Tras el
enfrentamiento con Rocio, el ánimo de Gaston se resintió. Tenía motivos para hacerlo. Se había dejado ver por ella, le había mostrado su odio y hasta le había hablado de devolverle ojo por ojo. Solo
le había
faltado detallarle su maldito plan, se dijo al tiempo que enterraba el rostro
en la almohada para ahogar un grito de rabia. No le quedaba ni el consuelo de
haberle arrojado todo el resentimiento que acumulaba, todo el desprecio que
ella merecía. Ya no
respiraba en paz, no descansaba. Tenía grabados en la mente sus ojos asustados, sus labios
temblorosos, su aspecto de ángel... de maldito ángel del infierno que se empeñaba en invadir sus pensamientos de modo
constante.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, frente a su taza con café frío, consumiendo un cigarro tras otro
sumido en el murmullo del ir y venir de la gente, en sus voces, en sus risas.
Solamente recordaba que la vio marchar y que ya no pudo apartar la mirada del
lugar por el que había desaparecido. Que se ahogó en un mar revuelto de pasiones
enfrentadas. Que cuando se puso en pie le dolían el cuerpo y el alma. Que cuando
atravesó la
puerta de salida recuperó el olor a azahar y la odió con todas sus fuerzas por lo que
continuaba haciéndole.
Cansado de dar
vueltas, abandonó la cama
de un salto y se puso el pantalón y una camiseta blanca. La casa ya tenía una temperatura aceptable. Era lo bueno
de los fines de semana, que podía aguardar entre mantas mientras la calefacción cumplía con su cometido. Cogió el tabaco de la mesilla y dejó que el delicioso olor a café le condujera hasta la cocina. Allí Peter preparaba lo que consideraba que
debía ser el perfecto desayuno de las mañanas sin prisa, como la de ese lunes
festivo.
—Buenos días —. Pero quien necesitaba apoyo era su espíritu, y sabía que para eso no existían puntales.
—Sí que van a ser buenos —respondió peter según terminaba de cuajar unos huevos
revueltos—. No
llueve ni parece que vaya a hacerlo. —Le miró un segundo—. Puede que así mejore también tu humor.
—A mi
humor no le ocurre nada —aseguró Gaston, al tiempo que entraba y se sentaba frente a
una taza de café
humeante y un plato con cuatro tiras de bacón.
Encendió un cigarro y recibió con satisfacción su primera dosis de nicotina. Si
hubiera sabido qué otra
cosa hacer para aplacar el desasosiego que le perseguía desde el sábado, lo hubiera hecho. No habría importado que la solución hubiera consistido en clavarse
alfileres bajo las uñas.
—¿No
puedes esperar hasta después del desayuno para empezar a envenenarte? —preguntó peter, que se acercó para distribuir el revoltijo amarillento
en los dos platos.
—Envenenarme
—repitió antes de llenarse los pulmones con otra
bocanada de humo—. ¡Hay tantas cosas que me envenenan y no
las abandono!
—. ¿Qué pasa? ¿Hay algo que no me estás contando?
—Nada que
no sepas. —Evitó mirarle para que no leyera en sus ojos
la mentira. No podía
hablarle de la insensatez que había cometido. Ya se sentía suficientemente mal. No necesitaba que
le dijera lo necio que había sido. Se lo repetía él mismo constantemente.
El día anterior apenas si había probado bocado en la comida y tampoco
había cenado. Se había sentido saciado de impotencia y
continuaba igual. Pero el hueco vacío de su estómago, insensible a su estado de ánimo, comenzaba a protestar.
Durante unos
minutos los dos comieron en silencio. Gaston lo hizo con el aire ausente y
perdido, con el que ya se había levantado el día anterior; su amigo lo hizo pensativo, a
ratos quizá tenso.
—¿Has
meditado lo que te propuse? —preguntó de pronto peter.
—No hay
nada que meditar, ya te lo dije.
—Está bien —aceptó con desgana—. Entiendo que no quieras acompañarnos. Aunque te haya prometido que no
discutiré con mi
padre, en el fondo los dos sabemos que acabaré haciéndolo. —Soltó un pequeño bufido—. No es agradable pasar la Navidad en
medio de una de nuestras broncas. Pero al menos acepta la invitación de lali —suplicó una vez más—. No tienes por qué estar solo esa noche.
