miércoles, 12 de septiembre de 2012

Antes y despues de odiarte capitulo 25


—¿Qué te ha dicho? preguntó Peter, esa noche, al término de una cena tensa y silenciosa.
Gaston echó un vistazo al reloj de la pared. En media hora estaría en su celda intentando dormir para no ser consciente de que estaba encerrado en ese lugar donde tanto le costaba respirar, donde el aire se le volvía espeso y sucio y se ahogaba. Allí, donde contenía el deseo de gritar que le dejaran salir, aunque solamente fuera al patio, que necesitaba tener sobre sí un trozo de cielo por el que soplara con libertad el viento.
Tenía la sospecha de que esta iba a ser una de esas noches.
Está cabreado.
encendió un cigarro con calma.
—¿Qué te ha dicho? repitió impaciente.
Que no está dispuesto a enterrar a ninguno de sus hombres. Aspiró el cigarro y miró hacia los lados. Se levantó a coger el cenicero de la encimera de granito y regresó a la mesa. Asegura que le gusta cómo trabajo, que le caigo bien, pero que no va a perdonarme una distracción más. La próxima, estoy fuera.
En este oficio hay que poner toda la atención en lo que se hace. Un despiste como el que has tenido hoy puede resultar mortal por...
—¡No necesito tus sermones! estalló al fin.
Yo diría que sí. Ya que tú insistes en ignorarlo, alguien tiene que decirte que esto no va bien. Que tú no vas bien.
—¡Vaya novedad! Se burló sin mirarle. Llevo años jodido y conoces de sobra los motivos.
—¡Por supuesto que los conozco! espetó con rabia. Pero el despiste de hoy se ha debido a otra cosa. Cuando alguien pretende vengarse después de tantos años, mantiene la sangre caliente y la mente fría. Pero tu mente no piensa con la claridad que debiera porque estás obsesionado con esa ex poli.
Gaston se giró hacia él con brío.
—¿Con quién has estado hablando? preguntó con desconfianza.
Peter apretó los dientes para no responder lo que desde hacía días le abrasaba la boca. No podía olvidar la tristeza de Lali cuando le habló de la discusión que habían mantenido en el monte. La había consolado, la había abrazado, le había enjugado las lágrimas con sus pulgares. Que ella le hubiera elegido de nuevo para confesarse le emocionaba tanto como le dañaba.
No he hablado con nadie. Mintió para no comprometerla. Vivo contigo. No necesito que me cuenten lo que estás haciendo con tu vida. Lo veo cada día. Veo que tu problema ha cambiado. Ella es ahora tu obsesión. Sacudió la cabeza para alejar la imagen llorosa de Lali. ¡Dime qué tiene esa mujer para que te ofusque de esta manera!
No es lo que tiene. Es lo que me arrebató. Es lo que me debe.
Peter volvió a morderse los labios antes de opinar:
Tal vez este sea un buen momento para olvidarla.
—¿Qué es, exactamente, lo que quieres decir? ¿Que olvide que existe, que olvide que una vez existió, que olvide que fue una jodida mentirosa que me destrozó la vida? ¿Qué es, según tú, eso que debo olvidar?
Estás a la defensiva dijo Peter golpeando la mesa con dedos impacientes.
Gaston dio una calada a su pitillo y echó la espalda contra el respaldo. Desde allí miró retador a su amigo.
—¿Sabes cuál es la pesadilla que con más frecuencia me despierta desde hace cuatro años?
La muerte de Manu dijo en voz baja.
La muerte de Manu repitió con dolor. El momento en el que aquella condenada bala le abrió el agujero por el que se le escapó la vida. Y fue ella, esa mujer que dices que me obsesiona, quien nos preparó la maldita emboscada. Expulsó el humo con lentitud, sin dejar de mirarle. ¿De verdad crees que puedo pensar en ella como mujer en lugar de como en la zorra que transformó mi vida en un infierno?
Lo que viviste a su lado fue muy importante comenzó a explicar Peter, muy grande.
Tienes razón. Fue muy grande. Tan grande como el abismo que voy a abrir para ella.
El abismo lo estás abriendo para ti. Si no estás seguro de lo que sientes por...
—¡¿Quién te ha dicho que no estoy seguro?! gritó, y sus ojos se enrojecieron de furia.
