Expelió el humo
con lentitud y fijó su
mirada en las personas que caminaban por la acera, empujadas por la virulencia
del aire, mientras él seguía sentado en ese rincón del café, sumergido en un mar de recuerdos. Sin
embargo, estaba allí, donde se habían citado tantas veces, martirizándose mientras la esperaba de nuevo.
De modo
instintivo, como en un involuntario acto de defensa, se había colocado de espaldas a la puerta, y no
de cara como hizo durante meses en el pasado. Cuando ella apareciera esa tarde
de sábado, él no la vería y, sobre todo, ella no podría verlo a él. Mientras inhalaba el cigarrillo recordó que solía dejar de respirar al verla entrar. Se
quedaba inmóvil,
absorto, sonriendo como un bobo mientras ella se acercaba vaporosa y cálida como en la visión de un sueño.
Bajó la mirada hacia su café intacto. La espuma de la superficie había ido desapareciendo al tiempo que se
quedaba frío en la
taza. Algo le hizo erguirse. Fue como si el viento que soplaba en el exterior
hubiera atravesado el ventanal y hubiera girado en torno a la mesa. Sintió un estremecimiento que comenzó en sus entrañas y le recorrió todo el cuerpo erizándole la piel. Pero el cristal seguía en su lugar. Cerró los ojos y trató de prestar atención al resto de sus sentidos.
Rocio llegó con el mismo paso lento de cada sábado. Se adentró sin mirar hacia los lados, como si únicamente existiera la mesa del fondo y
allí la esperara él para repetirle cuánto la amaba. Llevaba cuatro años haciendo aquella entrada con la misma
emoción, con
la misma tristeza. Cuatro años viviendo de sensaciones que ni quería ni podía olvidar.
Advirtió con desilusión que aquella tarde un hombre estaba
sentado en su rincón. Con
un suspiro de resignación se quitó el abrigo y ocupó la mesa contigua. Mientras aguardaba al
camarero volvió a mirarle
un poco resentida por que le hubiera robado su espacio. Contempló sus hombros, que se adivinaban rectos y
firmes bajo la suave lana de un suéter negro. Continuó por la bronceada nuca y por su cabello
corto. Después se fijó en las manos, grandes y delgadas, y en
los largos dedos que sujetaban un cigarro humeante. Se estremeció al recordar otros dedos parecidos
acariciándole la
piel.
Frotó con suavidad su propia nuca y sonrió con benevolencia. Seguía emocionándose cuando pensaba en él, y eso ocurría todos y cada uno de sus días. Sobre todo en ese lugar donde en el
pasado se dijeron tantas cosas. Poco importaba si no podía sentarse en su rincón y debía conformarse con contemplarlo; las
sensaciones eran las mismas, los momentos felices seguían intactos en su memoria.
Recordó que Gaston solía bromear con que en un lugar como ese,
de inspiración mudéjar, las declaraciones de amor quedaban
cautivas entre sus paredes para siempre. En una ocasión lo comparó con lo que el sultán Solimán hizo con las palabras de los cuentos de
Las mil y una noches, encerrándolas entre los muros y las sedas de su palacio para
la eternidad.
Continuó sin apartar la mirada de la espalda del
joven. Había algo
en aquel hombre que la desconcertaba. Que le hacía pensar en Gaston con más intensidad que cualquiera de las veces
que se había
sentado en aquel lugar, precisamente para recordarle. Para rememorar la visión de sus dedos rozando la mesa con
vacilación cuando
fingía que
tropezaban con los suyos. Para ver la pasión que durante un tiempo brilló en sus ojos verdes, para embriagarse de
nuevo con la ternura de su sonrisa.
El camarero llegó con una bandeja, dejó sobre la mesa una tacita con café, y ella suspiró mientras miraba cómo añadía la leche y se iba aclarando el color
tostado. Pensó que debía abandonar esa vieja costumbre de los sábados, porque recordar no le hacía ningún bien. Volvió a sonreír, ahora con resignación: ese era un caso perdido. Llevaba
demasiado tiempo prometiéndose que se apartaría del ritual que la sumía en la nostalgia. Pero siempre
regresaba. Regresaba a la cafetería como si de ese modo pudiera regresar un poco junto a
él.
