—¿Qué te ha dicho? —preguntó Peter, esa noche, al término de una cena tensa y silenciosa.
Gaston echó un vistazo al reloj de la pared. En
media hora estaría en su
celda intentando dormir para no ser consciente de que estaba encerrado en ese
lugar donde tanto le costaba respirar, donde el aire se le volvía espeso y sucio y se ahogaba. Allí, donde contenía el deseo de gritar que le dejaran
salir, aunque solamente fuera al patio, que necesitaba tener sobre sí un trozo de cielo por el que soplara con
libertad el viento.
Tenía la sospecha de que esta iba a ser una
de esas noches.
—Está cabreado.
encendió un cigarro con calma.
—¿Qué te ha dicho? —repitió impaciente.
—Que no
está dispuesto a enterrar a ninguno de sus
hombres. —Aspiró el cigarro y miró hacia los lados. Se levantó a coger el cenicero de la encimera de
granito y regresó a la
mesa—.
Asegura que le gusta cómo trabajo, que le caigo bien, pero que no va a
perdonarme una distracción más. La próxima, estoy fuera.
—En este
oficio hay que poner toda la atención en lo que se hace. Un despiste como el que has
tenido hoy puede resultar mortal por...
—¡No
necesito tus sermones! —estalló al fin.
—Yo diría que sí. Ya que tú insistes en ignorarlo, alguien tiene que
decirte que esto no va bien. Que tú no vas bien.
—¡Vaya
novedad! —Se burló sin mirarle—. Llevo años jodido y conoces de sobra los motivos.
—¡Por
supuesto que los conozco! —espetó con rabia—. Pero el despiste de hoy se ha debido a otra cosa.
Cuando alguien pretende vengarse después de tantos años, mantiene la sangre caliente y la
mente fría. Pero
tu mente no piensa con la claridad que debiera porque estás obsesionado con esa ex poli.
Gaston se giró hacia él con brío.
—¿Con quién has estado hablando? —preguntó con desconfianza.
Peter apretó los dientes para no responder lo que
desde hacía días le abrasaba la boca. No podía olvidar la tristeza de Lali cuando le
habló de la
discusión que
habían mantenido en el monte. La había consolado, la había abrazado, le había enjugado las lágrimas con sus pulgares. Que ella le
hubiera elegido de nuevo para confesarse le emocionaba tanto como le dañaba.
—No he
hablado con nadie. —Mintió para no comprometerla—. Vivo contigo. No necesito que me
cuenten lo que estás
haciendo con tu vida. Lo veo cada día. Veo que tu problema ha cambiado. Ella es ahora tu
obsesión. —Sacudió la cabeza para alejar la imagen llorosa
de Lali—. ¡Dime qué tiene esa mujer para que te ofusque de
esta manera!
—No es lo
que tiene. Es lo que me arrebató. Es lo que me debe.
Peter volvió a morderse los labios antes de opinar:
—Tal vez
este sea un buen momento para olvidarla.
—¿Qué es, exactamente, lo que quieres decir? ¿Que olvide que existe, que olvide que una
vez existió, que
olvide que fue una jodida mentirosa que me destrozó la vida? ¿Qué es, según tú, eso que debo olvidar?
—Estás a la defensiva —dijo Peter golpeando la mesa con dedos
impacientes.
Gaston dio una
calada a su pitillo y echó la espalda contra el respaldo. Desde allí miró retador a su amigo.
—¿Sabes
cuál es la pesadilla que con más frecuencia me despierta desde hace
cuatro años?
—La
muerte de Manu —dijo en
voz baja.
—La
muerte de Manu —repitió con dolor—. El momento en el que aquella condenada
bala le abrió el
agujero por el que se le escapó la vida. Y fue ella, esa mujer que dices que me
obsesiona, quien nos preparó la maldita emboscada. —Expulsó el humo con lentitud, sin dejar de
mirarle—. ¿De verdad crees que puedo pensar en ella
como mujer en lugar de como en la zorra que transformó mi vida en un infierno?
—Lo que
viviste a su lado fue muy importante —comenzó a explicar Peter—, muy grande.
—Tienes
razón. Fue muy grande. Tan grande como el
abismo que voy a abrir para ella.
—El
abismo lo estás
abriendo para ti. Si no estás seguro de lo que sientes por...
—¡¿Quién te ha dicho que no estoy seguro?! —gritó, y sus ojos se enrojecieron de furia.
