martes, 2 de octubre de 2012

Un Hombre para Mi... Capitulo 6





Habían transcurrido cuatro días en aquel pueblo deprimente, prácticamente fantasma. Como no había sino unos cuantos viejos o, al menos, ningún hombre que pudiera despertar los celos de Eugenia si prestaba algo de atención a Rocío, ésta no estaba tan pendiente de llevar las gafas pegadas al puente de la nariz. Era un lujo poder ver bien todo el tiempo, en lugar de sólo cuando miraba por encima de los cristales, o cuando se quitaba las gafas.
           Hacia unos tres años que llevaba unos lentes que no necesitaba. La idea se le ocurrió cuando encontró un par y se lo probó por curiosidad. Se había visto en un espejo, y el cambio de aspecto era tan espectacular, que había ido a casa y se había quejado de problemas de visión y dolores de cabeza, y su padre le había dicho distraídamente que le pusiera solución. Lo hizo, y un mes después tenía un par de gafas, y unas cuantas más de recambio.
Estaba muy orgullosa de esa idea. Había intentado ya diferenciar su aspecto del de su hermana para no parecerse a ella ni siquiera un poco. Llevaba el cabello peinado de modo totalmente distinto. Eugenia ya había empezado a usar algo de maquillaje. Rocío seguía sin emplearlo. Eugenia prefería ropas de lo más elegante, aunque algo llamativas. Rocío también llevaba prendas con estilo, pero elegía tonos apagados, menos favorecedores.
Pero eso no había bastado para que «pasara desapercibida», que era el objetivo al que aspiraba. Hasta que tuvo esa idea brillante, materializada en un par de gafas que, puestas como era debido, le ampliaban los ojos y le conferían un aspecto solemne, muy poco favorecedor. No veía nada con ellas, sólo formas borrosas, y eso hacía que pareciera propensa a los accidentes. Y la gente tendía por naturaleza a alejarse de las personas que no dejaban de tropezar con las cosas.
En aquel momento, los tres perros del pueblo avisaban de que alguien se acercaba. Pero los ladridos eran lejanos, y como aquellos perros parecían ladrar a la mínima y entre sí con regularidad, Rocío no prestó atención. Leía un periódico viejo que había encontrado en el porche del hotel, sólo porque hacia un calor abrasador y llegaba una ligera brisa de la calle principal, o mejor dicho, de la única calle.
Prestó atención, sin embargo, cuando cada uno de los vecinos salió de sus edificios respectivos y empezó a mirar hacia la entrada del pueblo. Al parecer, distinguían la diferencia del sonido de los ladridos cuando los animales no hacían ruido porque sí, sino porque habían visto algo realmente interesante.
Eugenia echaba una cabezada en el coche, situado en medio de la calle. Estaba agotada de tanto quejarse, aunque el calor excepcional de los últimos días también había influido algo. Y las pulgas de la habitación la habían picado tanto que había empezado a dormir en el coche por la noche y a dar cabezadas en él durante las horas más calurosas del día.
Los ladridos no despertaron a Eugenia, pero sí las primeras palabras dichas cerca. El panadero no trabajaba aquel día y había salido al porche del hotel para situarse junto a Rocío. Ambos se protegían los ojos del sol para ver mejor al desconocido que avanzaba por la calle.
Montaba un animal magnífico, de la clase que en el Este los hombres ricos venderían para participar en carreras. Era un semental de color dorado, con la crin y la cola blancas, grande y esbelto, un animal de buen tamaño para un hombre alto. En cuanto a él en sí, el sombrero de ala ancha, típico del Oeste, le sombreaba tanto el rostro que nadie lograba ver de su aspecto nada más que tenía el tórax y los hombros anchos, llevaba una camisa azul descolorida, unos pantalones y un chaleco negro y un pañuelo azul oscuro atado al cuello, prenda que parecía servir para todo tipo de cosas en la pradera.
Es un vaquero comentó Ed Harding, el panadero, junto a Rocío. No tiene pinta de pistolero.
Va armado indicó Rocío, que seguía mirando al desconocido.
Aquí todo el mundo va armado, señorita.
Usted no.
Yo no soy todo el mundo.
Rocío había observado que aquellos viejos solían decir muchas cosas extrañas como ésa. Pero eran un pozo de información sobre el Oeste y disfrutaba charlando con ellos cuando no estaban ocupados.
Los perros no habían dejado de ladrar y habían seguido al desconocido por el pueblo. No molestaban al caballo en absoluto. El hombre les echaba un vistazo de vez en cuando, pero también parecía ignorarlos. Se detuvo al llegar al coche de la diligencia, que aún seguía en medio de la calle. Se tocó la punta del sombrero para saludar a Rocío, en un gesto de mera cortesía, antes de echárselo hacia atrás y mirar a Ed Harding.
Estoy buscando a las hermanas Laton. Y ésta parece ser la diligencia en la que se las vio viajar por última vez.
Así es respondió Ed. ¿Viene de parte de la línea de diligencias?
No, de parte de su tía. He venido a buscarlas.
Pues ya era hora se oyó decir a Eugenia, y en uno de sus tonos más desagradables, mientras abría la puerta del coche y bajaba de él.
El hombre se puso bien el sombrero para saludar con él a Eugenia y, después, con un dedo, se lo volvió a empujar hacia atrás.
            ¿Han sido una molestia las niñas? preguntó luego en referencia al comentario de la joven.
