buscó una
mesa desde la que pudiera verlas salir. Se quitó la cazadora empapada y la extendió en el respaldo de una silla.
Comió con voracidad, sin apartar, más que breves instantes, la vista de la
calle. La ansiedad no le permitió acabar la cerveza y encendió un pitillo mientras recordaba la noche
anterior. La dulce y apasionada entrega de lali, sus besos, sus abrazos, su voz
entrecortada susurrando que le amaba; su propia explosión de gozo que convirtió en pedazos sus últimas dudas y también todos sus remordimientos.
La quería, y la quería de verdad. ¿A cuántas de las mujeres con las que se había acostado había querido?, se preguntó mientras aplastaba la colilla en un
cenicero de cristal. A ninguna. Amar sí. Amar solamente a una. Y a esa la amó más que al aire que respiraba, más que a su propia vida. ¿Y para qué le había servido tanto sentimiento?
Consumió el cigarro con lentitud, con los ojos
cerrados. Apuró otro
cigarrillo antes de ver aparecer a rocio y a la otra. Se puso la cazadora con
prisa y salió en su
persecución,
nuevamente bajo la lluvia, para acceder al mismo lugar de la calle.
A las seis de la
tarde seguía
apostado frente a la tienda de decoración. Había anochecido, las farolas alumbraban la
calle y una agradable luz amarillenta iluminaba el establecimiento. Cuando vio
que rocio se ponía el
abrigo y se despedía de su
amiga, decidió que
finalizaba su vigilancia. Tenía toda la información que necesitaba. Acecharla hasta que la
suerte le abandonara y ella le reconociera carecía de sentido.
Esperó a que saliera. Le pareció más prudente ir detrás a pesar de que fueran a coincidir tan
solo unos metros en la misma dirección. Muy pronto ella doblaría a su izquierda. Él lo haría a su derecha, , donde tomaría un tren .Caminó tras ella guardando la debida distancia.
Una distancia que no mantuvo durante demasiado tiempo porque, absorto en el
cabello atrapado por la bufanda y protegido por el paraguas, no fue consciente
de que aceleraba el paso hasta que le asaltó un suave perfume a azahar, que le entró por las fosas nasales invadiéndole el cerebro. Fue entonces cuando
estalló la masa
de sus recuerdos trasladándole a unas sábanas revueltas, a un cuerpo sudoroso
abrazado al suyo, a esa fragancia que un día se quedó pegada para siempre a su piel. Entonces
comprendió que
estaba demasiado cerca, que con alargar el brazo ya podría tocarla, que si ella se volviera de
pronto se encontrarían mirándose a los ojos desde una insignificante distancia.
Y, si lo
hiciera, podría
contemplar la sorpresa en su rostro y el miedo en sus ojos.
Se detuvo de
inmediato. Se llevó la mano
al pecho y trató de
respirar despacio. Su corazón pulsaba con violencia, como si pretendiera
destrozarse golpeándose
contra el encierro que formaban sus costillas. Decidió no luchar. Se quedó parado en el centro de la calle mientras
ella se alejaba. No volvería a verla. La mejor parte del plan era que no
necesitaba tenerla cerca para destrozarle la vida. Al contrario de lo que ella
hizo en el pasado, él no sentía la necesidad de contemplar su caída. Le bastaba con saber que ocurriría.
—¡Hasta
nunca! —musitó entre dientes cuando la vio alcanzar la
plaza.
Para facilitarse
la difícil
tarea de ignorarla, bajó la cabeza y fijó los ojos en sus botas empapadas. Tenía los pies fríos y endurecidos como piedras y comenzaba
a no sentir los dedos.
La puntiaguda
varilla de un paraguas impactó en su frente a la vez que escuchaba un improperio. Se
irguió para
encararse con el majadero que necesitaba tanto espacio, pero advirtió algo que volvió a dejarlo inmóvil: rocio no había girado a su izquierda, sino a su
derecha,.
Toda su fuerza
de voluntad se doblegó. Un simple cambio de dirección bastó para que el corazón se le acelerara y su intención de no ir tras ella desapareciera. Era
el destino, que volvía a jugar con él poniéndola en su camino, en su misma
trayectoria. Y él no
opuso resistencia a ese juego que ya una vez le destrozó.
Seguirla por esa
calle, amplia y recta, una de las arterias peatonales más transitadas, no le resultó sencillo. El cansancio había hecho mella en su cuerpo. A veces se
atrasaba y la perdía de
vista. Entonces buscaba entre los paraguas abiertos uno en el que revolotearan
mariposas bajo los destellos azules, y apretaba el paso hasta alcanzarla de
nuevo. Se había propuesto
seguirla y nada iba a impedir que lo hiciera. O al menos eso pensó hasta que la vio abandonar la Gran Vía en dirección a la plaza, la misma plaza a la que él se había jurado que no volvería jamás. De haber sabido ella que la perseguía, de haber querido ella ensañarse con su dolor, no hubiera sido tan
precisa. Le había
conducido a sus recuerdos, a los últimos, a los más dolorosos. A los que se empeñaba en esquivar porque no quería terminar de hundirse.
