—¿Esto se va a convertir en una costumbre? —preguntó rocio en cuanto él terminó de cruzar la calle y se detuvo a su
lado.
—Buenos días —respondió pablo—. Se ve que el fin de semana te ha
sentado bien. Estás
preciosa.
—.
Resulta agradable que te piropeen a primera hora del lunes. —Sonrió al añadir, sin ninguna pausa—: Últimamente frecuentas mucho esta zona.
pablo le devolvió la sonrisa. No era un secreto que estaba
loco por ella. Aunque reconocía que su actitud de los últimos días se parecía bastante a la de un acosador.
—Cambié las entradas para el teatro —dijo tan nervioso como cada vez que le
proponía una
cita—. ¿Te parece bien que lo haya puesto para
este jueves?
—¡Estupendo!
—exclamó al tiempo que levantaba el cuello del
abrigo negro de pablo y le cruzaba las solapas sobre el pecho para protegerlo
del aire frío.
pablo pensó que ella era quien convertía cualquier noche en perfecta. Y así se lo dijo, pero en silencio, con una
media sonrisa cómplice
que ella comprendió.
—Tengo el
coche aquí al lado
—indicó a la vez que le recorría el rostro con los ojos—. Puedo acercarte a la tienda.
rochi aceptó. Los ratos que pasaba junto a él eran siempre especiales. Charlaban, reían. Él sabía cómo hacerla sentir bien y eso le convertía, a sus ojos, en un hombre casi
perfecto.
Era su primer día de trabajo. Nada más salir de casa había sentido el frío helador en el rostro y en la
desprotegida cabeza, pero al menos no llovía ni parecía que fuera a hacerlo en las siguientes
horas.
Sentado en la
parte trasera de una camioneta, gaston entrecerraba los ojos para que el aire
no le molestara.
Gaston había aprendido, en los últimos años, que amoldarse era la mejor forma de
supervivencia. Amoldarse a los muros y a las rejas. Amoldarse a las normas.
Amoldarse a la hostilidad y a la violencia. Amoldarse a la soledad interna, al
desquiciante paso lento de las horas. Amoldarse para parecer uno más, aunque no lo fuera, y volverse de ese
modo invisible. Por eso, desde el instante en el que pisó aquella ladera en su primer día de trabajo, decidió que se amoldaría de nuevo y que esta vez lo haría con rapidez.
Esa actividad
diaria, en la que además de la fuerza tenía que poner toda su atención, hizo que pasara menos tiempo ocupado
en sus obsesiones. Era por las noches cuando volvía a torturarse con sus recuerdos, con su
inextinguible sentimiento de culpa, con la visión de Rocio en ese café. El agotamiento acumulado no le servía para descansar. Conciliar el sueño le costaba horas. Después de innumerables vueltas en el camastro
revolviendo las ásperas sábanas, solía encender una pequeña linterna y apoyaba la espalda en la
almohada doblada en dos. Entonces sacaba uno de sus antiguos cuadernos de
dibujo, en el que había anotado las rutinas de Rocio. Eran simples. No las había apuntado para recordarlas. En realidad
no sabía por qué lo había hecho, igual que tampoco sabía por qué volvía a repasarlas cada noche.
La lista
comenzaba diciendo que, con algunas pequeñas variaciones, a las ocho se encendían las luces de su piso, a las nueve y
inedia ella aparecía en el
portal y caminaba hasta la tienda, a la una y media salía a comer y no volvía hasta las cuatro, y que regresaba a
casa a las ocho de la tarde. Leer eso no le provocaba ningún sentimiento, pero tras la última frase se le llenaba el cuerpo de un
irracional desasosiego. Se quedaba mirando la palabra sábado seguida de dos puntos que él había marcado con obsesiva insistencia, casi
hasta atravesar el papel. Era consciente de que tras ellos debía ir otro dato. Pero no podía ponerlo. Le mortificaba el simple hecho
de pensarlo.
Y con esa desazón, encajada en su pensamiento, se detuvo
bajo la farola que iluminaba los peldaños que llevaban a la plaza, arrojó el cigarro y lo aplastó con el pie. Se preguntó si alguna vez podría contemplar ese lugar sin que se le
oprimiera el corazón. No lo
creía. Especialmente ahora, cuando por
primera vez iba a ver a los chicos sin que Manu estuviera entre ellos.
Ascendió los escalones y los descubrió en uno de los bancos del fondo, donde
los árboles
causaban que la luz llegara solo de refilón. Al parecer, aquel rincón apartado seguía siendo el favorito del grupo. Reconoció algunas caras. Habían cambiado, pero seguían conservando muchos de sus rasgos
adolescentes. Le frustró no distinguir el aniñado y tímido rostro de agustin.