—¡Solo digo que si no lo estás te lo pienses, porque ese sería un motivo más para que dejaras todo esto! repitió Peter con arranque. ¡Y digo que olvides la revancha, la olvides a ella y comiences de nuevo!
—¿Y si estoy seguro? interrogó con forzada calma. ¿Y si estoy seguro de que quiero verla con el alma vacía, con los ojos secos porque no le queden lágrimas, con el corazón sumido para siempre en la oscuridad y suplicando que le llegue la muerte porque ya no espera nada, tal y como me dejó a mí?
La emoción comprimió el corazón de Peter y se le disipó el deseo de discutir.
Si es así y de verdad lo necesitas, adelante. Presionó con suavidad en su hombro. Pero si lo haces ten mucho cuidado. Creo que no eres consciente de lo que realmente sientes por ella.
—¿Cómo puedes pensarlo siquiera?
Te lo he dicho. Te veo cada día.
—¡Maldita sea! exclamó aplastando el cigarrillo en el cenicero y poniéndose en pie. Estoy cansado de todo esto. Nunca debí contarte mis planes. Ni a ti ni a Lali.
Apagó su móvil y lo lanzó sobre la mesa. Con la misma brusquedad tomo la mochila y la cazadora que antes de comenzar a cenar había dejado en una silla.
Peter no se movió.
Lo pagas conmigo porque te digo verdades que no quieres aceptar. Pero con quien de verdad estás furioso es contigo. En tu fuero interno sabes que sigues colgado de esa mujer y no quieres oírlo.
En verdad era lo último que quería oír, lo último en lo que quería pensar. Y el motivo era tan confuso como el que le obligaba a no rozarla a la vez que le incitaba a hacerlo. Porque, si tenerla cerca le alimentaba el odio, tocarla le provocaba una reacción a la que no conseguía definir, pero que se negaba a creer que naciera de lo que su amigo aseguraba que sentía.
No estoy furioso. Estoy dolido reveló ignorando lo realmente importante de la crítica recibida. No esperaba que me fallaran de esta forma las dos únicas personas en las que confío.
Salió sin mirar atrás, sordo a las llamadas de su amigo. Quería estar tan solo como se sentía. Necesitaba perderse en la oscuridad de la calle y caminar en silencio. Le habría gustado tomar otra dirección y avanzar hasta que le venciera el cansancio. Pero no era un hombre libre; tan solo lo parecía algunas veces.
Al divisar la entrada a la cárcel el corazón se le detuvo y el alma se le llenó de angustia. Trató de tomar aire, pero no encontró espacio donde meterlo.
Volvía a enfrentarse a una noche más en el infierno.


—¿Cómo van los dibujos de tu chico? preguntó Mery al dejar la caja roja sobre el mostrador.
No lo sé respondió Rocio rozando con aire ausente las solapas de cartón. Desde que salió de aquí con el catálogo no he sabido de él.
—¡¿No le has llamado?! exclamó mostrando extrañeza.
No quiero meterle prisa.
Si no fuera tu chico...
No es mi chico, Mery la interrumpió mirándola con gravedad.
De acuerdo. Si fuera otra persona, un dibujante enviado por cualquiera de nuestros proveedores, ¿le habrías llamado para preguntarle cómo va? Rocio suspiró bajito. Lo imaginaba. No te va a resultar fácil trabajar con él, ¿no es cierto? Si quieres, yo puedo ocuparme de...
No volvió a interrumpir, esta vez sin mirarla. Yo comencé y yo terminaré. Además él quiere que sea así.
Perfecto. Pero deberías empezar a tratarle como al diseñador que trabaja para nosotras. A no ser que quieras que esto no funcione.
Funcionará murmuró casi para sí—. Estoy segura.
«Tiene que salir bien», dijo para sí, tomando la caja y yendo hacia el escaparate. «Tiene que salir bien, porque de ello depende que los dos podamos vivir con un poco de paz.»
Gaston, parado ante la boca que emergía del metro y del parking en el que había estacionado su coche, respiró con energía el aire frío de la mañana y miró al frente. Un paso peatonal y unos doscientos metros cuajados de transeúntes le separaban de la tienda. Volvió a ponerse en marcha al tiempo que repasaba los últimos días, largos y extraños, en los que no había logrado apartarla de su mente. Culpaba de ello a las palabras de Lali y Peter, que no hacían otra cosa que aumentarle la confusión.
