lunes, 8 de octubre de 2012

Un Hombre para Mi... Capitulo 8







Gastón no tenía que recorrer el trayecto tan deprisa. Quedaban seis horas de luz del día y podían alcanzar el siguiente pueblo con estación para diligencias antes del anochecer a un ritmo normal. Pero los caballos estaban frescos, y él seguía enfadado, de modo que llegaron una hora antes del ocaso. Descargó el resto del enfado en el empleado de la estación, que intentó negarles un coche regular sin coste adicional, e incluso quería quedarse el coche que ya tenían. Ni hablar. Tal como Gastón lo veía, las dos hermanas tenían derecho a un viaje gratis hasta Trenton como compensación de la experiencia que les habían hecho pasar.
            Esa noche, las mujeres se alojaron en un hotel, uno decente. Al menos no mereció las quejas de ellas. Lo que no podía decirse de la mayor parte del día. El viaje había provocado un montón de gritos, que Gastón había ignorado, en el interior del coche. Puede que todos provinieran de aquella solterona con una imaginación hiperactiva.
            Después de tres whiskies en la cantina más cercana, por fin dejó de apretar los dientes. Seguía sin estar contento. Tenía que soportar a unas mujeres, no a unas niñas, y eran tres. Tendría que haber pedido a Gimena que se lo aclarara antes de partir. No debería haber supuesto que las sobrinas que el hermano de ella había dejado «a su cargo» fueran niñas pequeñas. Debería haberse negado a hacerle ese favor pero, por desgracia, ya era demasiado tarde para lamentarse.
            Ya había sido bastante terrible pensar que viajaría con un par de niñas hasta el rancho, pero la mayoría de los niños que conocía se portaba bien, y no había esperado tener problemas. Las mujeres, en cambio, sólo podían crear dificultades y, por lo que había visto hasta entonces de esas hermanas, iban a creárselas.
            En cualquier caso, debería haber imaginado antes que las hermanas Laton eran mujeres, en especial después de tener que localizarlas. Pero estar convencido de que eran demasiado pequeñas para causarle molestias le impidió considerar los comentarios que había oído sobre ellas a lo largo del camino, en que ni una sola vez las calificaron de adultas, que él recordara. Frases como «esas jovencitas tenían una prisa terrible», «Esas muchachitas no atendían a razones» o «Esas damitas dejaron el tren más deprisa que una prostituta saldría de una iglesia» no indicaban exactamente que eran mujeres que podían despertar su interés lascivo.
            ¿Podían? ¡Caray, la tal Eugenia era preciosa! Unos cabellos rubios de tono dorado y peinados para enmarcar su rostro oval con rizos y tirabuzones que le quedaban perfectos. Una naricita respingona, las mejillas sonrosadas, una barbilla suave y los labios más seductores que había visto en mucho tiempo. Y unos ojos azul oscuro que brillaban como gemas pulidas, rodeados de unas gruesas pestañas negras un poco emborronadas por el calor, lo que indicaba que seguramente no era ése su color natural, pero aún así, la clase de ojos en los que un hombre podía perderse encantado.
            Por si eso no fuera suficiente, tenía además una figura llamativa que hacia caer la baba a cualquier hombre. Unos senos generosos, cintura de avispa y las caderas redondeadas, y no era demasiado alta, veinte y pocos centímetros más baja que él, lo que era bastante ideal en su opinión.