Avanzaba hacia
ellos cuando todos se volvieron a mirarle. No obstante, fue vicco el único que se levantó y salió a su encuentro, con calma, mientras los
demás continuaban en animada charla.
Por unos
momentos gaston sintió que Manu estaba allí, más alto, más fuerte, más mayor. Era a él a quien estrechaba con fuerza.
—Lo
siento—dijo al
apartarse—. No
pude decírtelo
entonces, pero quiero que sepas que todos lo sentimos mucho.
—Lo sé. —Tomó aire para recomponerse—. Me hago una idea de lo que aquello
significó para
vosotros.
—¿Alguno
de ellos sabe a qué vengo? —preguntó sin señalar a los chicos.
—Puedes
estar tranquilo. —Sonrió con jactancia—. Ni lo sospechan. Viven al margen de mis
asuntos.
—¿Sigues
teniendo los mismos contactos?
—Al menos
tengo el que nos interesa —aseguró orgulloso—. Es el mismo proveedor de la otra vez, así que ya sabes cómo va esto: nos avisará cuando haya conseguido el kilo que
necesitas. ¿Tienes
tela para...?
—No te
preocupes por eso. Podré pagarlo sin problemas.¿Es agustin alguno de ellos? —preguntó al seguir sin distinguirlo—.
—agustin —repitió vicco con tono afectado—. Creí que lo sabías.Murió unos días después que tu hermano.
—¡¿Qué?! —exclamó aturdido—. Pero... pero ¿cómo?
—La
muerte de Manu le dejó hundido. Dejó de salir de casa. Hasta que un día desapareció.
—¡¿Cómo que desapareció?!
—Unos días después lo encontraron en una escombrera.
—¿Asesinado?
—Dolor y asombro le desencajaron el rostro—. ¿Me estás diciendo que lo asesinaron?
—Perdimos
a los dos en menos de una semana. Es difícil encajar algo como eso.
—Puedes
confiar en mí. —Apoyó la mano en su hombro y le miró a los ojos—. No te voy a comprometer como tampoco lo
hice la otra vez. Si me pillan con esto, antes me matan que sacarme ningún nombre.
—No
necesito que lo digas.
—¿De
verdad te gusta ese trabajo? —preguntó lali mientras cenaban en la cocina. Quería saber si después de cuatro jornadas seguía pensando lo mismo que el primer día.
—Es un
trabajo —opinó mientras sacaba un cigarro del paquete
que tenía sobre
la mesa—. Lo
necesito para vivir. Lo necesito para seguir en libertad. Lo necesito para
mantener la rutina. Y no, no me gusta —reconoció con una sencilla sonrisa—. Pero eso no tiene la menor importancia.
Menos me gustaba la cárcel y estuve en ella.
Gaston expulsó el aire con fuerza. Se echó contra el respaldo y arrastró la silla separándola de la mesa como si necesitara
espacio para respirar. antes de volverse hacia lali con gesto resignado.
—Voy a
hacerle pagar por lo que nos hizo —musitó al fin. Sabía que no necesitaba añadir nada más.
La tez canela de
lali palideció. Había rogado por que rocio ya no tuviera
cabida en su pensamiento. Descubrir que pensaba en ella, y que lo hacía con la intención de tomarse venganza, la aterró.
—No
puedes... No... No puedes... —farfulló incapaz de expresar con palabras los oscuros
pensamientos que la asaltaban.
—Debo
hacerlo, lali. Por Manu, por mí. —Hablaba de venganza, sin embargo, su tono de voz era
suave y dulce como siempre que trataba de razonar con ella—. Utilizó mi vida, utilizó mis sentimientos. Y se lo haré pagar.
—¡Díselo tú! —pidió a peter, que permanecía frente a ella mirándolos en silencio—. Eres su amigo. Convéncele de que esto es una locura.
—La tal rocio
no le verá —aseguró como si hubiera presentido que esa era
una de sus preocupaciones—. No se encontrarán en ningún momento. Puedes estar tranquila.
—¡Pues no
lo estoy! —exclamó, enojada, y se volvió hacia Gaston—. Me niego a creer que esto comience de
nuevo, como si no hubieras tenido suficiente con esta condena.
—No será el comienzo, sino el final de una
historia no concluida —explicó con paciencia.
—Da igual
cómo lo llames. Volver sobre lo mismo,
cuando lo único que
tienes que hacer es mantenerte apartado de esa mujer que te destrozó la vida, es tentar a la suerte.