Apretó los puños con rabia. La odiaba, ¡por todos los demonios que llevaba dentro que la odiaba! No se engañaba al afirmar que era ese sentimiento el que le impulsaba a buscar excusas para verla. Mirarla a los ojos y sentir el calor del odio le hacía sentir vivo. Pero ellos no podían entenderlo. Únicamente podía hacerlo alguien con el alma y el cuerpo tan vacíos como tenía él los suyos. Alguien que necesitara llenarlos con un sentimiento más fuerte que la vida misma.
Se detuvo en mitad de la calle tratando de explicarse por qué, si estaba tan seguro de sus sentimientos, unos simples comentarios le habían creado esa ansiedad en la que se estaba consumiendo. Por qué esas palabras absurdas le estaban haciendo perder terreno en la batalla que a fuerza de sufrimiento intentaba ganar a los recuerdos.
Cuatro días sin verla, cuatro días sin dejar de pensar en ella. Cuatro días en los que evocaciones del pasado le habían asaltado cada vez con más frecuencia mientras trataba de conciliar el sueño, cuando trabajaba rodeado de naturaleza y guardando silencio, cada vez que se perdía en las líneas de sus dibujos. No le gustaban esas intromisiones; le hacían sentirse incómodo, inseguro.
Tan incómodo e inseguro como se había sentido esa misma mañana en la que se había levantado de madrugada para avanzar con los diseños. Los primeros trazos, simples y negros, habían absorbido por completo su atención. Ni siquiera había reparado en que los pies se le estaban quedando congelados sobre la madera. Sus ágiles dedos fueron trazando perfiles con rapidez, aplicando diferentes azules de mar. Hasta que, de modo inconsciente, unificó todos los tonos en uno solo; gris titanio sumergido en sombras.
Cuando comprendió que durante la última hora ella había vuelto a gobernar sus pensamientos, destrozó el papel en pequeños pedazos que quedaron esparcidos por la habitación.
Y ahora estaba allí, parado, a unos pocos pasos de la tienda.
Rozó con los dedos la cajetilla de tabaco en el interior del bolsillo de su cazadora. Confrontó el grado de su necesidad de fumar con el frío intenso que le congelaría los dedos si lo hacía. Aún dudaba cuando retomó el camino con paso decidido.
¿Por qué no regresaba por donde había venido?, se preguntó estrujando en el interior de su puño el paquete de cigarros. Era un estúpido. Estaba permitiendo que la mujer que le había destrozado la vida volviera a romperle el precario futuro que se estaba creando con esfuerzo. Por su causa estaba enemistado con su amigo y había discutido con Lali, a la que además estaba tratando de evitar.
Extraviado en confusas cavilaciones, avistó el escaparate. Sus piernas se paralizaron y su corazón se aceleró. Rocio estaba allí, en ese pequeño espacio acristalado, envuelta en cintas doradas, rodeada de verde y rojo; de estrellas brillantes; de algodones prendidos del techo con hilos invisibles y que se asemejaban a esponjosos copos de nieve. Se quedó absorto contemplándola desengarzar adornos de las ramas del pequeño abeto.
Expulsó el aire despacio. No podía entrar en la tienda. No tenía excusa válida para hacerlo. Llevaba días sin encontrar algo razonablemente lógico que le llevara hasta allí. Debía irse, regresar a casa y centrarse en los diseños.
Alzó los párpados dispuesto a cumplir su propósito, pero lo olvidó cuando vio que la amiga se acercaba al escaparate con una caja de cartón. La dejó junto a otra, roja, más pequeña, a la vez que decía algo que hizo reír a Rocio. Imaginó el sonido de su risa. La había oído muchas veces, mientras estuvo y se sintió vivo. Era clara, dulce, melodiosa... como su voz.
Rocio bromeó fingiendo abrigarse el cuello con las cintas doradas mientras Mery se enfundaba en un grueso abrigo negro y una bufanda que le cubría hasta la nariz, de un rojo tan intenso. Después, los gestos exagerados y divertidos con los que la vio enfrentarse al frío del exterior volvieron a hacerla reír. La despidió agitando las manos junto al cristal y al perderla de vista volvió a su labor de desnudar el árbol engalanado.