Su irritabilidad al conocerlo era comprensible. La habían abandonado en un pueblo casi fantasma, antes que eso había sufrido el asalto a un tren y Dios sabía cuántas cosas más. Para una joven educada con delicadeza, el Oeste podía ser un lugar duro, y ya había sufrido muchos malos percances. Lo menos que podía hacer era llevarla a Twisting Barb sin más incidentes.
            En cuanto a su hermana, era una solterona; con esas gafas horrorosas que llevaba, no podía definirla de manera distinta. Y, aunque no estaba siendo nada benévolo, después de cómo lo había insultado, no podía pensar en ella de otro modo.
            Eran tan distintas como el día y la noche, tanto que, de no saberlo, uno no sospecharía jamás que eran hermanas. Las dos rubias, sí, las dos con los ojos azules y una bella figura, pero el parecido terminaba ahí.
            Era evidente que Rocío era la mayor, y quizás estaba amargada por su soltería. Seguramente estaba celosa de Eugenia porque había acaparado todo el atractivo de la familia. Llevaba el cabello recogido en un moño sin gracia y peinado hacia atrás, caminaba con paso firme, como un hombre, e iba vestida en un tono gris pardo.
Puede que lograra mejorar un poco si lo intentaba, pero con esas gafas que daban  a sus ojos un aspecto tan saltón, seguramente pensaba que no valía la pena intentarlo. Era la clase de chica que llevaría a un hombre a salir corriendo despavorido si se fijaba en él. Cuanto menos pensara en ella, mejor.
A la mañana siguiente, partieron justo después del amanecer. A las mujeres no les gustó demasiado salir tan temprano, pero era necesario para llegar a la estación siguiente antes del anochecer. Al menos, volvían a estar en la ruta de la diligencia, de modo que habría más estaciones a lo largo del camino entre los pueblos para cambiar los caballos y alimentar a los pasajeros y, si no, por lo menos habría zonas designadas para pararse a descansar.
Al conductor no parecía preocuparle, aunque admitió que jamás había conducido en la ruta que llevaba a Trenton. Will Candles era un individuo malhumorado de casi cincuenta años, con los cabellos ya grises y un largo mostacho que se proyectaba hacia arriba en sus extremos del que estaba muy orgulloso. Hacia unos diez años que conducía diligencias, y antes, trenes de mulas, de modo que conocía bien su trabajo.
            Dos días después, Gastón tuvo otro roce desagradable con la solterona. Hacia mediodía se detuvieron en una de las mejores estaciones. Tenía cuadra, restaurante, ofrecía una gran variedad de productos e incluso disponía de alojamiento por si el tiempo era inclemente.
            Seguía haciendo buen tiempo, e iba refrescando un poco a medida que avanzaban hacia el noroeste. Habían cambiado el tiro mientras almorzaban. Sin embargo, hubo una ligera demora al salir porque uno de los caballos de refresco perdió una herradura y hubo que sacarlo para solucionarlo. Como la estación atendía una única ruta, sólo tenía disponibles seis caballos, de modo que era necesario volver a poner la herradura su querían el caballo fresco.
Gastón había procurado guardar todo lo posible las distancias con las mujeres, aunque sólo fuera porque le atraía Eugenia Laton, y un viaje, con las incomodidades que conllevaba, no era un buen momento para tener ideas románticas. Cuando estuviera instalada en su nuevo hogar, decidiría  si obrar o no de acuerdo a esa atracción. Así que comía con Will, en lugar de con las mujeres, y viajaba la mitad del día con él en el pescante del conductor y la otra mitad iba a caballo, pero jamás dentro del coche.
Eugenia y la doncella, Esperanza, ya habían subido al vehículo cuando el caballo perdió la herradura, y decidieron esperar dentro. Rocío estaba comprando algo en la tienda y, sin saber nada de la demora, pensando quizá que retrasaba la salida, llegó corriendo al coche y chocó con la espalda de Gastón.

Él no le dio importancia. Era una mujer muy torpe que siempre tropezaba con las cosas, y con las personas. Se limitó a apartarse. Sin embargo, ella pareció ponerse muy nerviosa por el accidente e incluso dio la impresión de ir a disculparse, pero debió de cambiar de parecer. No se imaginaba cómo pudo terminar culpándolo a él, aunque lo hizo.
Quería hacerme caer, ¿verdad? Y no es la primera vez. ¿Es algo que le viene de pequeño? ¿Meterse con los más débiles? Hacer eso es perverso. ¡Déjelo ya!
A Gastón no sólo le sorprendió la acusación, sino que, además, le resultó tan increíble que lo culpara de algo que sabía que era culpa de ella que se quedó sin habla. Y tras haberlo insultado por segunda vez, Rocío alejó la falda de él de un tirón, como si corriera el riesgo de contaminarse, y se marchó indignada.
Casi la hizo volverse. Incluso empezó a alargar la mano para sujetarla. Tal vez lo que necesitara era que la sacudieran un poco. Pero se detuvo. No valía la pena perder el tiempo en las ridiculeces que se le ocurrían a esa mujer. El problema era que había perdido el tiempo igualmente meditando lo irritante que era.


1 comentario:

  1. hhaayyy noo!! no quiero que piense asi de rochi!! jajaaj espero mas!!

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