Cuando andaban uno al lado del otro, sin rozarse, no lo hacían a la par durante mucho tiempo. Gaston
aceleraba, sin ser consciente de ello, y terminaba dejando atrás a Lali. Ella se aturdió la primera vez que se vio incapaz de
seguirle el paso. Él le
pidió perdón. Le explicó que era algo que hacía de modo reflejo. Había dado cientos de paseos en el patio de
la prisión,
siempre al mismo ritmo, casi siempre solo, como un cuerpo al que le hubieran
incorporado un piloto automático. Tenía que estar muy pendiente para no tomar, también ahora, aquel rápido y obsesivo ritmo. Por eso, mantener
el paso lento de Lali le gustaba y sentía que le hacía bien. Ella le retenía con un beso y una sonrisa cada vez que
apreciaba que le rebasaba un poco.
—¿Por qué dice Peter que tienes que probar la
llave en casa de... —se negó a nombrarla—, de esa?
—Al
parecer funciona en un noventa por ciento de las cerraduras convencionales —respondió Gaston—. No puedo arriesgarme a llegar allí el día D, con todo preparado, y no poder abrir
la puerta. Cuando consiga el paquete será para deshacerme cuanto antes de él, no para tenerlo en casa ni pasearlo de
un lado a otro como un inconsciente.
—¿Y si
compruebas que no va? —preguntó con preocupación.
—Él me
enseñará otro método. Tranquila —le susurró al oído—. Conoce unos cuantos y de un modo u otro
daremos con el apropiado para la cerradura que ella tenga.
Lali le había pedido, incontables veces, que
desistiera de esa locura. Esta vez se mordió la lengua y calló. Presentía que sus súplicas volverían a resbalar por sus oídos sordos. De haber intuido que ya se
había encontrado con Rocio, la preocupación le hubiera llevado a insistirle sin
ninguna tregua.
—¿Cómo sabe tanto sobre estas cosas? —interrogó sin importarle mostrar desconfianza.
—Ha tenido
amigos de todas las calañas. El que se la lio con el aval bancario le enseñó los secretos de las cerraduras, a hacer
el puente en un coche —sonrió recordando el comentario de Peter—. Bromea diciendo que nunca se sabe cuándo vas a necesitar hacer uso de alguna
de esas habilidades. Pero es un tío legal. Eso puedo asegurártelo.
Pasaban ante el
edificio de la Diputación
cuando ella le dijo que quería enseñarle unas botas en un escaparate. Aseguró que no las había comprado porque dudaba entre unas con
cremallera delantera y otras que simulaban atarse con una hilera de pequeños botoncitos. Gaston la estrechó más fuerte y le besó el cabello diciendo que estaría encantado de ayudarla en la elección, y que sería un placer hacerlo también con ropa interior si lo necesitaba.
—¿Tendrías paciencia para ver cómo me pruebo un modelo tras otro? —preguntó con voz melosa. Él le revolvió el pelo con el rostro hasta encontrar su
oreja, donde le susurró:
—Una
paciencia infinita.
Lali aún reía cuando, en la plaza, intentó girar a la izquierda. Él la atrajo hacia sí para corregir el rumbo y continuar de
frente, por el semáforo que
llevaba al centro de la plaza. Se detuvieron en tierra de nadie tirando cada
cual hacia un lado diferente.
—Crucemos
en línea
recta —propuso Gaston
señalando el camino en medio del aburguesado
jardín que
cubría el
centro de la rotonda—. Hay menos gente y dejaremos de tropezar con otros
paraguas.
Lali miró hacia el amplio camino, y a la fuente de
agua y luz rodeada de bancos.
—Sería perfecto si no fuera porque mis botas
nos esperan por allí —indicó tirando de nuevo de él. Gaston perdió la sonrisa cuando comprendió que «allí» era la peatonal. Recordó el escaparate lleno de calzado junto al
que había pasado
horas vigilando la tienda de decoración. No podía volver allí en ese momento, se dijo a la vez que
sujetaba contra sí a Lali
para que cejara en su intento de arrastrarle.
—¿Es
imprescindible que las miremos hoy? —preguntó con esperanza aún de convencerla.
—Tiene
que ser hoy, mi amor. ¡Anda, me interesa mucho tu opinión! —Esta vez agarró la cazadora de cuero para tirar con
fuerza.
Riendo como una
niña, salió del cerco de protección del paraguas. La lluvia comenzó a mojar su pelo negro, los hombros de su
abrigo y su rostro radiante. Gaston fingió sonreír mientras la observaba, la tomo de la
mano y la impulsaba para retornarla a su lado.