—lali ya
lo ha entendido —dijo
recordando sus protestas—. Es sencillo: no hay familia, no hay Navidad. —Clavó el tenedor en la última tira de bacón—. Además, estos días no dejan de ser una estupidez.
Gaston tenía claro lo que quería. Lo mismo que venía haciendo durante años: estar solo y recordar a los suyos.
—Hay algo
que no entiendo —soltó peter con impaciencia—. Tienes a tu lado a una mujer fantástica que cualquier hombre desearía para sí. Una mujer que te quiere, que se desvive
por agradarte —opinó enojado—. Debería escapársete por los poros la felicidad que no
te cupiera dentro, pero no es así.
—No se
trata de ella. —Apartó su plato y cogió por el asa su taza de café—. Ella es lo mejor que tengo —confesó sin pudor—. El problema está en mí, pero terminará en cuanto me tome venganza —dijo ocultando su temor al imprevisible
rumbo que tras su estupidez podían tomar las cosas.
—¿Y por
qué no se queda alguna vez? —se atrevió a preguntar por fin peter—. Tú pasas en casa tres noches a la semana y
vuelves a dormir en la prisión los cuatro siguientes. No entiendo por qué sale a esas horas de tu cama para irse a
la suya. Me parece algo... —Calló al no encontrar palabras que no ofendieran—. No lo entiendo —repitió con impotencia.
—Tengo
mal dormir y tengo mal despertar —se justificó Gaston. Tomó un trago de su café y dejó la taza sobre la mesa. La conversación comenzaba a incomodarle.
—¿Has
olvidado lo que se siente al despertar abrazado a una mujer? —insistió Peter dejando el tenedor sobre su plato medio lleno—. Ese instante en el que abres los ojos y
la ves, y recuerdas cómo ha gemido para ti, y sabes que en unos momentos
volverá a
hacerlo.
—Ignoraba
que tuvieras ese punto romántico —interrumpió Gaston, que trató de reír pero no pudo—. Me sorprendes.
—Cuida lo
que has comenzado con lali —aconsejó consciente de que su amigo utilizaba la ironía como defensa—. Cualquier hombre mataría por una mujer como ella. Yo lo haría —precisó en voz baja y mirándole de soslayo.
Si esperaba una
reacción de
hombre celoso, no la encontró. Eso le molestó y le agradó sin saber cuál de los dos sentimientos era más intenso.
—Definitivamente
eres un romántico.
Yo también lo fui
—explicó Gaston mientras se levantaba y dejaba su
plato y su taza en el fregadero—. Pero no te preocupes. Esa es una enfermedad curable.
—Así que tú la has superado y te has convertido en
un cínico —comentó con intención de provocarle para que reaccionara como
creía que debía hacerlo.
—¿Crees
que es un mal cambio? —preguntó al tiempo que salía de la cocina y se dirigía a la ducha sin darle ocasión a responder.
«Despertar
con una mujer», se
repitió poco
después, inmóvil bajo el chorro de agua caliente. ¡Cómo no iba a recordar lo que era dormir y
despertar junto a una mujer! ¡Cómo no iba a hacerlo, si abrir los ojos y encontrarse
con los de rocio que le miraban con amor era lo más fascinante que le había tocado vivir! Por eso no quería que el amanecer le encontrara con
mejillas femeninas descansando en su almohada, ni con miradas dulces y
somnolientas ni con piernas enredadas en las suyas, aunque esas piernas fueran
las de lali. No quería evocar a rocio de ese modo. Su odio le desgarraba
las entrañas
cuando recordaba todo el amor y la dicha que había sentido al contemplarla cada mañana, a ella, la mayor y más cruel mentira de su vida.
También fue un
largo y duro fin de semana para rocio. No tuvo ánimos para pisar la calle ni siquiera
para comprar el pan o el periódico. Consumió gran parte del tiempo junto a la
ventana, oteando a lo lejos el puente levadizo, los jardines, el parquecito con
el tobogán rojo.
