Avanzó casi a ciegas por el pasillo. Pretendía irse sin que se notara, sin encender
ninguna luz, sin decir adiós.
Se detuvo ante
el suave resplandor que ofrecía la puerta abierta de la cocina. Las farolas aún estaban encendidas, pero la difusa
claridad que se filtraba por entre las cortinas era la del incipiente amanecer.
El claror sobre la blanca superficie del frigorífico le hizo fijarse en que esta vez las
letras imantadas sujetaban una fotografía.
Se volvió para mirar atrás, hacia la habitación de Rocio. No escuchó nada que le indicara que ella había despertado. Entonces, tan sigiloso como
un ladrón, se
acercó a
contemplar la imagen. Era la misma foto de Tsamoha que Rocio tenía en la mesa del despacho.
La tomó entre los dedos y durante unos instantes
observó los
enormes y expresivos ojos negros que una vez creyó que llegaría a conocer.
Con un suspiro
silencioso devolvió la foto
a su lugar y la sujetó con una letra en cada una de las dos esquinas
inferiores. Recorrió con los dedos el rugoso trazado de la T mientras
se sumía en
remembranzas.
No había oído el sonido de pasos de hacía un instante, ni había reparado en que Rocio llevaba unos
segundos junto a la puerta mirándole con triste embeleso.
—¿Te vas?
—la oyó decir con voz apenada.
Se sobresaltó. Allí, parada en medio de las sombras, la sábana con la que cubría su cuerpo resplandecía con la tenue luz de la mañana. Observó su pelo revuelto, sus hombros desnudos,
y recordó los
momentos apasionados que habían compartido esa noche. Había sido diferente a la primera vez. El
cuerpo le había pedido
un ritmo más lento,
más cadencioso con el que disfrutar de cada
segundo que la tuvo pegada a su piel para que el éxtasis resultara más largo e intenso; para pretender, aunque
fuera por una fracción de segundo, que los últimos años no hubieran existido y que ella
siguiera siendo la dueña de su vida y de su corazón. Y así lo había sentido hasta que abrió los ojos y descubrió que se había quedado dormido entre sus brazos; hasta
que experimentó el
placer de despertar, verla respirar y recordar cómo había gemido para él... Entonces había llegado la desazón, el remordimiento.
—¿Te vas?
—repitió al suponer que no la había escuchado.
—Sí. Tengo que... —Se frotó la nuca, incómodo, mientras inventaba un motivo.
—Tienes
que terminar el último
diseño —dijo ella.
—Sí. Eso es. —Escondió las manos en los bolsillos como si de
ese modo pudiera borrar el que ella le hubiera visto acariciar el pasado—. Tengo que aprovechar el domingo para
avanzar.
Rocio encogió los dedos de sus pies descalzos y alzó un poco más el amasijo de sábanas que arrebujaba contra su pecho.
—Cuando
nos lo entregues... —Pensarlo ya la asfixiaba. Cogió aliento—. ¿Cuándo nos lo entregues desaparecerás? —preguntó con temor.
—No —susurró mirándola sin conseguir ver sus ojos en la
oscuridad—. No.
Sonrió aliviada y él se preguntó si podría tenerla cuantas veces quisiera hasta
que llegara el momento de olvidarla para siempre. Existía un peligro, y él lo sabía. Pero también estaba su imperiosa necesidad de ella. Únicamente debía decidir si saciar esa apetencia merecía el riesgo de terminar necesitándola con más crudeza.
La miró fijamente mientras se acercaba. Cuando
pudo apreciar el miel de sus ojos se detuvo a observarlos, y por su brillo
entendió que por
alguna incomprensible razón ella seguiría recibiéndole. Cada milímetro de su piel le palpitó bajo la ropa anticipándose a lo que sabía que iba a sentir cuando volviera a
tenerla.
Y decidió que el resto no importaba.
Que él pudiera vivir en continuo martirio
echando de menos esos momentos de pasión, mientras ella consumía sus días en la cárcel, no importaba.
Minúsculas partículas de placer le brotaban todavía por los poros de su cuerpo cuando, sin
decir una palabra, reanudó con lentitud sus pasos hacia la salida.
