domingo, 10 de junio de 2012

Antes y despues de odiarte capitulo 9


De los fenómenos meteorológicos que Rocio conocía, era, sin duda, la nieve la que más le atraía. Esa noche de viernes el aire soplaba recio. Los pequeños copos se mecían a ritmo de vals bajo las luces brillantes de la ciudad. Pero en su mente no sonaba ninguna melodía, sino que continuaba ocupada en preocupaciones y recuerdos.No acostumbraba a llegar tarde a casa, pero por segundo día consecutivo, Mery  y ella tuvieron trabajo en el almacén. Cruzó la ría por el puente y descendió la escalera de caracol. Continuaba por la acera que la conducía a casa cuando algo llamó su atención y le hizo levantar el paraguas para otear al frente. Eran las inconfundibles luces azules de un coche, y calculó que estaban a la altura de su vivienda.

Las fuerzas le flaquearon al presentir una desgracia y aun así pudo acelerar el paso.. Todo lo pensó, menos lo que percibió cuando todavía le quedaban unos metros para llegar. Dos policías tenían inmovilizado a un sujeto de ropa oscura y gorro de lana.

El mismo corazón que a veces no se encontraba se aceleró hasta dejarla sin aliento. Sabía quién era ese hombre. Lo supo sin necesidad de verle el rostro y antes de distinguir su cazadora negra. Él apoyaba las manos en la pared, junto a su portal, mientras uno de los agentes le cacheaba y el otro le gritaba que no se moviera.

Le llegó el inconfundible tono de su voz. Le escuchó decir algo sobre que se habían equivocado. Pero lo que consiguió fue despertar la furia, que con una mano enguantada en cuero empujó sobre su cabeza para aplastarla contra la pared. Gaston tuvo el reflejo de volverse a un lado para evitar el golpe en pleno rostro. En ese momento Rocio se detuvo a unos pasos de él y se encontró mirándole a los ojos. No le pareció que estuviera asustado, tal vez porque nadie podía estar más asustado de lo que ella estaba. Él la miraba con desprecio, con rencor. Pensó que solo un animal podía mantener esa actitud desafiante aun sabiéndose perdido.

—¿Qué ocurre? preguntó a los agentes con la mayor tranquilidad que pudo fingir.

Nada que le concierna, señorita indicó al tiempo que alcanzaba las esposas que colgaban de su cinto. Haga el favor de no detenerse.

El policía ordenó a Gaston que pusiera las manos en la espalda. Él obedeció con lentitud, sin apartar los ojos del rostro aturdido de Rocio, pero los cerró al notar el frío metal cercándole las muñecas. No era la primera vez. Sabía lo que venía a continuación: encierro, soledad, desesperanza. Volvió a abrirlos para enfrentarse por última vez a ella. Pensó que la había fastidiado, que su sed de venganza tendría que seguir esperando hasta que recuperara la libertad tras cumplir la totalidad de su condena.

Rocio ojeó a su derecha, hacia el portal. No podía subir a casa dejándolo allí. No importaba qué intención había tenido al acechar esa noche su casa. Ella no podía abandonarlo. Al volver a mirarle le pareció ver en sus ojos una sonrisa cínica. Tampoco eso le hizo cambiar de opinión, pero se preguntó si él rechazaría su ayuda en un momento como aquel.

Sí que me concierne, agente dijo con aplomo. Este hombre había quedado conmigo aquí, junto a mi casa, y yo me he retrasado un poco.

Ninguno mostró sorpresa. El que cacheaba siguió con su minucioso examen, palpando sobre las piernas centímetro a centímetro.

Debe de estar equivocada, señorita opinó el que inmovilizaba a Gaston. Échele un vistazo.

Le arrancó sin miramientos el gorro, que llevaba hundido hasta las cejas. Con la misma rapidez con que la lana desaparecía de su cabeza, volvió a golpearle contra la pared para que no se moviera.

Rocio dio un respingo al sentir el dolor en su propia sien. Contempló de nuevo sus ojos. No le sorprendió que continuaran desafiantes, glaciales. Agarró su bolso, que llevaba en bandolera, y lo colocó sobre su pecho. Ni siquiera ella supo si lo hizo por necesidad de interponer algo entre su cuerpo y la frialdad de Gaston o porque necesitaba abrazarse a cualquier cosa.

Estoy segura, agente insistió—. ¿Qué ha hecho para que le detengan?

No le respondió. La miró con atención, como si tratara de buscar parecidos con alguna descripción.

—¿Cómo se llama usted? preguntó el policía arrugando el ceño.

Rocio. Rocio Igarzabal. El que se ocupaba del cacheo se detuvo al escucharla. Hasta hace unos años fui agente de la Brigada Especial de Investigación de Estupefacientes, en la Policía Nacional comentó buscando un poco de afinidad que pudiera concederle alguna ventaja. No entiendo qué ha podido hacer este hombre mientras me esperaba.

Debe de haber algún error. Estamos aquí para protegerla a usted de un tipo de sus características dijo señalando a Gaston. Tenemos información de que es peligroso y la acecha.

Rocio pensó en Pablo. Se le encendió la sangre al comprender que su primera sospecha había sido cierta. Los agentes no habían interceptado a Gaston porque pasaran por allí durante una de sus rondas y les hubiera parecido sospechoso. De algún modo, el comisario había conseguido que le pusiera vigilancia.