Se detuvo al
inicio de la calle, con la mirada extraviada en los árboles de la plaza que quedaban al fondo,
mientras la figura borrosa de Rocio se perdía en la misma dirección. Cogió aliento y dudó si seguir adelante, hacia el dolor que
pretendía dejar
en el olvido y que le iba a destrozar el poco corazón que le quedaba. La última vez que estuvo allí encontró a Manu sentado en lo alto del respaldo
de un banco, rodeado de chicos tan felices y despreocupados como él. Si avanzaba un poco lo vería. Manu estaba, sí, pero no en la plaza, sino en su corazón, donde estaría siempre.
Le llamó gritando su nombre sin que de su boca
saliera palabra alguna, Inmóvil, con los ecos del pasado desgarrándole las entrañas, volvió a escuchar la frase más repetida por Manu en sus últimos años: «No te preocupes por mí, ya soy un hombre y sé cuidarme solo.» No supo cuánto tiempo estuvo allí culpándose, maldiciéndose. Le costó ponerse en pie. No por el cansancio de
su cuerpo, sino por el agotamiento que soportaba su alma. Pero había decidido afrontar los recuerdos, todos
los recuerdos sin excepción, sin cobardía. Ya estaba hundido en el infierno. Qué sentido tenía aferrarse para no descender un poco más, hasta ese lugar perdido en la razón, en el que había pretendido enterrar todo cuanto le hería.
Tras una última mirada a la plaza, tomó una gran bocanada de aire y se adentró. Según caminaba alzó la vista hacia las ventanas de madera del
que había sido
su último hogar. Dispuso de dinero suficiente
para pagar una renta elevada en el centro. Un lugar en el que pusieron sus
esperanzas. Demasiadas esperanzas que no llegaron a cumplirse.
De modo
intuitivo avanzó hacia
el último tramo de calle, el que transcurría. Al otro lado de la calzada resplandecían las luces del café. Allí estaba el pequeño rincón que había tenido tanta importancia en su vida. La
mesa al fondo, junto a la última cristalera. El lugar en el que había pasado muchas tardes observando a la
gente y plasmándola en
sus cuadernos de dibujo. El lugar que había hecho suyo mucho antes de que ella
apareciera. El lugar que después se convirtió en el punto de encuentro de cada tarde
de sábado
donde, en vez de dibujar, hablaba, le tomaba la mano, le miraba a los ojos, le
decía que la amaba.
«Ya no es
nada», se
repitió según se acercaba al ventanal. «Ahora solo es una parte del café en la que otras parejas se jurarán un amor eterno que no cumplirán.» En su mente volvió a verla, en ese íntimo rincón, con una sonrisa que parecía hecha en el cielo pero que acabó siendo la puerta que le condujo al
infierno. La inercia, la curiosidad, la necesidad de torturarse: no fue
consciente del motivo que le hizo girar la cabeza hacia ese punto.
La sorpresa le
paralizó. Una
punzada gélida le
atravesó la sien
y le bloqueó el
pensamiento. Solo podía mirarla como a una aparición, como a la imagen que estaba en su
recuerdo. Apartó los
ojos un momento y repitió, «no es real, no es real». Pero cuando volvió a mirar ella continuaba allí, rozando con los dedos el borde de una
taza de café. Estaba
en su mesa. En su rincón. En un espacio que le pertenecía a él. Siempre, pasara lo que pasase, le
pertenecería.
Desconcertado,
semioculto por uno de los coches aparcados junto a la acera, trató inútilmente de entenderlo. Que ella
estuviera allí,
precisamente una tarde de sábado, le parecía una crueldad del destino. Una absurda
casualidad. Pero hacía tiempo que había dejado de creer en las casualidades,
sobre todo las que tenían que ver con esa maldita mujer. En el pasado, ella
había llamado casualidad a un encuentro
perfectamente preparado, detalladamente urdido.
Apretó los dientes como si pretendiera
desencajarse la mandíbula. Hacía días que se había asomado al abismo en el que permanecían la mayor parte de sus recuerdos, y esa
tarde se había
hundido en los que llegó a creer que podría evitar.
Sin previo
aviso, por esa grieta en la memoria, irrumpió con fuerza el olor a pasado, a café recién hecho, a carboncillo tiñéndole los dedos... Y en un instante se
encontró allí, de pie, junto a sí mismo, contemplando la escena como un
espectador invisible.
Esboza sobre el
papel la figura de una pareja de ancianos. A los modelos, más vivos que muchos
de los jóvenes que conoce, los tiene enfrente. Se cogen las manos y se miran a
los ojos mientras se les enfría el café en el interior de sus tazas.