Gaston absorbió el cigarrillo con fuerza. Hacía rato que había intuido la presencia de Rocio. Primero
había sido una punzada fría en la nuca seguida de un
estremecimiento de su columna vertebral. Después, el dulce olor a azahar se lo confirmó. Le costó mantener la calma. Llenó sus pulmones de humo cuando lo que
necesitaba era aire. Se le hacía difícil respirar y luchó por que la situación no le controlara.
Aplastó la colilla en el cenicero y sacó otro cigarro del paquete, que volvió a dejar sobre la mesa. Se preguntó si merecía la pena encararse con ella. Ese no era
el plan. De hecho, eso podía echar a perder el bendito plan que había urdido durante años. Lo lógico era que se quedara donde estaba.
Quedarse donde estaba, fumarse todos sus cigarrillos y esperar. Esperar a que
ella se largara sin que le hubiera visto. Eso era lo lógico, pero no fue lo que hizo.
Incapaz de
atender a sus propios razonamientos, se dejó dominar por la rabia, por el odio, por
una repentina sed de venganza inmediata. Apenas tuvo la lucidez suficiente para
obligarse a mantener un mínimo de calma, aunque fuera una calma aparente. No
quería que
ella le viera afectado. Podía mostrarle su rencor, pero nunca más le dejaría ver su debilidad.
Se levantó, despacio, consciente de que ella
observaba todos sus movimientos. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y crispó la mano con la que asió su cazadora. Se concedió un instante para tomar aire y cogió su tabaco antes de volverse con
lentitud.
Sus ojos se
hundieron como afilados vértices de hielo en los sorprendidos ojos de titanio.
Por fin la tenía
enfrente. Por fin podía arrojarle su desprecio. La satisfacción dibujó en sus labios una sonrisa mordaz
mientras se acercaba sin dejar de mirarla.
El impacto
paralizó a
Rocio. La cucharilla que sujetaba entre los dedos se desprendió salpicando de café la blancura del mármol. Su cuerpo, de pronto frío como un glaciar, comenzó a temblar por dentro. El hombre al que
había estado escudriñando no era ningún extraño ni le había robado su rincón. Le había robado el corazón hacía años. Le había robado el corazón y se había quedado con él para siempre.
—¿Sorprendida?
—preguntó al tiempo que dejaba su prenda de cuero
en una de las sillas y arrojaba el tabaco sobre la mesa.
Ella se encogió en el asiento cuando esa voz la devolvió a la realidad. Era la misma voz herida
de años atrás, pero con más energía y más odio. Y aquella inquietud que la invadió al escucharle en el pasado, y que aún intentaba desterrar de su mente, la
golpeó de
nuevo con contundencia.
—Me
imaginabas todavía a la
sombra —continuó diciendo a la vez que clavaba los dedos
en el respaldo de otra silla y la arrastraba hacia él. Mientras se sentaba, su corazón tronaba como el centro de una tormenta.
Ella abrió la boca sin saber qué decir. Estaba tan cerca que podía escuchar el acelerado sonido de su
respiración
mientras ella se ahogaba en una mezcla de sentimientos. La actitud de él era retadora, doliente, furiosa. La
miraba como si pretendiera despedazarla con su odio. Aquella ferocidad herida
le recordó a un
depredador que hostiga a su presa, a la que no dejará escapar con vida.
—Me
emociona tu recibimiento —prosiguió Gaston. Apoyó los antebrazos en la mesa y juntó las manos buscando un poco de
autocontrol—. Es
agradable reencontrarse con los que te quieren.
Rocio no podía apartar los ojos de él. Verlo le provocaba una dicha contenida
que solo estallaba en su interior. Una dicha que amenazaba con hundirse en el
miedo que el nuevo Gaston le infundía. Nerviosa, carraspeó para comprobar si aún podía generar algún sonido.
—Me
alegra que... —Sintió ahogo y apresó un aire que no la alivió—. Me alegra que estés libre.
Gaston emitió una suave risa al tiempo que echaba
hacia atrás la
cabeza. Aún
sonriente, inclinó el
cuerpo sobre la mesa y acercó su rostro al pálido y tembloroso de Rocio. Les separaban
apenas unos centímetros
cuando su expresión cambió tornándose fría y dura.