—¡Solo
digo que si no lo estás te lo pienses, porque ese sería un motivo más para que dejaras todo esto! —repitió Peter con arranque—. ¡Y digo que olvides la revancha, la
olvides a ella y comiences de nuevo!
—¿Y si
estoy seguro? —interrogó con forzada calma—. ¿Y si estoy seguro de que quiero verla con
el alma vacía, con
los ojos secos porque no le queden lágrimas, con el corazón sumido para siempre en la oscuridad y
suplicando que le llegue la muerte porque ya no espera nada, tal y como me dejó a mí?
La emoción comprimió el corazón de Peter y se le disipó el deseo de discutir.
—Si es así y de verdad lo necesitas, adelante. —Presionó con suavidad en su hombro—. Pero si lo haces ten mucho cuidado.
Creo que no eres consciente de lo que realmente sientes por ella.
—¿Cómo puedes pensarlo siquiera?
—Te lo he
dicho. Te veo cada día.
—¡Maldita
sea! —exclamó aplastando el cigarrillo en el cenicero
y poniéndose en
pie—. Estoy cansado de todo esto. Nunca debí contarte mis planes. Ni a ti ni a Lali.
Apagó su móvil y lo lanzó sobre la mesa. Con la misma brusquedad tomo
la mochila y la cazadora que antes de comenzar a cenar había dejado en una silla.
Peter no se movió.
—Lo pagas
conmigo porque te digo verdades que no quieres aceptar. Pero con quien de
verdad estás
furioso es contigo. En tu fuero interno sabes que sigues colgado de esa mujer y
no quieres oírlo.
En verdad era lo
último que quería oír, lo último en lo que quería pensar. Y el motivo era tan confuso
como el que le obligaba a no rozarla a la vez que le incitaba a hacerlo.
Porque, si tenerla cerca le alimentaba el odio, tocarla le provocaba una reacción a la que no conseguía definir, pero que se negaba a creer que
naciera de lo que su amigo aseguraba que sentía.
—No estoy
furioso. Estoy dolido —reveló ignorando lo realmente importante de la crítica recibida—. No esperaba que me fallaran de esta
forma las dos únicas
personas en las que confío.
Salió sin mirar atrás, sordo a las llamadas de su amigo. Quería estar tan solo como se sentía. Necesitaba perderse en la oscuridad de
la calle y caminar en silencio. Le habría gustado tomar otra dirección y avanzar hasta que le venciera el
cansancio. Pero no era un hombre libre; tan solo lo parecía algunas veces.
Al divisar la
entrada a la cárcel el
corazón se le
detuvo y el alma se le llenó de angustia. Trató de tomar aire, pero no encontró espacio donde meterlo.
Volvía a enfrentarse a una noche más en el infierno.
—¿Cómo van los dibujos de tu chico? —preguntó Mery al dejar la caja roja sobre el
mostrador.
—No lo sé —respondió Rocio rozando con aire ausente las
solapas de cartón—. Desde que salió de aquí con el catálogo no he sabido de él.
—¡¿No le
has llamado?! —exclamó mostrando extrañeza.
—No
quiero meterle prisa.
—Si no
fuera tu chico...
—No es mi
chico, Mery —la
interrumpió mirándola con gravedad.
—De
acuerdo. Si fuera otra persona, un dibujante enviado por cualquiera de nuestros
proveedores, ¿le habrías llamado para preguntarle cómo va? —Rocio suspiró bajito—. Lo imaginaba. No te va a resultar fácil trabajar con él, ¿no es cierto? Si quieres, yo puedo
ocuparme de...
—No —volvió a interrumpir, esta vez sin mirarla—. Yo comencé y yo terminaré. Además él quiere que sea así.
—Perfecto.
Pero deberías
empezar a tratarle como al diseñador que trabaja para nosotras. A no ser que quieras
que esto no funcione.
—Funcionará —murmuró casi para sí—. Estoy segura.
«Tiene
que salir bien», dijo
para sí, tomando
la caja y yendo hacia el escaparate. «Tiene que salir bien, porque de ello
depende que los dos podamos vivir con un poco de paz.»
Gaston, parado ante la boca que emergía del metro y del parking en el que había estacionado su coche, respiró con energía el aire frío de la mañana y miró al frente. Un paso peatonal y unos
doscientos metros cuajados de transeúntes le separaban de la tienda. Volvió a ponerse en marcha al tiempo que
repasaba los últimos días, largos y extraños, en los que no había logrado apartarla de su mente. Culpaba
de ello a las palabras de Lali y Peter, que no hacían otra cosa que aumentarle la confusión.