Eugenia se lo quedó mirando como si fuera tonto. Rocío estaba también demasiado ocupada observándolo boquiabierta, pero no por lo que había dicho. Eso todavía no lo había asimilado. No, desde el momento en que se había apartado el sombrero de la cara, sus atractivos rasgos la habían cautivado.
Unas mejillas bien afeitadas, la mandíbula cuadrada, una nariz recta sobre un bigote muy bien recortado. Tenía la piel con la misma diferencia de tono en la frente que parecía lucir la mayoría de los hombres en el Oeste, debido a que trabajaban bajo el sol con el sombrero puesto. Sin embargo, en él, esa línea del moreno apenas se distinguía, aunque estaba bronceado, lo que sugería  que no siempre llevaba sombrero, o que lo llevaba con frecuencia echado hacia atrás como en aquel momento.
Tenía los cabellos dorados, aunque ahora estaban salpicado de polvo del camino. No demasiado largos, sólo hasta unos dos o tres centímetros por debajo de la nuca. Rocío supuso que por lo general lo llevaría peinado hacia atrás, pero ahora llevaba la raya en medio y sobre cada sien le caía un mechón ondulado. Unas espesas cejas negras le enmarcaban unos ojos grises, del tono de una nube de lluvia en verano, sin el menor matiz azul.
Era una suerte que el aspecto de Rocío pasara tan desapercibido porque, por una vez, se había olvidado por completo de subirse las gafas a lo alto de la nariz. Claro que el hombre le había dedicado sólo una mirada fugaz antes de hablar con el señor Harding, y ahora, como todos, tenía los ojos puestos en Eugenia.
Incluso languidecida de calor, con el sudor resbalándole por las sienes, empapándole la ropa bajo las axilas y apelmazándole parte del flequillo, Eugenia seguía exuberantemente hermosa. No era extraño que el hombre la siguiera mirando, a pesar de que ella todavía no hubiera contestado a su pregunta, y no podía estar sólo esperando esa respuesta.
            Cuando Rocío se dio cuenta de que no había dejado de contemplarlo, hizo tres cosas con rapidez. Se volvió a poner las gafas en su posición de camuflaje, se aseguró de llevar el pelo hacia atrás, muy austero, y empezó a abanicarse con el periódico que tenía en la mano.
Iba a esperar que Eugenia se recuperara y hablara, otra cosa que estaba acostumbrada a hacer para desviar la atención de ella. Pero Eugenia, que acababa de despertarse, seguía algo desorientada y no daba señales de hacerlo.
El silencio prolongado, aparte del ladrido de los perros, estaba empezando a tomar un cariz ridículo, así que Rocío dijo por fin, aunque vacilante:
Tal vez esperaba un par de niñas pequeñas, ¿me equivoco?
Caramba exclamó con rapidez el hombre, sin tener que preguntar a qué se refería. La miró un momento y se volvió de nuevo hacia Eugenia.
Por primera vez a Rocío le molestó que la ignorasen de una forma tan rotunda. Lo que era una locura, pues se esforzaba mucho por lograr exactamente eso. Y no tendría nada de bueno atraer la atención de aquel hombre. De hecho, hacerlo seria perjudicial para la tranquilidad de aquél y la suya propia.
Así que fue un alivio, al menos desde el punto de vista de Rocío, que Eugenia se recompusiera y preguntara:
¿Quién es usted?
Gastón Dalmau. Trabajo para su tía.
No existía modo más rápido de quedar descartado de los pensamientos de Eugenia como hombre merecedor de su atención que mencionar que se era un mero empleado, de cualquier tipo. Eugenia no perdía el tiempo con nadie que no fuera más rico que ella.
Sin mirarlo, cruzó el reducido trecho de calle que separaba el coche del hotel y llegó a la sombra del porche. Gastón Dalmau se disponía a desmontar cuando el tono de jefa a empleado de Eugenia lo detuvo.
Hay que volver a cargar en el coche siete baúles en total. Empiece para que podamos abandonar este desastre de pueblo de inmediato.
¿Espera viajar en eso? preguntó Gastón, de nuevo en la silla y con la mirada puesta en la diligencia.
Siete baúles grandes, repito, y no hay ni un solo vehículo en este pueblo que pueda transportarlos aparte de este coche, señor Dalmau.
Pues los dejaremos aquí.
¡Ni hablar! exclamó con un grito ahogado.
El hombre y Eugenia se miraron, o más bien se fulminaron con la mirada durante un momento en una breve batalla de voluntades. Gastón terminó suspirando, pensando tal vez que no valía la pena discutir por eso.
Sabrá conducir la diligencia, ¿verdad? preguntó Rocío con prudencia.
No, pero supongo que puedo averiguar cómo se hace. ¿Dónde están los caballos? La cuadra parecía cerrada y vacía cuando pasé por delante.
Sí, como muchos edificios de aquí, la abandonaron hace mucho le explicó Rocío. Así que dejaron a los animales libres en el campo situado detrás del pueblo.
Un momento después, un disparo los sobresaltó a todos, es decir, a todos excepto a Gastón Dalmau, que era quién lo había efectuado. Los perros que lo habían seguido continuaban ladrando alrededor de las patas del caballo. El disparo dio en el suelo, cerca de ellos, y los ahuyentó a toda velocidad.
Eugenia, sorprendida, había chillado y se había llevado una mano al pecho, donde seguía.
¿Era del todo necesario? preguntó a Gastón con sorna.
Éste volvió a ponerse bien el sombrero sobre la frente y recogió las riendas dispuesto a irse.
No. Pero fue un placer contestó con una sonrisa perezosa.

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