lunes, 25 de junio de 2012

Antes y despues de odiarte capitulo 12


Cuando andaban uno al lado del otro, sin rozarse, no lo hacían a la par durante mucho tiempo. Gaston aceleraba, sin ser consciente de ello, y terminaba dejando atrás a Lali. Ella se aturdió la primera vez que se vio incapaz de seguirle el paso. Él le pidió perdón. Le explicó que era algo que hacía de modo reflejo. Había dado cientos de paseos en el patio de la prisión, siempre al mismo ritmo, casi siempre solo, como un cuerpo al que le hubieran incorporado un piloto automático. Tenía que estar muy pendiente para no tomar, también ahora, aquel rápido y obsesivo ritmo. Por eso, mantener el paso lento de Lali le gustaba y sentía que le hacía bien. Ella le retenía con un beso y una sonrisa cada vez que apreciaba que le rebasaba un poco.

—¿Por qué dice Peter que tienes que probar la llave en casa de... se negó a nombrarla, de esa?

Al parecer funciona en un noventa por ciento de las cerraduras convencionales respondió Gaston. No puedo arriesgarme a llegar allí el día D, con todo preparado, y no poder abrir la puerta. Cuando consiga el paquete será para deshacerme cuanto antes de él, no para tenerlo en casa ni pasearlo de un lado a otro como un inconsciente.

—¿Y si compruebas que no va? preguntó con preocupación.

—Él me enseñará otro método. Tranquila le susurró al oído. Conoce unos cuantos y de un modo u otro daremos con el apropiado para la cerradura que ella tenga.

Lali le había pedido, incontables veces, que desistiera de esa locura. Esta vez se mordió la lengua y calló. Presentía que sus súplicas volverían a resbalar por sus oídos sordos. De haber intuido que ya se había encontrado con Rocio, la preocupación le hubiera llevado a insistirle sin ninguna tregua.

—¿Cómo sabe tanto sobre estas cosas? interrogó sin importarle mostrar desconfianza.

Ha tenido amigos de todas las calañas. El que se la lio con el aval bancario le enseñó los secretos de las cerraduras, a hacer el puente en un coche sonrió recordando el comentario de Peter. Bromea diciendo que nunca se sabe cuándo vas a necesitar hacer uso de alguna de esas habilidades. Pero es un tío legal. Eso puedo asegurártelo.

Pasaban ante el edificio de la Diputación cuando ella le dijo que quería enseñarle unas botas en un escaparate. Aseguró que no las había comprado porque dudaba entre unas con cremallera delantera y otras que simulaban atarse con una hilera de pequeños botoncitos. Gaston la estrechó más fuerte y le besó el cabello diciendo que estaría encantado de ayudarla en la elección, y que sería un placer hacerlo también con ropa interior si lo necesitaba.

—¿Tendrías paciencia para ver cómo me pruebo un modelo tras otro? preguntó con voz melosa. Él le revolvió el pelo con el rostro hasta encontrar su oreja, donde le susurró:

Una paciencia infinita.

Lali aún reía cuando, en la plaza, intentó girar a la izquierda. Él la atrajo hacia sí para corregir el rumbo y continuar de frente, por el semáforo que llevaba al centro de la plaza. Se detuvieron en tierra de nadie tirando cada cual hacia un lado diferente.

Crucemos en línea recta propuso Gaston señalando el camino en medio del aburguesado jardín que cubría el centro de la rotonda. Hay menos gente y dejaremos de tropezar con otros paraguas.

Lali miró hacia el amplio camino, y a la fuente de agua y luz rodeada de bancos.

Sería perfecto si no fuera porque mis botas nos esperan por allí —indicó tirando de nuevo de él. Gaston perdió la sonrisa cuando comprendió que «allí» era la peatonal. Recordó el escaparate lleno de calzado junto al que había pasado horas vigilando la tienda de decoración. No podía volver allí en ese momento, se dijo a la vez que sujetaba contra sí a Lali para que cejara en su intento de arrastrarle.

—¿Es imprescindible que las miremos hoy? preguntó con esperanza aún de convencerla.

Tiene que ser hoy, mi amor. ¡Anda, me interesa mucho tu opinión! Esta vez agarró la cazadora de cuero para tirar con fuerza.