Temía y deseaba verlo aparecer. Desde su
encuentro, pensar en él le provocaba un cúmulo de sentimientos que nacían en la ternura para desembocar en el
miedo. Había estado
segura de que no volvería a verlo, y no porque no lo deseara ella o no lo
necesitara su corazón. Él se lo había dejado claro la última vez que se vieron en el pasado. Y
ella había vuelto
a recordar aquel momento.
Mientras
escrutaba el exterior buscando rastro de Gaston, había posado los dedos sobre
el cristal frío, había cerrado los ojos y se había encontrado ante otro cristal
mucho más grueso...
Espera a que él
aparezca al otro lado, arrepentida como nunca por no haberle contado la verdad
a tiempo, suplicando por que la crea y la perdone ahora, cuando va a explicarle
todo y a decirle que en su amor no ha mentido, que le ama con toda su alma y
así le amará siempre.
Le ve aparecer
acompañado por un guardia. No percibe sorpresa en su rostro por encontrarla
allí. No vislumbra ninguna emoción. En cambio, siente que su corazón sangra
mientras él se acerca frío y ausente como un cuerpo sin alma.
Coge con prisa el
teléfono intercomunicador. Sus manos tiemblan como las del que espera una
sentencia que cambiará su vida para siempre. Él lo coge al otro lado, más
despacio, como el que sabe que dispone de toda una eternidad vacía que jamás
podrá llenar con nada. La mira como si no la viera. Sus ojos verdes son tumbas
abiertas en las que no entra el sol. Ella puede oler su tristeza. Una tristeza
que ha acabado con el hombre que fue.
—Necesito que me
escuches un momento —le suplica mientras posa la mano en el cristal—. Yo no
tenía ni idea de lo que iba a ocurrir esa tarde en...
—Estás muerta
—dice sin ninguna expresión. Rocio se estremece—. No volveré a pensar en ti,
porque para mí estás muerta y enterrada bajo mil metros de la tierra más árida
que seas capaz de imaginar.
—Te amo —declara
ella con desgarro. Las lágrimas comienzan a deslizarse por sus mejillas—. Te
amo con toda la fuerza de mi corazón...
Él suelta el
teléfono para no seguir escuchándola. Continúa mirándola a los ojos al tiempo
que se levanta. Después le da la espalda.
Rocio puede
escucharle a través del auricular que sigue descolgado.
—¡Sacadme de
aquí! —grita como si se estuviera abrasando en el infierno—. ¡Quiero volver a
mi celda! ¡Sacadme de aquí!
Ella le mira
hasta que desaparece acompañado de un agente.
«Ya está», se
dice cuando se queda sola, con el teléfono en una mano y acariciando el cristal
con la otra. «Ya ha dictado su sentencia contra mí; estoy muerta y enterrada.»
Y fue así como se sintió en aquel momento y era así como se sentía ahora,
después de cuatro años, mientras rozaba el cristal tras el que esperaba y temía
verle aparecer.
El teléfono sonó incontables veces durante el domingo y
el lunes, pero no se molestó en cogerlo. ¡Para qué hacerlo, si no quería hablar con nadie, no quería escuchar a nadie, no quería ver a nadie! El dolor era suyo. Comenzó a serlo cuando un día se miró en los ojos verdes de Gaston y comprendió que se estaba enamorando sin remedio,
cuando dejó que le
abrigara el alma con palabras de amor, cuando a pesar de amarlo continuó vigilándole sin que él lo supiera. Por eso, ese fin de semana
más que nunca, su casa fue el refugio en el
que nadie pudo encontrarla. Tan solo la pena que vivía instaurada en su corazón.
Después de dos días y tres noches de lágrimas, el martes despertó deprimida y sin fuerzas para abandonar
la cama. Tenía un
fuerte dolor de cabeza provocado por la tensión y los llantos. Sin ánimos para nada, comprendió que no podía presentarse en la tienda con aquel
aspecto de muerta en vida.
Hizo un esfuerzo
por levantarse y llegar hasta la cocina para llamar a Mery. Le contó lo del dolor de cabeza, pero omitió el resto de la historia. Le dijo que
necesitaría todo
el día para
reponerse. Después se
sentó junto a
la mesa y se tomó una
aspirina con medio vaso de agua.
No había vuelto a la cama cuando sonó su teléfono móvil. Era Pablo, preocupado porque no había sabido de ella en todo el fin de
semana.