—Seguro
que no has pasado entre esos macizos de flores de noche y con lluvia —susurró, seductor, ciñéndola por la cintura—. Al menos no lo has hecho conmigo.
Lali apoyó la cabeza en su pecho y disfrutó de sus mimos.
—Me
agrada que me propongas algo tan romántico —musitó, y Gaston comenzó a recuperarse del sobresalto—. Pero lo haremos después de decidir lo de mis botas —dijo alzando el rostro y dándole un sonoro beso en los labios.
Él todavía la retuvo un instante. Lo último que deseaba era ver a Rocio
mientras llevaba a Lali del brazo, pero al parecer no podría evitarlo. Se resistió al nuevo tirón con el que ella intentó arrancarle del suelo. Finalmente dejó de insistir. Aceptó sin palabras. La estrechó por los hombros cuidando de que el
paraguas la cubriera por completo y avanzó preparándose para lo que sabía que sentiría al verla.
No vio las
botas. No atendió a las
explicaciones de Lali. Respondió con monosílabos cada vez que le pareció escuchar una pregunta.
No pudo apartar
los ojos de la tienda de enfrente.
En el interior
ya habían
encendido las luces y pudo verla con claridad tras el mostrador, explicando
algo a un hombre vestido con elegancia. «Sí», respondió a otra pregunta de Lali mientras
contemplaba a Rocio reír. «Sí», volvió a decir cuando apreció que acompañaba al cliente hasta la puerta. No tuvo
fuerzas para bajar el paraguas y ocultarse. Toda su energía había desaparecido en unos minutos. La observó estrechar la mano del tipo y despedirse
con una sonrisa. Y él volvió a responder con un «sí».
—Gracias,
mi amor —exclamó Lali—. Estaba casi segura de que elegirías esas.
Gaston miró hacia el escaparate y trató de centrarse, pero ya era tarde. Ni
siquiera supo de qué calzado habían estado hablando. Se frotó la nuca, confuso, y observó la expresión dichosa de Lali. Ella no merecía que la tratara con aquella
indiferencia. Se inclinó y la besó con suavidad en los labios para compensarla por lo
que acababa de hacer, pero sobre todo para perdonarse a sí mismo.
—Vamos —la oyó susurrar, y la rodeó con el brazo.
Se prometió que no se volvería a mirar atrás, pero su propósito se esfumó en cuanto comenzó a alejarse. Se volvió una vez y otra. Se volvió hasta que doblaron la esquina y la
tienda desapareció de su
vista.
Un rato después, habían cerrado el paraguas y se protegían junto al portal del piso de Lali. Ella
le había
pedido, de nuevo, que subiera a saludar a sus padres, a los que había visto un par de veces hacía años. En esta ocasión Gaston justificó su negativa aduciendo que estaba cansado
y que pasaría a
verlos cualquier otro día. Lali aceptó su decisión sin protestar. Creía saber que no se sentía preparado para presentarse ante ellos
como el novio de su hija. Le resultaba evidente que temía las ataduras afectivas igual que le
sobrecogían las
rejas físicas.
Era muy consciente de todas las inseguridades que Gaston había hecho suyas en la cárcel.
Para él era algo mucho más complejo que ni siquiera trataba de
explicarse. Sabía que
cualquier torpeza que cometiera le obligaría a cumplir entre muros lo que le quedaba
de condena. También
contaba lo que pretendía hacer para acabar con Rocio. Y, por qué negarlo, le coartaba sobremanera el que
no fuera amor lo que sentía por Lali. No podía mirar de frente a sus padres mientras
escondiera tantos sucios secretos, mientras no creyera que había dejado atrás su otra vida y que podía comenzar una nueva junto a su hija.
A pesar de lo
mucho que Lali insistió para que se llevara su paraguas floreado, Gaston se
fue sin él. No le
preocupaba la lluvia, que para esa hora descendía mezclada con minúsculos copos de nieve. Caminó sin molestarse en protegerse bajo los
aleros de los edificios, con las manos en los bolsillos de su cazadora y el que amenazaba con
convertirse en su eterno gorro de lana.
Se detuvo ante
la puerta abierta de un pequeño bar casi vacío. Recordó que su padre justificaba sus borracheras
diciendo que bebía para
olvidar, para ahogar sus penas en grados y grados de alcohol. Se preguntó si era cierto, si alguna vez, durante
algunos miserables minutos, su padre había arrinconado su desgracia hasta el punto
de olvidar quién era y
quiénes le necesitaban.