Riendo como una niña, salió del cerco de protección del paraguas. La lluvia comenzó a mojar su pelo negro, los hombros de su abrigo y su rostro radiante. Gaston fingió sonreír mientras la observaba, la tomo de la mano y la impulsaba para retornarla a su lado.

Seguro que no has pasado entre esos macizos de flores de noche y con lluvia susurró, seductor, ciñéndola por la cintura. Al menos no lo has hecho conmigo.

Lali apoyó la cabeza en su pecho y disfrutó de sus mimos.

Me agrada que me propongas algo tan romántico musitó, y Gaston comenzó a recuperarse del sobresalto. Pero lo haremos después de decidir lo de mis botas dijo alzando el rostro y dándole un sonoro beso en los labios.

Él todavía la retuvo un instante. Lo último que deseaba era ver a Rocio mientras llevaba a Lali del brazo, pero al parecer no podría evitarlo. Se resistió al nuevo tirón con el que ella intentó arrancarle del suelo. Finalmente dejó de insistir. Aceptó sin palabras. La estrechó por los hombros cuidando de que el paraguas la cubriera por completo y avanzó preparándose para lo que sabía que sentiría al verla.

No vio las botas. No atendió a las explicaciones de Lali. Respondió con monosílabos cada vez que le pareció escuchar una pregunta.

No pudo apartar los ojos de la tienda de enfrente.

En el interior ya habían encendido las luces y pudo verla con claridad tras el mostrador, explicando algo a un hombre vestido con elegancia. «Sí», respondió a otra pregunta de Lali mientras contemplaba a Rocio reír. «Sí», volvió a decir cuando apreció que acompañaba al cliente hasta la puerta. No tuvo fuerzas para bajar el paraguas y ocultarse. Toda su energía había desaparecido en unos minutos. La observó estrechar la mano del tipo y despedirse con una sonrisa. Y él volvió a responder con un «sí».

Gracias, mi amor exclamó Lali. Estaba casi segura de que elegirías esas.

Gaston miró hacia el escaparate y trató de centrarse, pero ya era tarde. Ni siquiera supo de qué calzado habían estado hablando. Se frotó la nuca, confuso, y observó la expresión dichosa de Lali. Ella no merecía que la tratara con aquella indiferencia. Se inclinó y la besó con suavidad en los labios para compensarla por lo que acababa de hacer, pero sobre todo para perdonarse a sí mismo.

Vamos la oyó susurrar, y la rodeó con el brazo.

Se prometió que no se volvería a mirar atrás, pero su propósito se esfumó en cuanto comenzó a alejarse. Se volvió una vez y otra. Se volvió hasta que doblaron la esquina y la tienda desapareció de su vista.

Un rato después, habían cerrado el paraguas y se protegían junto al portal del piso de Lali. Ella le había pedido, de nuevo, que subiera a saludar a sus padres, a los que había visto un par de veces hacía años. En esta ocasión Gaston justificó su negativa aduciendo que estaba cansado y que pasaría a verlos cualquier otro día. Lali aceptó su decisión sin protestar. Creía saber que no se sentía preparado para presentarse ante ellos como el novio de su hija. Le resultaba evidente que temía las ataduras afectivas igual que le sobrecogían las rejas físicas. Era muy consciente de todas las inseguridades que Gaston había hecho suyas en la cárcel.

Para él era algo mucho más complejo que ni siquiera trataba de explicarse. Sabía que cualquier torpeza que cometiera le obligaría a cumplir entre muros lo que le quedaba de condena. También contaba lo que pretendía hacer para acabar con Rocio. Y, por qué negarlo, le coartaba sobremanera el que no fuera amor lo que sentía por Lali. No podía mirar de frente a sus padres mientras escondiera tantos sucios secretos, mientras no creyera que había dejado atrás su otra vida y que podía comenzar una nueva junto a su hija.

A pesar de lo mucho que Lali insistió para que se llevara su paraguas floreado, Gaston se fue sin él. No le preocupaba la lluvia, que para esa hora descendía mezclada con minúsculos copos de nieve. Caminó sin molestarse en protegerse bajo los aleros de los edificios, con las manos en los bolsillos de su cazadora y el que amenazaba con convertirse en su eterno gorro de lana.