—No me
has cogido el teléfono
desde el sábado por
la noche —insistió—. ¿Te ha ocurrido algo? —preguntó con preocupación.
—Pablo, ¡por Dios! —Se levantó y fue hacia la ventana—. No es más que una jaqueca.
—De
acuerdo —aceptó resignado—. No te agobio con más preguntas. Te dejo para que duermas y
te recuperes cuanto antes. Te llamo esta noche —dijo con cariño.
—Mejor
espera a que llame yo —respondió cerrando los ojos—. Lo haré cuando se me pase.
rocio volvió a asegurarle que todo estaba bien y que
estaría aún mejor después de un buen sueño. Le dijo que le emocionaba su
preocupación, pero
también le
pidió que se
relajara de vez en cuando.
Tras colgar, no
se apartó de la
ventana, el lugar en el que había pasado más tiempo durante las últimas horas preguntándose dónde estaba él, qué hacía ahora que había recuperado una parte de su libertad.
Volvió a
contemplar los jardines, los bancos, el parquecito con el tobogán rojo. Suspiró con desánimo y, de pronto, su semblante triste se
descompuso. En unas décimas de segundo pasaron por su mente todas las veces
en las que había
encontrado a Pablo en los alrededores de su portal, con actitud vigilante,
observando repetidamente esos lugares que ella misma cuidaba desde que sabía que Gaston estaba libre. «Deformación profesional», había llamado él a ese gesto de mirar hacia los lados
con insistencia. Con demasiada insistencia, pensaba ahora.
No podía ser. Suspiró y se frotó con los dedos su rostro cansado. Se
negaba a aceptar lo que de pronto le había llegado a la mente. pablo no podía saber que Gaston estaba en libertad. Si
lo hubiera sabido lo habría comentado con ella; eran amigos... Pero también era cierto que él nunca había inspeccionado a su alrededor con la
obstinación con la
que venía haciéndolo las últimas semanas.
salió hirviendo de indignación.
.
—¿Por qué no me avisaste? —bramó ella, al tiempo que cerraba con un portazo
y se acercaba a la mesa—. ¿Qué pretendías al ocultármelo?
.—¡Maldito!
—resopló como un animal rabioso—. Se ha atrevido a presentarse ante ti. ¡Por eso estás mal!
—Sabías que ocurriría. Has pasado días enteros vigilando mi casa, vigilándome a mí mientras me hacías creer que mirabas alrededor por «mera costumbre» —acentuó con ironía.
—Quería protegerte. —Se disculpó fingiendo un poco de calma—. Sabes que siempre lo hago.
—¿Protegerme?
Lo único que tenías que haber hecho era decirme que él ya estaba en la calle. Nada más. ¡No necesito protección! —clamó con impotencia.
—Soy muy
consciente de todo lo que has sufrido por su causa —comentó con suavidad—. No quería que volvieras a recordarle. Me pareció más prudente vigilar hasta cerciorarme de
que él no te
buscaba. Te juro que terminé creyendo que no lo haría. Pero no te preocupes. Me aseguraré de que no vuelva a molestarte.
—¡No te
atrevas a hacer nada! —gritó—. No ha sido él quien me ha buscado. Nuestro encuentro
fue del todo casual, en la calle en la que vive. Y fui yo quien di con él.
—¿Casual?
—preguntó, de nuevo exaltado—. ¿Estás segura de que fue casual? No seas
ingenua. Él ya no
vive en esa calle.—Ella
abrió los
ojos con asombro—. Es muy
listo. Te aseguro que si tú le encontraste fue porque él quiso que lo hicieras.
—No lo
creo —musitó sin ninguna firmeza—. Él tomaba un café cuando entré. Durante un buen rato ni siquiera fue
consciente de que yo estaba allí, a su espalda.
—¿Recuerdas
lo que te dije cuando te adjudiqué su seguimiento en la operación?
Rocio asintió y volvió a verse en aquella noche que no olvidaría nunca.
Pablo ha aparcado
cerca del portal del sospechoso. Ha anochecido mientras aguardan a que salga de
casa para que ella pueda echarle un primer vistazo. Hace poco que él le ha
confesado que la ama su respuesta ha sido que le conceda un poco de tiempo para
analizar si lo que siente por él es amor o simple admiración.