Tarareaba un repetitivo estribillo cuando una gran bola roja se le escurrió de las manos y rodó hacia el brillante suelo de la tienda. La siguió con los ojos esperando pacientemente a que se detuviera. De pronto su expresión divertida cambió. Su rostro palideció hasta asemejarse a los copos de nieve suspendidos del techo y solo pudo mostrar sorpresa y agitación.
La hermosa esfera había tropezado con los pies de Gaston.
Él aguardó a que alzara la mirada y se encontrara con la suya. Le resultó evidente que no había escuchado el tintineo de la puerta al abrirse. Había permanecido relajada, sonriente, sin reparar en su presencia durante el tiempo en el que la había observado.
Dejó de mirarla un momento. Se agachó a recoger con lentitud la bola roja y con la misma parsimonia se acercó al altillo que conformaba el escaparate. Entonces pudo verle el desconcierto en los ojos y trató por todos los medios de que ella no percibiera el suyo.
Le tendió el adorno y ella lo cogió con precipitación.
No... Hoy no esperaba verte por aquí.
No respondió. Se sentó sobre la moqueta beis, en la que posó su pie izquierdo doblando la rodilla. El otro continuó firme sobre el suelo de madera del establecimiento.
Rocio introdujo la bola roja en la caja. La presencia de Gaston hacía que la felicidad le bullera en el estómago. Pero no terminaba de entender qué hacía allí, ni se explicaba el porqué de sus silencios, ni comprendía su obstinada forma de examinarla, tan diferente a otras veces.
—¿Cómo vas con los dibujos? preguntó en su afán por romper el hielo y aparentar normalidad.
Bien respondió él en un tono seco que dificultaba cualquier intento de conversación.
Otra vez el silencio. Rocio continuó desazonada, soltando piezas, y él mirándola y estudiando sus propias reacciones. Le sorprendió no encontrarse el rencor y la rabia porque le hubiera traicionado, pero sí la amargura y la decepción porque nunca le hubiera querido. Esa mañana el dolor dominaba en su corazón sobre cualquier otro sentimiento.
—¿Por qué dejaste de ser poli? preguntó de pronto, áspero y rudo. ¿Cuándo lo hiciste?
Rocio se sobresaltó. Otro adorno, esta vez un ángel con vestidura de satén blanco, escapó de sus manos. Se agachó a cogerlo. Su cabello resbaló sobre uno de sus hombros y fue a enredarse entre las cintas que pendían de su cuello.
Gaston contrajo los dedos de ambas manos.
—¿Por qué lo hiciste? insistió sin apartar de ella los ojos, seguro de merecer esa explicación.
Me gusta este trabajo. Se frotó la frente, que se impregnó de partículas doradas.
Él dirigió la vista hacia el exterior, pero se quedó extraviada en las pequeñas estrellas pegadas al cristal. Sintió que se ahogaba, como en su estrecha celda algunas noches.
Cuatro años murmuró con amargura. Cuatro años, en ocasiones, pueden convertirse en toda una vida.
El corazón de Rocio se encogió hasta dolerle. Se volvió hacia él, despacio.
Lo sé musitó en voz baja, y los castigados ojos verdes no le parecieron tan fríos ni tan insondables como tantas otras veces.
¡Lo sabía!, se repitió Gaston constriñendo los dientes. ¿Cómo podía saberlo? ¿Qué cosa terrible le había ocurrido a ella, en cuatro años, que le hubiera arruinado tanto su pasado como su futuro? No. No podía saberlo. Ni siquiera podía imaginarlo.
La asfixia se le hizo insoportable. Se levantó y se volvió de espaldas para salir de allí.
—¿A qué has venido? oyó preguntar a Rocio con la voz dulce que él recordaba.
Cerró los ojos un instante. Los abrió a medida que volvía el rostro hacia ella.
Necesitaba comprobar algo.
—¿Y lo has hecho?
No. Ella parpadeó, y las chispitas enredadas en sus pestañas volvieron a brillar. No lo he hecho.
Y se volvió con lentitud para caminar hacia la salida.
Cruzó ante el escaparate sin mirarla. Su intento por confirmar que tenía controlados sus sentimientos solo había servido para aumentarle la confusión.                           adap Iribika

1 comentario:

  1. Ay, dios, pense que la iba a besar, pense que iba a pasar algo, no se da cuenta que la ama este otro, y ella que no hace nada ajkhsjahgsas quiero ya el otro.

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