Habían transcurrido cuatro días
en aquel pueblo deprimente, prácticamente fantasma. Como no había sino unos cuantos
viejos o, al menos, ningún hombre que pudiera despertar los celos de Eugenia si
prestaba algo de atención a Rocío, ésta no estaba tan pendiente de llevar las
gafas pegadas al puente de la nariz. Era un lujo poder ver bien todo el tiempo,
en lugar de sólo cuando miraba por encima de los cristales, o cuando se quitaba
las gafas.
Hacia unos
tres años que llevaba unos lentes que no necesitaba. La idea se le ocurrió
cuando encontró un par y se lo probó por curiosidad. Se había visto en un
espejo, y el cambio de aspecto era tan espectacular, que había ido a casa y se
había quejado de problemas de visión y dolores de cabeza, y su padre le había
dicho distraídamente que le pusiera solución. Lo hizo, y un mes después tenía
un par de gafas, y unas cuantas más de recambio.
Estaba muy orgullosa de esa idea. Había intentado ya
diferenciar su aspecto del de su hermana para no parecerse a ella ni siquiera
un poco. Llevaba el cabello peinado de modo totalmente distinto. Eugenia ya
había empezado a usar algo de maquillaje. Rocío seguía sin emplearlo. Eugenia prefería ropas de lo más elegante, aunque algo llamativas. Rocío también
llevaba prendas con estilo, pero elegía tonos apagados, menos favorecedores.
Pero eso no había bastado para que «pasara desapercibida»,
que era el objetivo al que aspiraba. Hasta que tuvo esa idea brillante,
materializada en un par de gafas que, puestas como era debido, le ampliaban los
ojos y le conferían un aspecto solemne, muy poco favorecedor. No veía nada con
ellas, sólo formas borrosas, y eso hacía que pareciera propensa a los
accidentes. Y la gente tendía por naturaleza a alejarse de las personas que no
dejaban de tropezar con las cosas.
En aquel momento, los tres perros del pueblo avisaban de
que alguien se acercaba. Pero los ladridos eran lejanos, y como aquellos perros
parecían ladrar a la mínima y entre sí con regularidad, Rocío no prestó
atención. Leía un periódico viejo que había encontrado en el porche del hotel,
sólo porque hacia un calor abrasador y llegaba una ligera brisa de la calle
principal, o mejor dicho, de la única calle.
Prestó atención, sin embargo, cuando cada uno de los
vecinos salió de sus edificios respectivos y empezó a mirar hacia la entrada
del pueblo. Al parecer, distinguían la diferencia del sonido de los ladridos
cuando los animales no hacían ruido porque sí, sino porque habían visto algo
realmente interesante.
Eugenia echaba una cabezada en el coche, situado en medio
de la calle. Estaba agotada de tanto quejarse, aunque el calor excepcional de
los últimos días también había influido algo. Y las pulgas de la habitación la
habían picado tanto que había empezado a dormir en el coche por la noche y a
dar cabezadas en él durante las horas más calurosas del día.
Los ladridos no despertaron a Eugenia, pero sí las primeras
palabras dichas cerca. El panadero no trabajaba aquel día y había salido al
porche del hotel para situarse junto a Rocío. Ambos se protegían los ojos del
sol para ver mejor al desconocido que avanzaba por la calle.
Montaba un animal magnífico, de la clase que en el Este
los hombres ricos venderían para participar en carreras. Era un semental de
color dorado, con la crin y la cola blancas, grande y esbelto, un animal de
buen tamaño para un hombre alto. En cuanto a él en sí, el sombrero de ala
ancha, típico del Oeste, le sombreaba tanto el rostro que nadie lograba ver de
su aspecto nada más que tenía el tórax y los hombros anchos, llevaba una camisa
azul descolorida, unos pantalones y un chaleco negro y un pañuelo azul oscuro
atado al cuello, prenda que parecía servir para todo tipo de cosas en la
pradera.
—Es un vaquero —comentó Ed Harding, el
panadero, junto a Rocío—. No tiene pinta de pistolero.
—Va armado —indicó Rocío, que seguía
mirando al desconocido.
—Aquí todo el mundo va armado, señorita.
—Usted no.
—Yo no soy todo el mundo.
Rocío había observado que aquellos viejos solían decir
muchas cosas extrañas como ésa—. Pero eran un pozo de información sobre
el Oeste y disfrutaba charlando con ellos cuando no estaban ocupados.
Los perros no habían dejado de ladrar y habían seguido al
desconocido por el pueblo. No molestaban al caballo en absoluto. El hombre les
echaba un vistazo de vez en cuando, pero también parecía ignorarlos. Se detuvo
al llegar al coche de la diligencia, que aún seguía en medio de la calle. Se
tocó la punta del sombrero para saludar a Rocío, en un gesto de mera cortesía,
antes de echárselo hacia atrás y mirar a Ed Harding.
—Estoy buscando a las hermanas Laton. Y ésta parece
ser la diligencia en la que se las vio viajar por última vez.
—Así es —respondió Ed—. ¿Viene de
parte de la línea de diligencias?
—No, de parte de su tía. He venido a buscarlas.
—Pues ya era hora —se oyó decir a Eugenia, y
en uno de sus tonos más desagradables, mientras abría la puerta del coche y
bajaba de él.
El hombre se puso bien el sombrero para saludar con él a Eugenia y, después, con un dedo, se lo volvió a empujar hacia atrás.
—¿Han
sido una molestia las niñas? —preguntó luego en referencia al comentario
de la joven.
Eugenia se lo
quedó mirando como si fuera tonto. Rocío estaba también demasiado ocupada
observándolo boquiabierta, pero no por lo que había dicho. Eso todavía no lo
había asimilado. No, desde el momento en que se había apartado el sombrero de
la cara, sus atractivos rasgos la habían cautivado.