—Ése es —dice el
comisario cuando el sujeto aparece en el portal—. El de pelo claro.
Ella le mira. Es
alto, delgado. Viste pantalón negro y una camiseta blanca bajo la que se
adivinan hombros anchos y marcados músculos.
—No tiene aspecto
de delincuente —opina ante la imagen atractiva y seductora.
—No te fíes de él
—aconseja Pablo—. Síguele de cerca pero, por favor, no te confíes. Es un
pringado que está al final de la cadena, pero no sabemos lo peligroso que puede
ser. Cualquiera que trate con alguien como Carmona es un delincuente sin
escrúpulos.
El sospechoso
camina por la acera con paso lento y firme, en actitud relajada, y ella contempla
todos sus movimientos. Deduce que algo agradable le debe de cruzar por la mente
en el instante en el que está a la altura del vehículo, porque su boca se curva
en una fascinante sonrisa.
—Es guapo
—comenta mientras ella misma se echa a reír—. Es muy, muy guapo.
—Vuelvo a repetir
que no te fíes de él. La buena pinta no es garantía de nada. Los mayores
cabrones que conozco llevan traje y corbata, y se hacen llamar don.
—No te preocupes.
—Ella le mira en el momento en el que el hombre sale de su campo de visión—.
Tendré cuidado, como siempre. ¿O es que no te fías de mí? —pregunta en tono de
broma.
—Te confiaría mi
vida —susurra con ternura—. Sin dudarlo ni un instante. Pero te quiero, y eso
hace que a veces me preocupe en exceso.
El sonido del
teléfono que había sobre la mesa la sobresaltó sacándola de sus pensamientos. Pablo dejó que sonara. Tenía toda su atención puesta en el rostro silencioso y
preocupado de Rocio. Se levantó y rodeó el escritorio para acercarse a ella.
—Permíteme que le pare los pies —dijo con suavidad—. No me obligues a contemplar con
impotencia cómo te
destroza de nuevo.
Ella negó con un movimiento casi imperceptible de
cabeza.
—Me
destrocé yo
misma, no lo olvides. De todos modos, ¿cómo supiste que estaba en libertad? ¿Cómo sabes dónde vive?
—Pedí que me mantuvieran informado. —La contempló en silencio, recordando lo doloroso que
fue saberla en brazos de aquel tipo—. Él no fue otro de tus trabajos. Siempre presentí que una vez que estuviera libre te
buscaría. —Sonrió al añadir con ternura—: No eres mujer a la que se olvide fácilmente.
—Debiste
decírmelo —le amonestó dolida—. De haberlo sabido no me habría acercado a los sitios que él frecuentaba —dijo sin mucha seguridad.
—No sigas
pensando que ha sido coincidencia. Él te ha buscado —afirmó sin vacilar—. Pero te juro que no volverá a hacerlo.
—Quiero
que le dejes en paz —pidió mirándole a los ojos—. No pretende verme, estoy segura. No
obstante, si por alguna extraña razón llego a necesitar ayuda, te aseguro que te la pediré.
—Está bien. —Pablo le acarició la mejilla con los dedos—. Se hará a tu manera, pero con una condición. —Ella pestañeó, atenta—. Si vuelve a acercarse a ti me lo dices
aunque creas que no necesitas defensa, aunque pienses que le has visto por puro
accidente.
Rocio asintió sin titubeos y, aunque enojada, se pegó a él para que la consolara como solía hacerlo. Él la estrechó entre sus brazos y apoyó la mejilla en su cabellera. Mientras
tanto, él se
reafirmaba en su intención de no permitir que nadie volviera a lastimarla jamás. A él no le iba eso de esperar
acontecimientos, de confiar en que las cosas no ocurrieran. Él era partidario de afrontarlas cuando aún tenían solución. Opinaba que la prevención evita mucho sufrimiento innecesario. Más ahora, cuando quien estaba en riesgo
era Rocio. Su rocio.
adaptacion del libro A.Iribika
muy buen capitulo pero no me gusta nada pablo y pobre ro lo k esta sufriendo kiero otro reencuentro de los rubios espero k pablo no le haga nada a gas x k si no muy mal jajaja besos segui subiendo
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