También él había intentado olvidar sin conseguirlo. Había probado con todo, excepto con la compañía de un vaso de cualquier clase de licor.
Desoyó a su sentido de la cordura y entró con decisión. Se sentó junto a la barra, en uno de los
extremos, y pidió un
whisky largo, sin hielo. Lo bebió deprisa, como si en verdad pretendiera emborracharse
hasta no recordar cuál era su nombre. Hizo un gesto al camarero para que
volviera a llenarle el vaso. Esta vez se paró a contemplar el líquido cobrizo mientras sacaba el paquete
de tabaco. Prendió un
cigarro y pensó en Rocio,
en lo sucio que había jugado desde el primer momento. Si su intención había sido acostarse con él para seguirle los pasos de cerca, ¿por qué no lo hizo la primera vez que se vieron,
o la segunda, o la tercera? ¿Por qué esperó hasta que él no pudo pensar en nada ni nadie que no fuera ella?
Aplastó con rabia el pitillo contra el cenicero.
Esa noche necesitaba algo fuerte que realmente adormeciera el cerebro. Cogió su vaso y lo bebió sin respirar. Sintió deslizarse fuego por su garganta y
alcanzar el estómago.
Aspiró con la
boca entreabierta para contrarrestar el ardor al tiempo que pedía que le llenaran de nuevo el vaso. No
reparó en la
mirada inquieta del camarero ni en su gesto de duda. Apoyó los codos en el mostrador y vagó la mirada por las botellas ordenadas en
las baldas de la pared.
Recordó la tarde de aquel sábado, un sábado diferente.
Ha decidido
hacer algo para acabar con la rutina de verla una sola vez a la semana, con el
castigo de echarla de menos durante siete interminables días, con la tortura de necesitarla y no
tenerla nunca.
La espera en la
puerta en lugar de hacerlo, como de costumbre, en el rincón del fondo.
—Cambiemos
el café por un
paseo —le pide
apenas llega, y ella acepta con su tierna sonrisa de ángel.
Recorren la
calle, pasan junto a la plaza, donde avista a su hermano, que fuma y ríe junto a un grupo de chicos de su edad,
y continúan hasta
el parque. Al principio caminan en silencio. Después ella comienza a hablar de cine, de películas en blanco y negro, de Casablanca.
A Gaston le turba
andar a su lado, bien cerca, queriendo creer que a ella le ocurre lo mismo. A
veces, sus manos se rozan en el espacio que queda entre los vaqueros de él y la falda de ella. Entonces se queda
sin aire y durante unos minutos vuelve a reinar el silencio.
Ya en el parque,
la conduce por uno de los senderos. Busca intimidad. Una intimidad no demasiado
evidente ni demasiado solitaria ni demasiado oscura. Aquel pasillo circular le
parece perfecto: abierto al exterior, pero con numerosas columnas que lo separan
del resto del parque y un techo tejido con las ramas verdes de las glicinias.
Han recorrido
media galería cuando
él se decide a dejar a un lado los
sentimientos ficticios de las películas para hablar de otros reales. Los suyos.
—Tengo
que decirte algo.
No es lo que
dice, sino el modo susurrado y dulce en que lo dice, lo que despierta la alerta
en Rocio. Él va a declararse, piensa, y ella no puede aceptarle por más que desee hacerlo.
—¿Sobre Casablanca? —bromea fingiendo tranquilidad.
Gaston sonríe. Camina hacia la columna en la que ella
se ha detenido.
—Sabes
que no. Creo que hasta intuyes de qué quiero hablarte. —Se para y la mira a los ojos—. Bromeas o cambias de conversación cada vez que trato de desnudar mis
sentimientos. Por eso te he traído aquí —reconoce alzando los hombros y escondiendo las manos
en los bolsillos de su cazadora—. Porque yo no puedo seguir así.
—Así, ¿cómo? —pregunta aun cuando ha entendido lo que
dice y cuando lo único que
desea hacer es acercarse a él y besar la sonrisa torpe que dibuja su boca.
—Así, como hasta ahora —indica sin dejar de mirarla—. Viéndote unas horas cada sábado y muriendo el resto de la semana por
no saber dónde estás o si volverás a nuestra siguiente cita.
—¿Desconfías de mí? —pregunta apoyando la espalda sobre las
rugosas ramas de la glicinia que ascienden rodeando la columna.