Unas mejillas
bien afeitadas, la mandíbula cuadrada, una nariz recta sobre un bigote muy bien
recortado. Tenía la piel con la misma diferencia de tono en la frente que
parecía lucir la mayoría de los hombres en el Oeste, debido a que trabajaban
bajo el sol con el sombrero puesto. Sin embargo, en él, esa línea del moreno
apenas se distinguía, aunque estaba bronceado, lo que sugería que no siempre llevaba sombrero, o que lo
llevaba con frecuencia echado hacia atrás como en aquel momento.
Tenía los
cabellos dorados, aunque ahora estaban salpicado de polvo del camino. No
demasiado largos, sólo hasta unos dos o tres centímetros por debajo de la nuca. Rocío supuso que por lo general lo llevaría peinado hacia atrás, pero ahora
llevaba la raya en medio y sobre cada sien le caía un mechón ondulado. Unas
espesas cejas negras le enmarcaban unos ojos grises, del tono de una nube de
lluvia en verano, sin el menor matiz azul.
Era una suerte
que el aspecto de Rocío pasara tan desapercibido porque, por una vez, se había
olvidado por completo de subirse las gafas a lo alto de la nariz. Claro que el
hombre le había dedicado sólo una mirada fugaz antes de hablar con el señor
Harding, y ahora, como todos, tenía los ojos puestos en Eugenia.
Incluso
languidecida de calor, con el sudor resbalándole por las sienes, empapándole la
ropa bajo las axilas y apelmazándole parte del flequillo, Eugenia seguía
exuberantemente hermosa. No era extraño que el hombre la siguiera mirando, a
pesar de que ella todavía no hubiera contestado a su pregunta, y no podía estar
sólo esperando esa respuesta.
Cuando Rocío se dio cuenta de que no había dejado de contemplarlo, hizo tres cosas
con rapidez. Se volvió a poner las gafas en su posición de camuflaje, se
aseguró de llevar el pelo hacia atrás, muy austero, y empezó a abanicarse con
el periódico que tenía en la mano.
Iba a esperar que Eugenia se recuperara y hablara, otra
cosa que estaba acostumbrada a hacer para desviar la atención de ella. Pero Eugenia, que acababa de despertarse, seguía algo desorientada y no daba señales
de hacerlo.
El silencio prolongado, aparte del ladrido de los perros,
estaba empezando a tomar un cariz ridículo, así que Rocío dijo por fin, aunque
vacilante:
—Tal vez esperaba un par de niñas pequeñas, ¿me
equivoco?
—Caramba —exclamó con rapidez el hombre, sin
tener que preguntar a qué se refería. La miró un momento y se volvió de nuevo
hacia Eugenia.
Por primera vez a Rocío le molestó que la ignorasen de
una forma tan rotunda. Lo que era una locura, pues se esforzaba mucho por lograr
exactamente eso. Y no tendría nada de bueno atraer la atención de aquel hombre.
De hecho, hacerlo seria perjudicial para la tranquilidad de aquél y la suya
propia.
Así que fue un alivio, al menos desde el punto de vista de Rocío, que Eugenia se recompusiera y preguntara:
—¿Quién es usted?
—Gastón Dalmau. Trabajo para su tía.
No existía modo más rápido de quedar descartado de los
pensamientos de Eugenia como hombre merecedor de su atención que mencionar que
se era un mero empleado, de cualquier tipo. Eugenia no perdía el tiempo con
nadie que no fuera más rico que ella.
Sin mirarlo, cruzó el reducido trecho de calle que
separaba el coche del hotel y llegó a la sombra del porche. Gastón Dalmau se
disponía a desmontar cuando el tono de jefa a empleado de Eugenia lo detuvo.
—Hay que volver a cargar en el coche siete baúles
en total. Empiece para que podamos abandonar este desastre de pueblo de
inmediato.
—¿Espera viajar en eso? —preguntó Gastón,
de nuevo en la silla y con la mirada puesta en la diligencia.
—Siete baúles grandes, repito, y no hay ni un solo
vehículo en este pueblo que pueda transportarlos aparte de este coche, señor Dalmau.
—Pues los dejaremos aquí.
—¡Ni hablar! —exclamó con un grito ahogado.
El hombre y Eugenia se miraron, o más bien se fulminaron
con la mirada durante un momento en una breve batalla de voluntades. Gastón terminó suspirando, pensando tal vez que no valía la pena discutir por eso.
—Sabrá conducir la diligencia, ¿verdad? —preguntó Rocío con prudencia.
—No, pero supongo que puedo averiguar cómo se hace.
¿Dónde están los caballos? La cuadra parecía cerrada y vacía cuando pasé por
delante.
—Sí, como muchos edificios de aquí, la abandonaron
hace mucho —le explicó Rocío—. Así que dejaron a los animales
libres en el campo situado detrás del pueblo.
Un momento después, un disparo los sobresaltó a todos, es
decir, a todos excepto a Gastón Dalmau, que era quién lo había efectuado. Los
perros que lo habían seguido continuaban ladrando alrededor de las patas del
caballo. El disparo dio en el suelo, cerca de ellos, y los ahuyentó a toda
velocidad.
Eugenia, sorprendida, había chillado y se había llevado una
mano al pecho, donde seguía.
—¿Era del todo necesario? —preguntó a Gastón con sorna.
Éste volvió a ponerse bien el sombrero sobre la frente y
recogió las riendas dispuesto a irse.
—No. Pero fue un placer —contestó con una
sonrisa perezosa.

me encantaaaa!! :) massssss
ResponderEliminarme encantoo!
ResponderEliminarPor fin aparecio!! quiero mas cap!!
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