Apretó los puños con rabia. La odiaba, ¡por todos los demonios que llevaba dentro
que la odiaba! No se engañaba al afirmar que era ese sentimiento el que le
impulsaba a buscar excusas para verla. Mirarla a los ojos y sentir el calor del
odio le hacía sentir
vivo. Pero ellos no podían entenderlo. Únicamente podía hacerlo alguien con el alma y el cuerpo
tan vacíos como
tenía él los suyos. Alguien que necesitara
llenarlos con un sentimiento más fuerte que la vida misma.
Se detuvo en mitad
de la calle tratando de explicarse por qué, si estaba tan seguro de sus
sentimientos, unos simples comentarios le habían creado esa ansiedad en la que se
estaba consumiendo. Por qué esas palabras absurdas le estaban haciendo perder
terreno en la batalla que a fuerza de sufrimiento intentaba ganar a los
recuerdos.
Cuatro días sin verla, cuatro días sin dejar de pensar en ella. Cuatro días en los que evocaciones del pasado le
habían asaltado cada vez con más frecuencia mientras trataba de
conciliar el sueño,
cuando trabajaba rodeado de naturaleza y guardando silencio, cada vez que se
perdía en las
líneas de sus dibujos. No le gustaban esas
intromisiones; le hacían sentirse incómodo, inseguro.
Tan incómodo e inseguro como se había sentido esa misma mañana en la que se había levantado de madrugada para avanzar con
los diseños. Los
primeros trazos, simples y negros, habían absorbido por completo su atención. Ni siquiera había reparado en que los pies se le estaban
quedando congelados sobre la madera. Sus ágiles dedos fueron trazando perfiles con
rapidez, aplicando diferentes azules de mar. Hasta que, de modo inconsciente,
unificó todos
los tonos en uno solo; gris titanio sumergido en sombras.
Cuando comprendió que durante la última hora ella había vuelto a gobernar sus pensamientos,
destrozó el
papel en pequeños
pedazos que quedaron esparcidos por la habitación.
Y ahora estaba
allí, parado, a unos pocos pasos de la tienda.
Rozó con los dedos la cajetilla de tabaco en
el interior del bolsillo de su cazadora. Confrontó el grado de su necesidad de fumar con el
frío intenso que le congelaría los dedos si lo hacía. Aún dudaba cuando retomó el camino con paso decidido.
¿Por qué no regresaba por donde había venido?, se preguntó estrujando en el interior de su puño el paquete de cigarros. Era un estúpido. Estaba permitiendo que la mujer que
le había
destrozado la vida
volviera a romperle el precario futuro que se estaba creando con esfuerzo. Por
su causa estaba enemistado con su amigo y había discutido con Lali, a la que además estaba tratando de evitar.
Extraviado en
confusas cavilaciones, avistó el escaparate. Sus piernas se paralizaron y su corazón se aceleró. Rocio estaba allí, en ese pequeño espacio acristalado, envuelta en cintas
doradas, rodeada de verde y rojo; de estrellas brillantes; de algodones
prendidos del techo con hilos invisibles y que se asemejaban a esponjosos copos
de nieve. Se quedó absorto
contemplándola
desengarzar adornos de las ramas del pequeño abeto.
Expulsó el aire despacio. No podía entrar en la tienda. No tenía excusa válida para hacerlo. Llevaba días sin encontrar algo razonablemente lógico que le llevara hasta allí. Debía irse, regresar a casa y centrarse en
los diseños.
Alzó los párpados dispuesto a cumplir su propósito, pero lo olvidó cuando vio que la amiga se acercaba al
escaparate con una caja de cartón. La dejó junto a otra, roja, más pequeña, a la vez que decía algo que hizo reír a Rocio. Imaginó el sonido de su risa. La había oído muchas veces, mientras estuvo y se
sintió vivo.
Era clara, dulce, melodiosa... como su voz.
Rocio bromeó fingiendo abrigarse el cuello con las
cintas doradas mientras Mery se enfundaba en un grueso abrigo negro y una
bufanda que le cubría hasta la nariz, de un rojo tan intenso. Después, los gestos exagerados y divertidos con
los que la vio enfrentarse al frío del exterior volvieron a hacerla reír. La despidió agitando las manos junto al cristal y al
perderla de vista volvió a su labor de desnudar el árbol engalanado.
Tarareaba un
repetitivo estribillo cuando una gran bola roja se le escurrió de las manos y rodó hacia el brillante suelo de la tienda.