Se detuvo ante la puerta abierta de un pequeño bar casi vacío. Recordó que su padre justificaba sus borracheras diciendo que bebía para olvidar, para ahogar sus penas en grados y grados de alcohol. Se preguntó si era cierto, si alguna vez, durante algunos miserables minutos, su padre había arrinconado su desgracia hasta el punto de olvidar quién era y quiénes le necesitaban.

También él había intentado olvidar sin conseguirlo. Había probado con todo, excepto con la compañía de un vaso de cualquier clase de licor.

Desoyó a su sentido de la cordura y entró con decisión. Se sentó junto a la barra, en uno de los extremos, y pidió un whisky largo, sin hielo. Lo bebió deprisa, como si en verdad pretendiera emborracharse hasta no recordar cuál era su nombre. Hizo un gesto al camarero para que volviera a llenarle el vaso. Esta vez se paró a contemplar el líquido cobrizo mientras sacaba el paquete de tabaco. Prendió un cigarro y pensó en Rocio, en lo sucio que había jugado desde el primer momento. Si su intención había sido acostarse con él para seguirle los pasos de cerca, ¿por qué no lo hizo la primera vez que se vieron, o la segunda, o la tercera? ¿Por qué esperó hasta que él no pudo pensar en nada ni nadie que no fuera ella?

Aplastó con rabia el pitillo contra el cenicero. Esa noche necesitaba algo fuerte que realmente adormeciera el cerebro. Cogió su vaso y lo bebió sin respirar. Sintió deslizarse fuego por su garganta y alcanzar el estómago. Aspiró con la boca entreabierta para contrarrestar el ardor al tiempo que pedía que le llenaran de nuevo el vaso. No reparó en la mirada inquieta del camarero ni en su gesto de duda. Apoyó los codos en el mostrador y vagó la mirada por las botellas ordenadas en las baldas de la pared.

Recordó la tarde de aquel sábado, un sábado diferente.

Ha decidido hacer algo para acabar con la rutina de verla una sola vez a la semana, con el castigo de echarla de menos durante siete interminables días, con la tortura de necesitarla y no tenerla nunca.

La espera en la puerta en lugar de hacerlo, como de costumbre, en el rincón del fondo.

Cambiemos el café por un paseo le pide apenas llega, y ella acepta con su tierna sonrisa de ángel.

Recorren la calle, pasan junto a la plaza, donde avista a su hermano, que fuma y ríe junto a un grupo de chicos de su edad, y continúan hasta el parque. Al principio caminan en silencio. Después ella comienza a hablar de cine, de películas en blanco y negro, de Casablanca. A Gaston le turba andar a su lado, bien cerca, queriendo creer que a ella le ocurre lo mismo. A veces, sus manos se rozan en el espacio que queda entre los vaqueros de él y la falda de ella. Entonces se queda sin aire y durante unos minutos vuelve a reinar el silencio.

Ya en el parque, la conduce por uno de los senderos. Busca intimidad. Una intimidad no demasiado evidente ni demasiado solitaria ni demasiado oscura. Aquel pasillo circular le parece perfecto: abierto al exterior, pero con numerosas columnas que lo separan del resto del parque y un techo tejido con las ramas verdes de las glicinias.

Han recorrido media galería cuando él se decide a dejar a un lado los sentimientos ficticios de las películas para hablar de otros reales. Los suyos.

Tengo que decirte algo.

No es lo que dice, sino el modo susurrado y dulce en que lo dice, lo que despierta la alerta en Rocio. Él va a declararse, piensa, y ella no puede aceptarle por más que desee hacerlo.

—¿Sobre Casablanca? bromea fingiendo tranquilidad.

Gaston sonríe. Camina hacia la columna en la que ella se ha detenido.

Sabes que no. Creo que hasta intuyes de qué quiero hablarte. Se para y la mira a los ojos. Bromeas o cambias de conversación cada vez que trato de desnudar mis sentimientos. Por eso te he traído aquí reconoce alzando los hombros y escondiendo las manos en los bolsillos de su cazadora. Porque yo no puedo seguir así.

Así, ¿cómo? pregunta aun cuando ha entendido lo que dice y cuando lo único que desea hacer es acercarse a él y besar la sonrisa torpe que dibuja su boca.

Así, como hasta ahora indica sin dejar de mirarla. Viéndote unas horas cada sábado y muriendo el resto de la semana por no saber dónde estás o si volverás a nuestra siguiente cita.