—No puedo
dejarlo así. No
podré vivir
si lo dejo así.
lali se cubrió el rostro con las manos y suspiró con fuerza. Se preguntó si las desgracias que habían comenzado hacía cuatro años tendrían final alguna vez.
—Te
quiero —susurró al volver a mirarle—, y estoy asustada. Si te empeñas en esto puede volver a ocurrir: puedes
terminar de nuevo en la cárcel o... o pueden matarte, igual que hicieron con
Manu.
. Desconocía que él no pedía otra cosa que tiempo para ejecutar su
venganza, y que a veces creía sobrevivir exclusivamente para obtener esa fría e inútil satisfacción.
—No. No
lo harán —aseguró aun sabiendo que eso no la tranquilizaría—. He planeado algo simple y limpio que
hasta un niño podría llevar a cabo. Ella habrá jodido la vida a mucha gente —se aventuró a suponer—. Yo solamente seré uno más al que no recordará cuando se pregunte quien se la ha
jugado.
—Pensará en ti —farfulló a punto de entrar en llanto—. Estoy segura de que pensará en ti.
—¿Y de qué le va a servir si llega a hacerlo? No
tendrá pruebas
que me incriminen. Estoy limpio y tengo la firme intención de seguir estándolo.
—No tendría ningún sentido que creyera que ha sido él. Además, todo está muy calculado. —Sonrió para certificarlo—. Tendrá su merecido sin que pueda hacer nada para
evitarlo y tampoco culpar a nadie.
—Debéis de estar locos. —Su angustia se acentuó al comprender que nada les haría entrar en razón—. No encuentro otra forma de explicar que
habléis con tanta
tranquilidad de algo tan descabellado.
—Por esto
es por lo que trataba de mantenerte al margen —confeso lanzando otra fugaz mirada a peter—. No quería preocuparte.
—¿No querías preocuparme? —exclamó con incredulidad—. ¿Era mejor que me enterara cuando te
hubieran detenido o cuando...?
—Nada de
eso va a ocurrir. —Le besó los dedos con ternura y ella comenzó a llorar con más fuerza—. No, por favor —suplicó entre lágrimas—. Deja que te explique lo que voy a hacer
y verás que no
hay motivos para preocuparse.
—Si te
ocurre algo me moriré —confesó entre sollozos.
Gaston abandonó la silla y se agachó frente a lali para abrazarla contra su
pecho. Que alguien le quisiera hasta desear morir por él, que no era nadie ni tenía nada, le desbordaba, le provocaba una felicidad
difícil de asimilar. Resultaba reconfortante
saberse amado de esa forma, pero esa dicha le sabía amarga y asfixiante. Era la
responsabilidad de comprender que por mucho que lo intentara jamás podría compensar un amor tan grande. Tan solo
podía quererla, quererla como ella merecía, quererla con toda su alma.
—No me
ocurrirá nada. —Le rozó la mejilla con el dorso de la mano—. Te lo prometo. Pero entiende que tengo
que hacer esto. —Besó con suavidad sus labios y después la contempló con una débil sonrisa—. No me expondré más de lo necesario. ¡De verdad!
peter, que les
daba la espalda, fregaba por tercera vez el mismo plato. Se había retirado de la mesa en cuanto vio las
primeras miradas tiernas y los primeros roces, y ellos ni siquiera lo notaron.
Lo había hecho por consideración, pero también porque ver a lali acariciando a su
amigo le provocaba una pequeña punzada de celos. Él lo entendía como el lógico conato de envidia que cualquier
hombre sentiría ante
otro que disfrutara de una mujer como ella, pero se excusaba diciéndose que no era nada que no pudiera
curar con unas horas junto a otra chica atractiva.
En ese momento
le sorprendió la voz
apagada de lali despidiéndose.
En el corto
paseo hasta la Casa Torre, junto a la que lali había estacionado su automóvil, le había explicado los detalles más importantes de su plan. Ella había escuchado con atención, para al final hablar directamente de rocio.
Aseguró que
nunca le gustó, que
una vez le traicionó y que volvería a hacerlo si le daba ocasión. Le había pedido que la desterrara para siempre
de su memoria. Le había vuelto a suplicar que renunciara a su venganza. En
el camino de regreso él había avanzado cabizbajo, con las manos en los bolsillos,
envenenándose
una vez más el
alma con recuerdos.
Mientras se
acercaba a la cárcel
pensó en el
cuaderno de dibujo, en las anotaciones. Masculló, una y otra vez, la palabra «sábado», esa a la que seguían dos puntos marcados con insistencia.
adatpacion del libro de a.Iribika
adatpacion del libro de a.Iribika
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