De los fenómenos
meteorológicos
que Rocio conocía, era,
sin duda, la nieve la que más le atraía. Esa noche de viernes el aire soplaba recio. Los
pequeños copos
se mecían a
ritmo de vals bajo las luces brillantes de la ciudad. Pero en su mente no
sonaba ninguna melodía, sino que continuaba ocupada en preocupaciones y
recuerdos.No acostumbraba a llegar tarde a casa, pero por segundo día consecutivo, Mery y ella tuvieron trabajo en el almacén. Cruzó la ría por el puente y descendió la escalera de caracol. Continuaba por
la acera que la conducía a casa cuando algo llamó su atención y le hizo levantar el paraguas para
otear al frente. Eran las inconfundibles luces azules de un coche, y calculó que estaban a la altura de su vivienda.
Las fuerzas le
flaquearon al presentir una desgracia y aun así pudo acelerar el paso.. Todo lo pensó, menos lo que percibió cuando todavía le quedaban unos metros para llegar.
Dos policías tenían inmovilizado a un sujeto de ropa
oscura y gorro de lana.
El mismo corazón que a veces no se encontraba se aceleró hasta dejarla sin aliento. Sabía quién era ese hombre. Lo supo sin necesidad
de verle el rostro y antes de distinguir su cazadora negra. Él apoyaba las manos en la pared, junto a
su portal, mientras uno de los agentes le cacheaba y el otro le gritaba que no
se moviera.
Le llegó el inconfundible tono de su voz. Le
escuchó decir
algo sobre que se habían equivocado. Pero lo que consiguió fue despertar la furia, que con una mano
enguantada en cuero empujó sobre su cabeza para aplastarla contra la pared.
Gaston tuvo el reflejo de volverse a un lado para evitar el golpe en pleno
rostro. En ese momento Rocio se detuvo a unos pasos de él y se encontró mirándole a los ojos. No le pareció que estuviera asustado, tal vez porque
nadie podía estar
más asustado de lo que ella estaba. Él la miraba con desprecio, con rencor.
Pensó que
solo un animal podía
mantener esa actitud desafiante aun sabiéndose perdido.
—¿Qué ocurre? —preguntó a los agentes con la mayor tranquilidad
que pudo fingir.
—Nada que
le concierna, señorita —indicó al tiempo que alcanzaba las esposas que
colgaban de su cinto—. Haga el favor de no detenerse.
El policía ordenó a Gaston que pusiera las manos en la
espalda. Él
obedeció con
lentitud, sin apartar los ojos del rostro aturdido de Rocio, pero los cerró al notar el frío metal cercándole las muñecas. No era la primera vez. Sabía lo que venía a continuación: encierro, soledad, desesperanza. Volvió a abrirlos para enfrentarse por última vez a ella. Pensó que la había fastidiado, que su sed de venganza
tendría que
seguir esperando hasta que recuperara la libertad tras cumplir la totalidad de
su condena.
Rocio ojeó a su derecha, hacia el portal. No podía subir a casa dejándolo allí. No importaba qué intención había tenido al acechar esa noche su casa. Ella no podía abandonarlo. Al volver a mirarle le
pareció ver en
sus ojos una sonrisa cínica. Tampoco eso le hizo cambiar de opinión, pero se preguntó si él rechazaría su ayuda en un momento como aquel.
—Sí que me concierne, agente —dijo con aplomo—. Este hombre había quedado conmigo aquí, junto a mi casa, y yo me he retrasado
un poco.
Ninguno mostró sorpresa. El que cacheaba siguió con su minucioso examen, palpando sobre
las piernas centímetro a
centímetro.
—Debe de
estar equivocada, señorita —opinó el que inmovilizaba a Gaston—. Échele un vistazo.
Le arrancó sin miramientos el gorro, que llevaba
hundido hasta las cejas. Con la misma rapidez con que la lana desaparecía de su cabeza, volvió a golpearle contra la pared para que no
se moviera.
Rocio dio un
respingo al sentir el dolor en su propia sien. Contempló de nuevo sus ojos. No le sorprendió que continuaran desafiantes, glaciales.
Agarró su
bolso, que llevaba en bandolera, y lo colocó sobre su pecho. Ni siquiera ella supo si
lo hizo por necesidad de interponer algo entre su cuerpo y la frialdad de Gaston
o porque necesitaba abrazarse a cualquier cosa.
—Estoy
segura, agente —insistió—. ¿Qué ha hecho para que le detengan?
No le respondió. La miró con atención, como si tratara de buscar parecidos
con alguna descripción.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó el policía arrugando el ceño.
—Rocio. Rocio
Igarzabal. —El que
se ocupaba del cacheo se detuvo al escucharla—. Hasta hace unos años fui agente de la Brigada Especial de
Investigación de
Estupefacientes, en la Policía Nacional —comentó buscando un poco de afinidad que pudiera concederle
alguna ventaja—. No
entiendo qué ha
podido hacer este hombre mientras me esperaba.
—Debe de
haber algún error.
Estamos aquí para
protegerla a usted de un tipo de sus características —dijo señalando a Gaston—. Tenemos información de que es peligroso y la acecha.
Rocio pensó en Pablo. Se le encendió la sangre al comprender que su primera
sospecha había sido
cierta. Los agentes no habían interceptado a Gaston porque pasaran por allí durante una de sus rondas y les hubiera parecido sospechoso.
De algún modo,
el comisario había
conseguido que le pusiera vigilancia.
Gaston apretó los dientes para llamarse «estúpido, estúpido, estúpido». Sabía que el comisario no bromeaba cuando le
dijo que cuidaría sus
pasos. Pero él era un
estúpido, se repitió, al que se le nublaba la razón ante cualquier cosa que afectara a Rocio.