—¿Desconfías de mí? pregunta apoyando la espalda sobre las rugosas ramas de la glicinia que ascienden rodeando la columna.

Confío en ti susurra avanzando de nuevo hasta rozarla con su aliento. Pero me vuelvo un maldito paranoico cuando no puedo verte. Y son demasiados los días que me privas de tu presencia.

También ella se priva de la suya, piensa Rocio, que le cuesta la vida vigilarle cada día a distancia sin ceder a la tentación de acercarse. Verse con él de vez en cuando ya es un alto riesgo que no debería estar corriendo.

Tal vez podamos quedar también a mitad de semana... comienza a proponer con inconsciencia.

No me has entendido. O tal vez sí. Ladea el rostro con un gesto de complicidad. Quiero verte los lunes, los martes, los miércoles... Quiero verte todos los días del resto de mi vida.

Ella sonríe y se retira el pelo sujetándolo tras la oreja. Tiembla de arriba abajo. Se aplasta contra la columna a pesar de que hace rato siente que se le clavan en la espalda las ásperas ramas de la enredadera.

—¿No estás...? Se le escapa una risa temblorosa. ¿No estás corriendo demasiado?

Sí. Puede que tengas razón reconoce. Pero es que tú vas tan despacio que me atormentas.

Yo creo que... estamos bien así musita con el corazón palpitándole en la garganta.

No susurra traspasándola con los ojos. No. No estamos bien. Yo no estoy bien precisa. Necesito verte más, pero sobre todo necesito saber si sientes algo por mí.

Me gusta estar contigo dice bajando y ocultándole la mirada.

—¿Solo eso? Coloca las yemas de dos dedos bajo su barbilla y la alza con suavidad. Le parece que sus ojos grises titilan como estrellas. Entonces son mis ganas las que me hacen ver ese brillo en tus ojos cuando me miras. Sus palabras suenan como un susurro tenue. Son mis ganas las que me hacen verte temblar cuando te rozo, como veo que tiemblas ahora. Son mis ganas las que me dicen que a veces te quedas sin voz, que te vibra la risa, que se te encienden las mejillas. Son mis ganas de descubrir cualquier detalle que me indique que sientes algo por mí. Son mis ganas de ver lo que no existe las que me están volviendo loco.

Rocio se queda inmóvil, imaginando que extiende los brazos y se cuelga de su cuello diciéndole que le ama, que es el hombre más maravilloso que ha conocido y que le amará por toda la eternidad. En cambio, con voz apagada dice lo que a ella misma le parece una estupidez.

Tenemos... una bonita amistad. No la mezclemos con cosas que puedan estropearla.

Gaston apoya la mano en el borde de ladrillos rojos, sobre la cabeza de Rocio. Sigue con la mirada la cenefa azul que surca por el centro de la columna, desde la base hasta el techo de ramas y hojas, tratando de recuperarse de la herida que le ha abierto lo de «bonita amistad».

No necesito más amigas musita volviendo su atención a Rocio. Y desde luego no necesito tener como amiga a la mujer que me roba el sueño.

Pues, no... traga saliva y clava los dedos en la correa de su bolso, no se me ocurre otra solución.

—¿De verdad no hay sitio para mí en tu vida? susurra tan cerca de ella que puede escucharla respirar.

No lo sé dice sin atreverse a mirarle. De verdad que no lo sé. Coge aire y lo expele despacio por la boca entreabierta.

—¿Qué pasa? pregunta intranquilo. Dime qué temes. Ella le escucha en silencio. A veces presiento que hay algo en mí que te provoca desconfianza. Dímelo. Déjame saber qué te preocupa y yo aclararé tus dudas.

«Ahora o nunca», piensa Rocio. Pero no se atreve. Por más que quiere negárselo, él sigue siendo un trabajo. No puede confesarle que es policía ni hablarle de la operación en la que está participando. Ya son suficientes las normas que ha incumplido para estar cerca de él.

No estaría aquí, contigo, si no creyera en ti reconoce con timidez. Pero... tengo miedo de que esto no salga bien.

—¡¿De que no salga bien?! exclama con alivio. ¿Y cómo lo sabrás si no te arriesgas? Te amo. Te amo como jamás pensé que llegaría a amar a nadie. Tuviste que aparecer en mi vida para enseñarme que el amor no era lo que yo creía, sino esto que estoy sintiendo por ti.