—Confío en ti —susurra avanzando de nuevo hasta rozarla
con su aliento—. Pero
me vuelvo un maldito paranoico cuando no puedo verte. Y son demasiados los días que me privas de tu presencia.
También ella se priva de la suya, piensa Rocio,
que le cuesta la vida vigilarle cada día a distancia sin ceder a la tentación de acercarse. Verse con él de vez en cuando ya es un alto riesgo
que no debería estar
corriendo.
—Tal vez
podamos quedar también a mitad de semana... —comienza a proponer con inconsciencia.
—No me
has entendido. O tal vez sí. —Ladea el rostro con un gesto de complicidad—. Quiero verte los lunes, los martes, los
miércoles... Quiero verte todos los días del resto de mi vida.
Ella sonríe y se retira el pelo sujetándolo tras la oreja. Tiembla de arriba
abajo. Se aplasta contra la columna a pesar de que hace rato siente que se le
clavan en la espalda las ásperas ramas de la enredadera.
—¿No estás...? —Se le escapa una risa temblorosa—. ¿No estás corriendo demasiado?
—Sí. Puede que tengas razón —reconoce—. Pero es que tú vas tan despacio que me atormentas.
—Yo creo
que... estamos bien así —musita con el corazón palpitándole en la garganta.
—No —susurra traspasándola con los ojos—. No. No estamos bien. Yo no estoy bien —precisa—. Necesito verte más, pero sobre todo necesito saber si
sientes algo por mí.
—Me gusta
estar contigo —dice
bajando y ocultándole la
mirada.
—¿Solo
eso? —Coloca
las yemas de dos dedos bajo su barbilla y la alza con suavidad. Le parece que
sus ojos grises titilan como estrellas—. Entonces son mis ganas las que me hacen
ver ese brillo en tus ojos cuando me miras. —Sus palabras suenan como un susurro tenue—. Son mis ganas las que me hacen verte
temblar cuando te rozo, como veo que tiemblas ahora. Son mis ganas las que me
dicen que a veces te quedas sin voz, que te vibra la risa, que se te encienden
las mejillas. Son mis ganas de descubrir cualquier detalle que me indique que
sientes algo por mí. Son
mis ganas de ver lo que no existe las que me están volviendo loco.
Rocio se queda
inmóvil, imaginando que extiende los brazos y
se cuelga de su cuello diciéndole que le ama, que es el hombre más maravilloso que ha conocido y que le amará por toda la eternidad. En cambio, con
voz apagada dice lo que a ella misma le parece una estupidez.
—Tenemos...
una bonita amistad. No la mezclemos con cosas que puedan estropearla.
Gaston apoya la
mano en el borde de ladrillos rojos, sobre la cabeza de Rocio. Sigue con la
mirada la cenefa azul que surca por el centro de la columna, desde la base
hasta el techo de ramas y hojas, tratando de recuperarse de la herida que le ha
abierto lo de «bonita
amistad».
—No
necesito más amigas
—musita volviendo su atención a Rocio—. Y desde luego no necesito tener como
amiga a la mujer que me roba el sueño.
—Pues,
no... —traga
saliva y clava los dedos en la correa de su bolso—, no se me ocurre otra solución.
—¿De
verdad no hay sitio para mí en tu vida? —susurra tan cerca de ella que puede
escucharla respirar.
—No lo sé —dice sin atreverse a mirarle—. De verdad que no lo sé. —Coge aire y lo expele despacio por la
boca entreabierta.
—¿Qué pasa? —pregunta intranquilo—. Dime qué temes. —Ella le escucha en silencio—. A veces presiento que hay algo en mí que te provoca desconfianza. Dímelo. Déjame saber qué te preocupa y yo aclararé tus dudas.
«Ahora o
nunca», piensa
Rocio. Pero no se atreve. Por más que quiere negárselo, él sigue siendo un trabajo. No puede
confesarle que es policía ni hablarle de la operación en la que está participando. Ya son suficientes las
normas que ha incumplido para estar cerca de él.
—No estaría aquí, contigo, si no creyera en ti —reconoce con timidez—. Pero... tengo miedo de que esto no
salga bien.
—¡¿De que
no salga bien?! —exclama
con alivio—. ¿Y cómo lo sabrás si no te arriesgas? Te amo. Te amo como
jamás pensé que llegaría a amar a nadie. Tuviste que aparecer en
mi vida para enseñarme que
el amor no era lo que yo creía, sino esto que estoy sintiendo por ti.
—¿Qué sientes por mí? —pregunta tan esperanzada como temerosa.