Al escuchar Rocio
el sonido de la puerta que advertía que ya estaba sola, apoyó la sien en el marco de madera sin
apartar los ojos de las letras que él había acariciado. Estaba segura de que esa noche habían hecho el amor. Esa vez, sí, le había sentido a él. Esa vez, además del gozo físico, él le había entregado su ser y sus caricias le habían rozado el alma para llenársela de ternura y de esperanza.
Suspiró al tiempo que se acercaba al frigorífico. Observó que la s y la h estaban
ligeramente desplazadas hacia arriba para sujetar la foto. Las que Gaston
utilizó
incontables veces para escribirle «Te amo» continuaban en su lugar.
Las rozó con los dedos y recordó otra mañana muy diferente a esa.
Gaston y ella hacen el amor mientras el sol entra por
la ventana y les acaricia la piel desnuda. Se aman, hasta acabar exhaustos y
jadeantes, y después
continúan
tocándose
con languidez. Ella sugiere que le apetece algo fresco y jugoso, él la besa apasionadamente
en los labios y salta de la cama para buscar en la cocina.
Lo espera hasta que no soporta echarlo de menos por más tiempo.
Sale en su busca sin ponerse nada que la cubra y lo
encuentra alterando el lugar y la posición
de las letras para forma un Te amo. Él
la mira de arriba abajo con admiración,
la abraza y le da a morder una gran ciruela amarilla.
—¿Qué quiere decir Tsamoha? —Se interesa—. Siempre lo pienso al
cambiarlas de orden y poner boca abajo esa e para convertirla en una horrible a —ríe, divertido—, pero después olvido preguntártelo.
—Tsamoha
es una niña
a la que amadriné
cuando tenía
dos añitos.
—Sus
ojos brillan con ternura al recordarlo—.
Ha crecido mucho desde entonces. Es preciosa y la adoro.
—¿La
conoces? —Da
un bocado a la fruta y se la ofrece de nuevo.
—Aún no, pero lo haré. El viaje es costoso y no
quiero ir con las manos vacías.
Estoy ahorrando para...
—No
hace falta que lo hagas —la
interrumpe, radiante—.
Yo te pagaré
ese viaje y todo lo que quieras llevarle.
Ella siente una punzada en el corazón. Le mira con ojos
sorprendidos y la tez de pronto blanquecina.
—Estamos
hablando de mucho dinero —musita
con preocupación—. No puedo aceptar un
regalo así.
—¡Claro
que puedes! Si nos hubiéramos
conocido hace unos años
ni siquiera hubiera podido invitarte a un café
—dice,
satisfecho de poder hablar en pasado—.
Pero ahora tengo una pequeña fortuna —exagera con una sonrisa de
felicidad—.
Y no se me ocurre una forma mejor de gastarla que haciendo felices a las
personas a las que quiero. Y a ti te amo con toda mi alma.
Rocio apretó con fuerza los párpados al recordar la angustia que sintió al escucharle hablar con tanta ligereza
de dinero. Se había negado
a creerle un delincuente, había discutido con el comisario y hasta había cuestionado que los informes fueran
correctos. Pero su generoso gesto se convirtió en el motivo que con más firmeza le hizo dudar de su honestidad.
También en aquel momento había cerrado los ojos para soportar el
impacto. Entonces él la había abrazado con ternura y le había rogado que no se preocupara, que podía permitirse un gasto como ese. Que él también disfrutaría del viaje acompañándola a conocer a la niña si eso la hacía sentir mejor. Había resultado irónico que tratara de tranquilizarla hablándole de lo que solo podía aumentar su inquietud.
Acarició de nuevo las letras, esta vez únicamente con la mirada. No quiso
devolverlas a su posición y tampoco componer con ellas la palabra que nadie
salvo él podía formar. Únicamente podía soñar con que volviera a hacerlo cada mañana, durante todos los amaneceres de su
vida, para que ella la encontrara al despertar. Pero para que ese milagro se
diera antes debían
hablar de los errores que cometieron en el pasado, y eso iba a resultar
imposible. Lo pensó cuando
los intentos que ella había hecho esa noche, él los había silenciado mordiéndole la boca con apasionada fiereza.