Por eso había pasado
más de cuatro años en prisión. Por eso estaba ahora esposado contra
una pared. Por eso le obligarían a sobrevivir de nuevo entre muros.
—Alguien
les ha dado mal la información —perseveró. No había perdido aún la esperanza de convencerlos—. Nadie duda que muchas mujeres estén necesitando su ayuda, pero no es mi
caso. A mí nadie
me acecha.
—¿Está segura de que no tiene problemas con
este tipo?
—Por
supuesto. Y si no le sueltan se encontrarán con un par de denuncias. La de él y la mía.
El policía entró en el vehículo y se comunicó por radio con la central.
Gaston continuó inmóvil, como si la mano del agente siguiera
presionándole.
Le bastaba con observar el rostro de ella para saber cómo iban las cosas, y de momento solo veía preocupación. Estaba sorprendido por esa actitud. No
entendía por qué estaba mintiendo para defenderle, por qué estaba contradiciendo las órdenes del comisario. De pronto asimiló algo que le había escuchado hacía un momento: la confirmación de que ya no era policía.
«¡Déjalo marchar!», escuchó decir a su espalda. No pudo ver el
alivio en el rostro de Rocio, porque él mismo cerró los ojos al sentir el suyo. Para él, pensar en volver a la cárcel era pensar en la muerte. La escuchó dar las gracias a los agentes mientras
sus manos quedaban en libertad. No se movió. Se frotó las muñecas sin grilletes hasta que escuchó alejarse al coche patrulla.
—No se
van a ir —comentó Rocio en voz baja—. No han terminado de creerme y están confundidos. Antes de abandonar la zona
van a asegurarse de que todo va bien.
—¿Ahora
eres adivina? —exclamó con rudeza. Se volvió para contemplar cómo se perdían en la distancia las luces traseras del
coche. Se sorprendió al verlos detenerse junto a la acera, a dos manzanas.
—Si te
vas ahora volverán a
detenerte —insistió al tiempo que sacaba las llaves de su
bolso.
Se acercó a la puerta y trató de introducir una de ellas en la
cerradura. Le temblaban las manos. Quiso fingir tranquilidad, pero no pudo. La
ranura había
encogido desde la mañana. Volvió a intentarlo una vez y otra. No se atrevió a levantar la vista para comprobar si Gaston
seguía allí. «¡Tranquilízate por Dios!», se dijo antes de hacer un nuevo
intento.
Se quedó sin aire en los pulmones cuando él le arrebató las llaves sin ninguna contemplación y abrió con limpieza. Sus dedos, hasta entonces
ateridos de frío,
reaccionaron al contacto encendiéndose cual ramas al calor del fuego.
Él, incómodo por el involuntario roce, retrocedió para dejarla pasar. Fue tras ella y se
detuvo cuando la vio ascender los dos escalones que llevaban al ascensor.
—Disfrutas
cuando mientes.
Rocio se volvió despacio, sin poder creer lo que acababa
de escuchar.
—¿Cómo dices? —preguntó notando cómo le nacía la furia.
—Que
disfrutas mintiendo, manipulando. —Dio dos pasos más—. Solo así se entiende el numerito que has montado
ahí fuera.
—¿Numerito?
¡Te acabo de librar de la cárcel! —exclamó abriendo los ojos de par en par—. ¿O no entiendes lo sencillo que es
quebrantar el tercer grado?
—¿Acaso
he pedido tu ayuda? —Avanzó otro paso. Los dos escalones dejaron el rostro de Rocio
a la altura del suyo—. ¿Acaso he pedido tu lástima? —Ella se abrazó con fuerza al bolso y retrocedió de espaldas, asustada por el fuego que
despedían sus
ojos—. ¿Qué es esto, poli? —preguntó con una sonrisa satisfecha—. Me tienes miedo y aun así me has incitado a entrar aquí, contigo.
—No te
atreverás a
hacerme daño —musitó sin apartar la mirada—. La policía sabe que estás aquí. No eres tan estúpido.
—¿Hasta
qué punto estás segura de eso? —Se mofó, y ascendió los peldaños por la satisfacción de verla temblar.
—He
mentido por ti, pero te lo advierto —dijo alejándose hasta que su espalda tropezó con el ascensor—: Como vuelva a verte por esta calle o me
abordes en cualquier otro lugar, yo misma avisaré a la policía. Todavía no sé qué hacías vigilando mi casa ni qué quieres de mí.
—De nuevo
preguntas qué quiero
de ti, pero lo sabes. —Se adelantó hasta llegar a su lado y susurró pegado a ella—: Estoy seguro de que lo sabes.
—¡Lárgate! —ordenó con toda la entereza que pudo mostrar.
Gaston no se
apartó.
Durante unos segundos gozó de su desconcierto.
—Volveremos
a vernos —prometió esbozando media sonrisa misteriosa.
Después le dio
la espalda y descendió hacia la salida.
Otro temor,
distinto al que había sentido hacía un instante, llenó el corazón de Rocio de pequeños alfileres que no le dejaban respirar.
Con el alma
encogida en su cuerpo tembloroso, observó el paso altivo con el que cruzó la carretera y alcanzó los jardines. No quería perderle de vista. Temía que de un momento a otro apareciera el
coche patrulla y todo volviera a comenzar. Dudaba que pudiera serle de alguna
ayuda si le aprendían de
nuevo. Cuando salió de su
campo de visión apagó la luz del portal para no ser vista
desde el exterior, descendió los escalones y se acercó al cristal de la puerta. Nevaba con
suavidad.
me encanto el capitulo k bien k ro lo defendio aun k no m gusta ese odio amor entre eyos espero el beso jajaja
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