—No es fácil de explicar con palabras. —Peina con dedos torpes su melena clara—. Me falta el aire cuando te veo llegar y
siento que muero cuando te despides. Estás en mi pensamiento cada segundo del día y en mis sueños durante todas las noches. Daría... —suspira mirándola a los ojos—, daría la mitad de mi vida si con ello pudiera
asegurarme de que pasaría la otra media contigo.
Una felicidad
enorme e inquieta se instala en el pecho de Rocio, que siente que le abandonan
las fuerzas. Despide el aire de un único golpe, como si hasta su aliento hubiera escapado
de su control. Que Gaston la ame de esa forma la llena de dicha, pero también de un racional y justificado miedo.
—Me
asustas —confiesa
aun cuando no puede revelarle todos sus motivos—. Quien es capaz de amar con esa
intensidad, puede odiar de la misma manera.
—Yo no
odio. No he odiado ni odiaré jamás a nadie. Además —dice riendo—, necesito todas mis fuerzas para amarte.
Te aseguro que no soy un tipo peligroso.
—No —manifiesta ella, tan bajo que parece que
se lo dice a sí misma—. No creo que lo seas.
—Entonces,
¿cuál es el problema? —musita al tiempo que le roza los mechones
que le descansan en la sien—. Si me lo dices tal vez pueda solucionarlo.
—Puede
que ninguno —reconoce
con una sonrisa tímida.
Gaston percibe
su flaqueza igual que a veces nota sus dudas. Contiene el aliento mientras
desliza los dedos por la finura del cabello hasta alcanzarle el hombro.
—Me muero
por besarte —susurra
acercándose
hasta que ni el aire puede circular entre su cuerpo y el de ella—. ¿Me das tu permiso? —Rocio duda con sus últimas fuerzas—. ¿Puedo? —vuelve a preguntar con un suave hilo de
voz.
Se inclina
despacio al verla suspirar. Le roza los labios con los suyos. No puede
discernir quién de los
dos tiembla con más
intensidad. Tal vez él mismo, se dice cuando no puede mantener las manos
firmes al rozar la suave piel de su cuello, al internar los dedos por el
nacimiento de su pelo rubio, al acariciarle con los pulgares las mejillas, al
sujetarle el rostro para besarla con toda la ternura que puede reunir para que
ella no quiera separarse nunca de él. No la suelta hasta que se queda sin aire, hasta que
el deseo le encoge el estómago y el corazón le golpea el pecho como si le faltara
espacio.
—Te
quiero —musita Rocio,
vencida, cuando se mira en sus ojos verdes que brillan tan emocionados como los
suyos.
Esta vez es ella
quien busca sus labios. Le coge de las solapas de la cazadora y lo atrae hacia
sí. En ese momento todos sus temores
desaparecen. Solo están él, ella y la verdad que le confesará en cuanto encuentre el momento apropiado.
De nuevo la
falta de aliento les obliga a separarse. Gaston toma la mano de Rocio y la posa
sobre su corazón, que
sigue acometiendo con fuerza en busca de una morada más amplia.
—Esto es
por ti —susurra
adorándola
con los ojos—. Late
solo por ti y se detendrá si algún día dejas de amarme.
Gaston golpeó con el puño cerrado sobre la madera de la barra del
bar mientras recordaba aquella maldita frase: «Se detendrá si algún día dejas de amarme.» ¡Como si ella le hubiera amado alguna vez!
se dijo al tiempo que bajaba los ojos y se encontraba con que le habían rellenado su vaso de whisky. Lo observó unos instantes preguntándose cuántos de ellos serían necesarios para adormecer por completo
el cerebro de un hombre.
«Se
detendrá si algún día dejas de amarme», musitó en aquel mismo instante Rocio mientras
rozaba las hojas de glicinia dibujadas en una de las piezas de tela. Se había quedado sola en la trastienda,
ordenando tejidos, y había vuelto a recordar el momento en el que Gaston se le
declaró. Lo hacía a menudo. Pensaba en sus dulces
palabras de amor y se preguntaba si un corazón podría dejar de latir al sentirse traicionado.
Ahora, tras su encuentro, sabía que el corazón de Gaston se había revestido de una infranqueable capa fría y dura, y le dolía asumir que lo hubiera hecho en el
momento en el que dejó de creerla y comenzó a odiarla.
en serio me azes sufrir con la novela kiero k se arreglen o k aclaren algo y k sebesen tambien no seas malaaaaa
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