—No me
jodas —musitó entre dientes—. Tú me metiste allí. Tú me traicionaste. Tú me vendiste. —Chasqueó los labios con gesto de fastidio—. Tu trabajo conmigo fue impecable. ¿No te concedieron una medalla o cualquier
otra distinción?
Rocio sintió sobre sí la inmensidad de su ira. Le brotaba de
sus ojos verdes maltratándola, hiriéndola, atravesándola sin ninguna piedad.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con un susurro.
—Qué quiero de ti... —Dejó de mirarla un instante. El tiempo justo
para sacar un cigarro. Lo encendió con la mirada clavada de nuevo en el rostro
confundido. Contemplar su expresión temerosa le gustaba y le ayudaba a dominar su propia
ira—. ¿Qué crees tú que puedo querer? —interrogó con sarcasmo.
Ignoró la pregunta porque le aterraba la
respuesta. No lo reconocía tras esa frialdad hiriente. El ser humano que
recordaba se había
desvanecido como se disipaba el humo del tabaco que aquel nuevo hombre
expulsaba por su boca. Y ella, tan pequeña y miserable como se sentía a su lado, se sabía la responsable de aquel cambio.
—Intenté explicarte —musitó con ojos vidriosos. Sus dedos sujetaban
con fuerza el borde de la mesa—. Intenté pedirte perdón... pero no quisiste...
—¡Qué fácil! —Sorbió el cigarro con lentitud, controlando su
ansia por inhalar hasta conducir el humo a su cerebro—. Me jodes la vida y quieres arreglarla
con una explicación. Mírame bien —ordenó con desprecio, y aguardó unos segundos que para rocio resultaron
eternos—. ¿De verdad crees que estoy aquí para recibir una explicación? —Ella negó en silencio—. De todos modos, podemos probar algo. —Separó las piernas y apoyó la espalda contra el respaldo—. Yo destrozo ahora todo lo que eres y
todo lo que tienes, y después me explico y te pido disculpas. Así compruebas por ti misma hasta qué punto estoy esperando esa excusa.
Rocio tragó de nuevo. Esta vez el dolor fue también físico. Un nudo de la consistencia de una
piedra se le había
encajado en la garganta. Ver en sus ojos el brillo de una amenaza real le rompió el corazón. Asustada, se puso en pie para alejarse
de él todo cuanto pudiera.
—¿Dónde crees que vas? —preguntó tensando la mandíbula y aplastando entre los labios la
boquilla del cigarro.
—No
quiero seguir oyéndote —musitó al tiempo que extendía el brazo para alcanzar su abrigo. El
corazón le
golpeaba con ímpetu en
las sienes.
En un instante
Gaston abandonó el
respaldo y recuperó su
posición junto
a ella. Cerró la mano
en torno a su muñeca y la
inmovilizó oprimiéndola sobre la superficie fría de la mesa.
—Pues lo
harás —amenazó ofensivo—. Yo he perdido cuatro años de mi vida por tu causa. No ocurre
nada porque tú
malgastes cuatro minutos de la tuya escuchándome. Me los debes —masculló con la misma dureza con la que le estaba
destrozando la articulación.
—Me haces
daño —musitó alarmada, mirando con timidez a su
alrededor por si alguien salía en su defensa.
Gaston expulsó el humo despacio, disfrutando de su
miedo. Aquella escena, vista a distancia, parecería una tontería de enamorados. Eso si cualquiera
llegaba a fijarse, cosa que dudaba.
—Siéntate y dejaré de hacerlo —prometió con frialdad.
Ella contempló la arrogancia herida con la que el
hombre al que tanto había amado se defendía. Al que había amado y al que aún amaba pese a no encontrarlo tras sus añorados ojos verdes, pensó mientras dejaba que el desprecio de él la empapara. Sentía que de alguna forma tenía que pagar por lo que le hizo. Él había estimado ese pago en cuatro minutos.