Volvían a estar en la planta más baja del parking, en la peor iluminada,
en la ciega a las cámaras de vigilancia, y el confidente volvía a estar descontrolado.
—No me
gusta que me engañen,
aunque quien lo haga asegure que va a pagarme cojonudamente bien.
—Era
mejor que no lo supieras —se justificó el comisario—. Y si lo piensas con calma me darás la razón.
El chico resopló, se llevó las manos a la nuca y se alejó unos pasos, tenso y silencioso. Regresó al cabo de unos segundos, para seguir
hablando en voz baja.
—¿Sabe el
acojono que tuve? —preguntó entre dientes y acercándole el rostro—. Cuando nos reunieron a todos en la
vieja nave ya
sospeché algo,
pero cuando cerraron las puertas, con todos dentro, me di por jodido.
—Pero
mantuviste la calma, como siempre, y no ocurrió nada.
—¡No habría podido hacer ni un puto movimiento
aunque hubiera querido! —bramó con expresión desencajada—. Sé bien cómo arreglan las cuentas esos jodidos
perturbados. Cuando Carmona dijo «tenemos entre nosotros a un chivato», me quedé sin sangre en las venas porque toda se
me amontonó en el
cerebro. Pensé que me
estallaba la cabeza.
Se apartó una vez más, con las manos de nuevo en la nuca,
como un detenido. El comisario guardó silencio dejando que se desahogara a su manera.
No tardó en volver al rincón oscuro.
—Carmona
empezó a andar
hacia nosotros y mientras lo hacía me miraba a mí, solamente a mí, venía a por mí... —Inspiró con la boca abierta, como si se ahogara—. Estuve a punto de sacar mi arma, no
para defenderme, sino para pegarme un tiro antes de que esos putos desgraciados
me pusieran las manos encima. En el último momento se volvió hacia el tío que estaba a mi izquierda y le puso la
pistola en la frente. Y entonces tuve miedo de que me notaran el alivio. ¡Si hubiera sabido que yo no era el único que estaba en esto habría estado más tranquilo, joder! —reprochó con impotencia.
—Y ahora
estarías
muerto. Si los dos hubierais conocido la existencia del otro, él habría intentado librarse inculpándote y habríais caído los dos —el joven le miró entrecerrando los ojos—. Reconocerás que mi forma de hacer las cosas te ha
salvado la vida.
—Puede
que sí —dijo sin reconocerlo del todo—, pero tenga claro que me largo. Esperaré hasta pasarle toda la información. No meta la pata otra vez, jefe.
Termine con esto, págueme como me prometió y no volverá a verme nunca más.
—Tú cumple con tu parte y yo cumpliré con la mía.
—Usted
prepare bien a sus hombres, porque en unos días llega el cargamento desde Colombia.
Carmona piensa que ha limpiado de soplones la casa y ahora le urge recuperar el
tiempo perdido. Tiene a dos de sus retrasados buscando a un tipo al que se
supone que ya tenían
localizado —rio por
lo bajo—. Parece
ser que quiere saldar una vieja cuenta de la que todavía no he conseguido información. Les pone la sangre a esos jodidos
cabrones —bromeó con una mueca nerviosa.

estuvo buenisimaa *-*
ResponderEliminarMe da miedo Carmona, me da miedo Pablo, me dan miedo. Para colmo Gaston que la quiere meter en la carcel. Pero él sabe que la ama, y Rochi pobre, me da pena que no sepa nada, porque ella parece confiar en él,y él que no quiere hablar, en fin, no se que más decir, me encantaron los dos capitulos, y espero que pronto subas mass!!!!
ResponderEliminarMe encantaron y mucho los dos capitulos que dejaste! Son tiernos y duros a la vez estos dos, pero imaginarlos juntos es lo màs lindo. Espero que pronto tengamos màs pq me desespera esperar tanto jajaja y esta vez si que demoraron :_ Bueno, nose que màs decir jajaja QUIERO MÀS :)
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