—¿Qué sientes por mí? pregunta tan esperanzada como temerosa.

No es fácil de explicar con palabras. Peina con dedos torpes su melena clara. Me falta el aire cuando te veo llegar y siento que muero cuando te despides. Estás en mi pensamiento cada segundo del día y en mis sueños durante todas las noches. Daría... suspira mirándola a los ojos, daría la mitad de mi vida si con ello pudiera asegurarme de que pasaría la otra media contigo.

Una felicidad enorme e inquieta se instala en el pecho de Rocio, que siente que le abandonan las fuerzas. Despide el aire de un único golpe, como si hasta su aliento hubiera escapado de su control. Que Gaston la ame de esa forma la llena de dicha, pero también de un racional y justificado miedo.

Me asustas confiesa aun cuando no puede revelarle todos sus motivos. Quien es capaz de amar con esa intensidad, puede odiar de la misma manera.

Yo no odio. No he odiado ni odiaré jamás a nadie. Además dice riendo, necesito todas mis fuerzas para amarte. Te aseguro que no soy un tipo peligroso.

No manifiesta ella, tan bajo que parece que se lo dice a sí misma. No creo que lo seas.

Entonces, ¿cuál es el problema? musita al tiempo que le roza los mechones que le descansan en la sien. Si me lo dices tal vez pueda solucionarlo.

Puede que ninguno reconoce con una sonrisa tímida.

Gaston percibe su flaqueza igual que a veces nota sus dudas. Contiene el aliento mientras desliza los dedos por la finura del cabello hasta alcanzarle el hombro.

Me muero por besarte susurra acercándose hasta que ni el aire puede circular entre su cuerpo y el de ella. ¿Me das tu permiso? Rocio duda con sus últimas fuerzas. ¿Puedo? vuelve a preguntar con un suave hilo de voz.

Se inclina despacio al verla suspirar. Le roza los labios con los suyos. No puede discernir quién de los dos tiembla con más intensidad. Tal vez él mismo, se dice cuando no puede mantener las manos firmes al rozar la suave piel de su cuello, al internar los dedos por el nacimiento de su pelo rubio, al acariciarle con los pulgares las mejillas, al sujetarle el rostro para besarla con toda la ternura que puede reunir para que ella no quiera separarse nunca de él. No la suelta hasta que se queda sin aire, hasta que el deseo le encoge el estómago y el corazón le golpea el pecho como si le faltara espacio.

Te quiero musita Rocio, vencida, cuando se mira en sus ojos verdes que brillan tan emocionados como los suyos.

Esta vez es ella quien busca sus labios. Le coge de las solapas de la cazadora y lo atrae hacia sí. En ese momento todos sus temores desaparecen. Solo están él, ella y la verdad que le confesará en cuanto encuentre el momento apropiado.

De nuevo la falta de aliento les obliga a separarse. Gaston toma la mano de Rocio y la posa sobre su corazón, que sigue acometiendo con fuerza en busca de una morada más amplia.

Esto es por ti susurra adorándola con los ojos. Late solo por ti y se detendrá si algún día dejas de amarme.

Gaston golpeó con el puño cerrado sobre la madera de la barra del bar mientras recordaba aquella maldita frase: «Se detendrá si algún día dejas de amarme.» ¡Como si ella le hubiera amado alguna vez! se dijo al tiempo que bajaba los ojos y se encontraba con que le habían rellenado su vaso de whisky. Lo observó unos instantes preguntándose cuántos de ellos serían necesarios para adormecer por completo el cerebro de un hombre.

«Se detendrá si algún día dejas de amarme», musitó en aquel mismo instante Rocio mientras rozaba las hojas de glicinia dibujadas en una de las piezas de tela. Se había quedado sola en la trastienda, ordenando tejidos, y había vuelto a recordar el momento en el que Gaston se le declaró. Lo hacía a menudo. Pensaba en sus dulces palabras de amor y se preguntaba si un corazón podría dejar de latir al sentirse traicionado. Ahora, tras su encuentro, sabía que el corazón de Gaston se había revestido de una infranqueable capa fría y dura, y le dolía asumir que lo hubiera hecho en el momento en el que dejó de creerla y comenzó a odiarla.

1 comentario:

  1. en serio me azes sufrir con la novela kiero k se arreglen o k aclaren algo y k sebesen tambien no seas malaaaaa

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