Le gusta
bosquejar dibujos que después, con más tiempo, perfecciona en casa. Lo hace los
sábados por la tarde, cuando descansa de su apasionante trabajo en la agencia
de diseño y busca inspiración en situaciones cotidianas, en personajes que con
sus actos más simples le cuentan pequeñas y grandes historias.
Repasa con el
carboncillo los ojos grises y cálidos del hombre, y levanta los suyos para
apreciar si ha captado el parecido. Pero algo se interpone entre él y los
ancianos. El corazón le da un vuelco y el estómago se le comprime. Es la mujer
que conoció seis noches atrás. La que deseaba volver a ver pero no sabía cómo
ni dónde.
—Te lo dije —es
el saludo al que ella acompaña con una deliciosa sonrisa—. El destino era el
encargado de decidir si teníamos que volver a vernos.
Gaston se queda
sin habla. Lleva seis noches soñando con ella y seis días con su instinto bien
despierto tratando de identificarla entre los rostros sin nombre que pasan por
su lado.
—¡Dios! —exclama
sonriendo como un tonto—. ¡No me digas que esta es una casualidad!
—No lo sé
—responde con coquetería mientras toma asiento—. Dímelo tú. Yo he quedado con
una amiga que al parecer me ha dado plantón —arruga con gracia la nariz—. ¿Tú
qué haces aquí?
Está nerviosa. O
al menos es lo que Gaston cree percibir. No le extraña. Las chicas suelen
perder el sentido por él. La novedad es que a él le tiemble la voz, y las
manos, y el corazón. Lo extraño y excitante es que a él le falte el aire cuando
la mira.
—Lo primero,
transmite mi agradecimiento a esa amiga —dice en tono seductor, y traga porque
se le reseca la boca—. Y lo que hago aquí es simple. Vengo los sábados. Sin
haber quedado con nadie.
Las últimas
palabras las susurra mientras se inclina sobre la mesa para tenerla más cerca.
No puede creer que esté ahí. Quiere que le invada su olor, que le lleguen sus
suspiros, que le embriague el sonido de su risa. Quiere llenarse de ella porque
no sabe cuánto tiempo tardará en volver a hacerlo. Se niega a pensar que ese
momento pueda retrasarse hasta no llegar nunca.
Hablan sobre la
providencia, sobre el destino, sobre los dibujos. Y lo hacen mientras se
sonríen y coquetean abiertamente. Gaston trata de conseguir un número de
teléfono al que llamarla. Algo, cualquier cosa que le asegure que volverá a
verla una tercera vez, pero únicamente obtiene de ella la promesa de que estará
allí el sábado siguiente. Es mucho más de lo que espera. La noche que la
conoció tan solo se llevó su nombre y la duda de si el destino querría volver a
unirlos. Ahora se siente dichoso porque cuando se encuentre de nuevo con esa
mujer será porque ella ha aceptado y no porque vaya a quererlo de nuevo la
casualidad.
—¡Casualidad!
—gritó sin darse cuenta de que lo hacía—. ¿Cómo pude ser tan estúpido al creer que me encontró por casualidad?
Dos chicas que
se acercaban, protegidas por un mismo paraguas, cuchichearon entre ellas y
cambiaron de acera para no pasar junto a él. No tenía buen aspecto, allí, con las manos apoyadas en un coche y
soportando el aguacero. La luz de una farola iluminaba su cabeza casi rapada,
sus ropas empapadas, sus hombros hundidos. Y, además, hablaba consigo mismo. No. No tenía buen aspecto, y él lo sabía. ¿Pero qué aspecto podía tener cuando cada recuerdo le
atravesaba el corazón, de parte a parte, con la frialdad de un puñal? ¿Qué aspecto podía tener cuando la culpable de su
infortunio estaba frente a él, en el último lugar en el que pensó encontrarla?
Volvió a mirarla. Ella giraba la taza sobre el
plato, en actitud pensativa. Era la imagen de la dulzura, de la calma, de la
ternura: una delicada e inofensiva mujer.
—¡Inofensiva mujer...! —dijo enderezando la espalda en un absurdo
y vano ataque de orgullo—. ¡Cruel, mentirosa! —musitó sin despegar apenas los labios—. ¡Maldita, maldita, maldita! —clamó después con un gemido herido.
ay por fin leo novela tuya me encanta la novela pero kiero k se vean ya k pase algo entre eyos kiero saber k paso subi rapido
ResponderEliminarGuao... impacta tanto el odio que le tiene...
ResponderEliminarque hizo rochi?? porque le causo tanto daño??
Es obvio que ella esta en ese mismo cafe porque lo extraña--- porque tambien recuerda esas escenas...
Quiero el encuentro... y saber que sucedió en el pasado...
(ame cuando gas reconoció qe qiere a Lali pero solo a amado a rochi!!)
espero el siguiente ...