Cuatro minutos por los cuatro años que había pasado en prisión, los mismos cuatro años en los que a ella no le habían dejado vivir los remordimientos. Tal
vez debía ser así, pensó mientras volvía a tomar asiento. Pasar los últimos cuatro minutos junto a él llorando amargura, contemplando lo que
ella había hecho
con el amor más grande
que había tenido
y que jamás volvería a tener. «Cuatro minutos por cuatro años», se dijo, cuando en realidad le hubiera
dado cuatro años de su
vida para que él no
perdiera ni uno solo de la suya.
—He
tenido mucho tiempo para pensar —reconoció gaston a la vez que la soltaba—. Conseguí recordar todos nuestros encuentros, uno
a uno. Conté por
separado las veces que nos habíamos dedicado a follar. —Pensarlo le hacía daño, decirlo por primera vez en voz alta le
rompía por
dentro—. Para
ser del todo exactos, debo decir que yo te hacía el amor y tú me follabas para conseguir tu objetivo —dijo con acritud. Menospreciar aquello
que había sido
tan importante para él le provocaba una amarga sensación de desquite—. Pero da igual como lo llamemos. La cosa
es que he hecho cuentas.
—Descargó en el cenicero la ceniza acumulada en su
cigarro—. He
pasado en la cárcel mil
cuatrocientos noventa y un días —dijo tan despacio como si cada segundo pesara como una
losa—. He
follado contigo en veintisiete ocasiones, pensando siempre que era gratis —precisó mientras los ojos secos de Rocio se
desbordaban por dentro—. Pero al final resulta que cada puto polvo lo he
pagado con algo más de
cincuenta y cinco días de encierro. —El tono de su voz se endureció—. Casi dos meses a cambio de un poco de
pasión
fingida. Me ha salido un tanto caro, ¿no crees? —preguntó con saña—. Eres buena, lo reconozco, pero no tanto
como para eso.
Rocio bajó las manos hasta su regazo ocultándolas bajo el mármol de la mesa para estrujarlas una
contra la otra, dispuesta a respetar el momento que le pertenecía a él, a escucharle con la humildad de quien
se sabe culpable de algo que nadie podría reparar.
—¡No me
trates como a un idiota! —masculló furioso ante su silencio—. Ya no. No, después de que mostraras tu juego y el de
ese... ¿cómo llamarlo? —se preguntó a sí mismo—. ¡Cómo se puede llamar a un hombre que
permite que su chica folle con otro para conseguir méritos, medallas o lo que quiera que os
den cada vez que hundís en la miseria a un desgraciado! —Ella se puso de nuevo en pie y él volvió a sujetarla por la muñeca—. Disculpa si estoy siendo muy grosero —musitó con aparentada gentileza—. Ya sabes, la cárcel embrutece. Procuraré contenerme para no herir tu delicada
sensibilidad.
—No voy a
seguir escuchándote.
Así no —aseguró mientras luchaba por liberar su brazo.
—Lo vas a
hacer porque no he terminado —advirtió entre dientes, tirando de ella con brusquedad—. Hay algo para lo que sí quiero tu explicación —añadió cuando comprobó que se quedaba quieta—. El caso de Manu. Eso fue muy distinto,
porque pagó sin
haber obtenido ninguna recompensa. Deberías haber sido un poco más justa y, ya que tenías pensado jodernos a los dos, deberías haber follado también con los dos. —Dio una profunda calada al cigarro
mientras contemplaba el asombro en los ojos de Rocio—. No a la vez, por supuesto. No soy tan
pervertido. —Aplastó el pitillo en el cenicero. Necesitaba
ocultar que su pulso no era del todo firme—. Podías haberlo hecho conmigo los días pares y con él los impares, ¿no te parece?
El insulto la
enfureció y su
intención de
soportar sus recriminaciones se evaporó. Apretó los dientes a la vez que alzaba la mano
para cruzarle la mejilla. Él se la sujetó con rapidez, le acercó el rostro y masculló con rencor:
—Reconocerás que no fue razonable que a mí me concedieras el consuelo de los polvos
y él perdiera la vida a cambio de nada.
Rocio se agitó para que la soltara, pero al no
conseguirlo dejó de
luchar.
—No pasa
ni un solo día en el
que no lamente su muerte —dijo comprimiendo los labios.