Gaston apretó los dientes para llamarse «estúpido, estúpido, estúpido». Sabía que el comisario no bromeaba cuando le dijo que cuidaría sus pasos. Pero él era un estúpido, se repitió, al que se le nublaba la razón ante cualquier cosa que afectara a Rocio. Por eso había pasado más de cuatro años en prisión. Por eso estaba ahora esposado contra una pared. Por eso le obligarían a sobrevivir de nuevo entre muros.

Alguien les ha dado mal la información perseveró. No había perdido aún la esperanza de convencerlos. Nadie duda que muchas mujeres estén necesitando su ayuda, pero no es mi caso. A mí nadie me acecha.

—¿Está segura de que no tiene problemas con este tipo?

Por supuesto. Y si no le sueltan se encontrarán con un par de denuncias. La de él y la mía.

El policía entró en el vehículo y se comunicó por radio con la central.

Gaston continuó inmóvil, como si la mano del agente siguiera presionándole. Le bastaba con observar el rostro de ella para saber cómo iban las cosas, y de momento solo veía preocupación. Estaba sorprendido por esa actitud. No entendía por qué estaba mintiendo para defenderle, por qué estaba contradiciendo las órdenes del comisario. De pronto asimiló algo que le había escuchado hacía un momento: la confirmación de que ya no era policía.

«¡Déjalo marchar!», escuchó decir a su espalda. No pudo ver el alivio en el rostro de Rocio, porque él mismo cerró los ojos al sentir el suyo. Para él, pensar en volver a la cárcel era pensar en la muerte. La escuchó dar las gracias a los agentes mientras sus manos quedaban en libertad. No se movió. Se frotó las muñecas sin grilletes hasta que escuchó alejarse al coche patrulla.

No se van a ir comentó Rocio en voz baja. No han terminado de creerme y están confundidos. Antes de abandonar la zona van a asegurarse de que todo va bien.

—¿Ahora eres adivina? exclamó con rudeza. Se volvió para contemplar cómo se perdían en la distancia las luces traseras del coche. Se sorprendió al verlos detenerse junto a la acera, a dos manzanas.

Si te vas ahora volverán a detenerte insistió al tiempo que sacaba las llaves de su bolso.

Se acercó a la puerta y trató de introducir una de ellas en la cerradura. Le temblaban las manos. Quiso fingir tranquilidad, pero no pudo. La ranura había encogido desde la mañana. Volvió a intentarlo una vez y otra. No se atrevió a levantar la vista para comprobar si Gaston seguía allí. «¡Tranquilízate por Dios!», se dijo antes de hacer un nuevo intento.

Se quedó sin aire en los pulmones cuando él le arrebató las llaves sin ninguna contemplación y abrió con limpieza. Sus dedos, hasta entonces ateridos de frío, reaccionaron al contacto encendiéndose cual ramas al calor del fuego.

Él, incómodo por el involuntario roce, retrocedió para dejarla pasar. Fue tras ella y se detuvo cuando la vio ascender los dos escalones que llevaban al ascensor.

Disfrutas cuando mientes.

Rocio se volvió despacio, sin poder creer lo que acababa de escuchar.

—¿Cómo dices? preguntó notando cómo le nacía la furia.

Que disfrutas mintiendo, manipulando. Dio dos pasos más. Solo así se entiende el numerito que has montado ahí fuera.

—¿Numerito? ¡Te acabo de librar de la cárcel! exclamó abriendo los ojos de par en par. ¿O no entiendes lo sencillo que es quebrantar el tercer grado?

—¿Acaso he pedido tu ayuda? Avanzó otro paso. Los dos escalones dejaron el rostro de Rocio a la altura del suyo. ¿Acaso he pedido tu lástima? Ella se abrazó con fuerza al bolso y retrocedió de espaldas, asustada por el fuego que despedían sus ojos. ¿Qué es esto, poli? preguntó con una sonrisa satisfecha. Me tienes miedo y aun así me has incitado a entrar aquí, contigo.

No te atreverás a hacerme daño musitó sin apartar la mirada. La policía sabe que estás aquí. No eres tan estúpido.

—¿Hasta qué punto estás segura de eso? Se mofó, y ascendió los peldaños por la satisfacción de verla temblar.

He mentido por ti, pero te lo advierto dijo alejándose hasta que su espalda tropezó con el ascensor: Como vuelva a verte por esta calle o me abordes en cualquier otro lugar, yo misma avisaré a la policía. Todavía no sé qué hacías vigilando mi casa ni qué quieres de mí.

De nuevo preguntas qué quiero de ti, pero lo sabes. Se adelantó hasta llegar a su lado y susurró pegado a ella: Estoy seguro de que lo sabes.

—¡Lárgate! ordenó con toda la entereza que pudo mostrar.

Gaston no se apartó. Durante unos segundos gozó de su desconcierto.

Volveremos a vernos prometió esbozando media sonrisa misteriosa. Después le dio la espalda y descendió hacia la salida.

Otro temor, distinto al que había sentido hacía un instante, llenó el corazón de Rocio de pequeños alfileres que no le dejaban respirar.

Con el alma encogida en su cuerpo tembloroso, observó el paso altivo con el que cruzó la carretera y alcanzó los jardines. No quería perderle de vista. Temía que de un momento a otro apareciera el coche patrulla y todo volviera a comenzar. Dudaba que pudiera serle de alguna ayuda si le aprendían de nuevo. Cuando salió de su campo de visión apagó la luz del portal para no ser vista desde el exterior, descendió los escalones y se acercó al cristal de la puerta. Nevaba con suavidad.

1 comentario:

  1. me encanto el capitulo k bien k ro lo defendio aun k no m gusta ese odio amor entre eyos espero el beso jajaja

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