La siguió con los
ojos esperando pacientemente a que se detuviera. De pronto su expresión divertida cambió. Su rostro palideció hasta asemejarse a los copos de nieve suspendidos
del techo y solo pudo mostrar sorpresa y agitación.
La hermosa
esfera había
tropezado con los pies de Gaston.
Él aguardó a que alzara la mirada y se encontrara
con la suya. Le resultó evidente que no había escuchado el tintineo de la puerta al abrirse.
Había permanecido relajada, sonriente, sin
reparar en su presencia durante el tiempo en el que la había observado.
Dejó de mirarla un momento. Se agachó a recoger con lentitud la bola roja y con la misma parsimonia se
acercó al
altillo que conformaba el escaparate. Entonces pudo verle el desconcierto en
los ojos y trató por
todos los medios de que ella no percibiera el suyo.
Le tendió el adorno y ella lo cogió con precipitación.
—No...
Hoy no esperaba verte por aquí.
No respondió. Se sentó sobre la moqueta beis, en la que posó su pie izquierdo doblando la rodilla. El
otro continuó firme
sobre el suelo de madera del establecimiento.
Rocio introdujo
la bola roja en la caja. La presencia de Gaston hacía que la felicidad le bullera en el estómago. Pero no terminaba de entender qué hacía allí, ni se explicaba el porqué de sus silencios, ni comprendía su obstinada forma de examinarla, tan
diferente a otras veces.
—¿Cómo vas con los dibujos? —preguntó en su afán por romper el hielo y aparentar
normalidad.
—Bien —respondió él en un tono seco que dificultaba
cualquier intento de conversación.
Otra vez el
silencio. Rocio continuó desazonada, soltando piezas, y él mirándola y estudiando sus propias
reacciones. Le sorprendió no encontrarse el rencor y la rabia porque le hubiera
traicionado, pero sí la amargura y la decepción porque nunca le hubiera querido. Esa mañana el dolor dominaba en su corazón sobre cualquier otro sentimiento.
—¿Por qué dejaste de ser poli? —preguntó de pronto, áspero y rudo—. ¿Cuándo lo hiciste?
Rocio se
sobresaltó. Otro
adorno, esta vez un ángel con vestidura de satén blanco, escapó de sus manos. Se agachó a cogerlo. Su cabello resbaló sobre uno de sus hombros y fue a
enredarse entre las cintas que pendían de su cuello.
Gaston contrajo
los dedos de ambas manos.
—¿Por qué lo hiciste? —insistió sin apartar de ella los ojos, seguro de
merecer esa explicación.
—Me gusta
este trabajo. —Se frotó la frente, que se impregnó de partículas doradas.
Él dirigió la vista hacia el exterior, pero se quedó extraviada en las pequeñas estrellas pegadas al cristal. Sintió que se ahogaba, como en su estrecha
celda algunas noches.
—Cuatro años —murmuró con amargura—. Cuatro años, en ocasiones, pueden convertirse en
toda una vida.
El corazón de Rocio se encogió hasta dolerle. Se volvió hacia él, despacio.
—Lo sé —musitó en voz baja, y los castigados ojos verdes
no le parecieron tan fríos ni tan insondables como tantas otras veces.
¡Lo sabía!, se repitió Gaston constriñendo los dientes. ¿Cómo podía saberlo? ¿Qué cosa terrible le había ocurrido a ella, en cuatro años, que le hubiera arruinado tanto su
pasado como su futuro? No. No podía saberlo. Ni siquiera podía imaginarlo.
La asfixia se le
hizo insoportable. Se levantó y se volvió de espaldas para salir de allí.
—¿A qué has venido? —oyó preguntar a Rocio con la voz dulce que él recordaba.
Cerró los ojos un instante. Los abrió a medida que volvía el rostro hacia ella.
—Necesitaba
comprobar algo.
—¿Y lo
has hecho?
—No. —Ella parpadeó, y las chispitas enredadas en sus pestañas volvieron a brillar—. No lo he hecho.
Y se volvió con lentitud para caminar hacia la
salida.
Cruzó
ante el escaparate sin mirarla. Su intento por confirmar que tenía
controlados sus sentimientos solo había
servido para aumentarle la confusión. adap Iribika

Ay, dios, pense que la iba a besar, pense que iba a pasar algo, no se da cuenta que la ama este otro, y ella que no hace nada ajkhsjahgsas quiero ya el otro.
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