—¡Qué curioso! —Ironía y rabia se entremezclaban en el fondo
de sus ojos—. No me
pareció ver
ninguna pena en ti mientras estabas allí, parada, contemplando cómo se desangraba entre mis brazos mientras
yo suplicaba ayuda. ¡Era mi hermano! —aulló con dolor, soltándola como si de pronto le asqueara su
contacto—. Era mi
hermano pequeño y yo
habría dado
la vida por él. Mil
vidas habría dado
si las hubiera tenido para que él pudiera vivir la suya. Él era mi responsabilidad y le fallé. No vuelvas a decir que lamentas su
muerte —amenazó lleno de furia—. Si lo haces te juro que te arranco el
corazón con
mis propias manos.
—Es muy
probable que no llegaras a encontrarlo.
Su voz sonó como un susurro tenue que no llegó a terminar. Pensó que ante el sufrimiento real e
inenarrable de Gaston, no tenía ningún derecho a hablar del que a ella le había desgastado el corazón hasta hacerlo desaparecer. Contempló los ojos cargados de rencor que
brillaban como cristales transparentes y húmedos.
Gaston percibió que algo había cambiado. Ella seguía asustada y temblorosa, y aún podía estarlo más si continuaba lacerándola, pero había algo nuevo en el fondo de su mirada.
Algo que no pudo descifrar. De pronto sintió que a pesar del tiempo transcurrido, el
débil continuaba siendo él. Poco importaba que no le quedara nada
que perder. Presentía que, de algún modo inexplicable y absurdo, él sería el único que volvería a sufrir.
—Vete —ordenó confundido ante ese pensamiento—. Lárgate de aquí y no vuelvas jamás.
Rocio tardó en reaccionar. Pensó que si se ponía en pie, sus piernas no la sostendrían. La expresión amenazante y a la vez indefensa de Gaston
la desconcertaba. El miedo que le provocaba se enredaba con la ternura que su padecimiento
le inspiraba, con la pena que le causaba haberle lastimado, haberle perdido. Apartó la taza empujando despacio el borde del
plato. Deseaba decir muchas cosas. Todas las que llevaba años explicándole en silencio. Todas sus baldías disculpas, todas sus razones, todo su
amor. Pero temió que si
abría la boca él no dudaría en arrancarle el corazón, tal y como había jurado que haría.
De pronto le
pareció que
llevaba una eternidad quieta, mirándole. Se estremeció al pensar que, si tardaba un segundo más en irse, él le repetiría la orden. Se levantó despacio, asegurándose de que sus fuerzas no la dejarían caer. Tomo el abrigo y el bolso y se
volvió con
lentitud. El temor y la esperanza de que la detuviera con una palabra la acompañaron hasta la salida. Pero la voz no llegó a sus oídos.
Una vez en la
calle, fuera del alcance de su mirada, apoyó la espalda en la pared del edificio. Su
cuerpo comenzó a
temblar a la vez que la invadía el llanto. Se había preguntado muchas veces lo que la
penitenciaría haría con él. Había buscado infinidad de informes sobre la
vida en prisión, sobre
los efectos psicológicos
que causaba ese tipo de vida, sobre la difícil adaptación al mundo real una vez recuperada la
libertad. Nada de cuanto había leído la había preparado para el impacto que le había producido el verlo hundido, el verlo
transformado en un hombre tan diferente al que la enamoró.
Se cubrió el rostro con el abrigo y lo empapó de lágrimas. Pensó que debía alejarse de allí antes de que él saliera. Si salía. Porque por un instante albergó el estúpido anhelo de que todo hubiera sido una
cruel pesadilla. Confió en que de un segundo a otro despertara en su cama y
todo siguiera estando igual. Gris y vacío, pero igual que durante los cuatro últimos años. Un fría ráfaga de viento llegó pegada al suelo, le rodeó las piernas y ascendió adherida a su cuerpo dejándola congelada. Se le desvaneció la esperanza. El frío era real, el sufrimiento era real, y
presentía que
además de
real el sufrimiento iba a ser eterno.
me encanto el capitulo x fin se encontraron aun k fue muy fuerte lo k le sijo gas a rochi pobre espero k hablen bien pronto
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