Estacionó el
coche a pocos metros del piso de Gaston. Salió del vehículo abrochándose el abrigo y consultó su reloj de pulsera: las ocho de la mañana. Después miró al cielo. Amanecía un precioso día frío y nublado pero sin amenaza de lluvia.
El día
perfecto para pasear por la playa escuchando el sonido el mar; para sentarse en
la arena y contemplar el horizonte en silencio; para charlar abrazados, refugiándose del viento.
Le alegraba que Gaston
hubiera aceptado su idea de pasar el domingo en la playa. Tenía maravillosos recuerdos de aquel lugar
en el que se produjo su primer acercamiento, y pensaba que volver allí era lo que necesitaban. Tenía la esperanza de que él se relajaría hasta permitirle hablar del pasado, de
que por fin la dejaría explicarse y, tal vez, comenzaría también a perdonarla. Esa expectativa le
ilusionaba tanto que la excitación había hecho que madrugara mucho más de lo necesario.
La esplendorosa
sonrisa se le extinguió en los labios cuando llegó al portal y la vio. La reconoció a pesar del tiempo transcurrido. La
encontró más hermosa a pesar de que siempre le
pareció la mujer
más perfecta que había visto. Se quedó inmóvil mientras ella, altiva y desafiante,
abría la puerta y se detenía obstaculizándole la entrada.
—¡Qué sorpresa! —pronunció en voz baja—. Este piso está muy concurrido esta mañana.
Rocio percibió su tono provocador, pero no respondió. No quería discutir. Sentía lástima por ella. Sabía lo que era amar sin esperanzas de ser
correspondida.
—¿Me
dejas pasar, por favor? —pidió con amabilidad.
Pero Lali estaba
tan furiosa como dolida. Acababa de descubrir el motivo del indiferente
recibimiento que le había dedicado Gaston, y sobre todo de la absurda discusión que había terminado con su imprevista visita.
—Ya que
compartimos un interés común, permite que te dé un consejo —dijo con un chispeo de perversidad en sus
ojos negros—: No
subas inmediatamente. Da unas vueltecitas por el barrio para dar tiempo a que
se enfríe su
cama. —Sonrió al descender a la acera para marcharse,
y en cuanto le dio la espalda la sonrisa desapareció y sus ojos reflejaron el dolor y la
impotencia que en realidad sentía.
Rocio apretó los párpados mientras el taconeo se iba
perdiendo en la distancia. Se encogió, muerta de amargor y de frío. ¿En qué momento se atrevió a albergar alguna tonta esperanza con
respecto a Gaston? Se había acercado a él para ayudarle y, tal vez, para ayudarse
a sí misma poniendo un poco de paz también en su alma. Debería haber centrado sus esfuerzos en eso,
sin dejarse llevar por la emoción de descubrir que él la seguía amando.
Porque la amaba.
Estaba segura de que la amaba a pesar del odio, a pesar de Lali, a pesar de
todo.
Sin embargo, se
quedó allí durante interminables minutos soportando
la baja temperatura, preguntándose si debía subir o era más prudente regresar a casa.
Aún dudaba cuando, un rato después, Gaston abrió la puerta y la miró con desconcierto.
—¡Vaya! —exclamó, aturdido—. Te has adelantado casi una hora. Pero
lo arreglo en cinco minutos —aseguró mientras caminaba hacia atrás torpemente. Alzó la mano para disculparse y se precipitó hacia su cuarto.
Rocio suspiró para darse ánimos. Encontrarlo con los pies
descalzos, los vaqueros desabrochados y el torso desnudo le había provocado una punzada gélida en el corazón.
Miró a su alrededor, temerosa de encontrar
cualquier cosa que le recordara a Lali, y fue tras él siguiendo la estela que su olor a recién duchado había dejado por el pasillo. Se detuvo a la
entrada de la habitación y miró la cama deshecha.
—Perdona
el desorden —pidió, azorado, mientras sacaba un suéter del armario—. Me he levantado muy pronto, pero me he
entretenido dibujando.
Ella volvió la vista hacia el escritorio. La figura
de una mujer desnuda ocupaba toda una lámina. Se acercó para apreciarlo mejor. Era ella,
acostada lánguidamente
sobre una indefinida y esponjosa superficie blanca. Estaba bella; más bella de lo que se había sentido nunca. La luz que llegaba en
oblicuo desde la ventana le permitió apreciar que algunas líneas estaban profundamente incrustadas en
el papel, como si hubieran sido trazadas con demasiada impetuosidad. Tal vez
con rabia. Quizá con esa
rabia que ella había dejado
de ver y que por eso había creído extinguida.
Se sobresaltó al notar a Gaston a su espalda. Cerró los ojos mientras sentía sus dedos recogiéndole con suavidad el cabello y dejándolo caer hacia delante por uno de sus
hombros.
—¿Hay
algo que te preocupa? —musitó en voz baja.
Ella negó con un movimiento de cabeza. No podía dejar de imaginarlo con Lali entre esas
sábanas enredadas. Al sentir el calor de
sus labios sobre la nuca se le erizó la piel, se apartó bruscamente y se dirigió a la puerta, pero se detuvo a medio
camino.
—¿Qué ocurre? —volvió a preguntar observando con atención su espalda tensa.
—Nada,
pero... he estado pensando que... no... no tiene ningún sentido que pasemos el día en la playa —dijo escondiendo sus temblorosos dedos en
los bolsillos.
Gaston se acercó sin dejar de mirarla y se colocó frente a ella.
—Algo ha
cambiado desde ayer por la noche. ¿Qué es? —Sus ojos verdes se encendieron—. ¿Has estado con él? —preguntó consumido por unos repentinos celos.
—No sé de quién hablas. —Se mostró confundida.
—Claro
que lo sabes. ¿Has
estado con el comisario?
—¿Por qué me haces esa pregunta?
Gaston comprimió los labios con fuerza. Que ella evitara
responderle fue para él la más sólida confirmación.
—Por nada
—respondió, mortificado y furioso—. También yo creo que es ridículo que tú y yo vayamos a esa playa o a cualquier
otra. Para lo que nos juntamos nos basta con un simple colchón —apuntilló mordaz, y sin apartar los ojos de los
suyos se hizo a un lado para dejarla ir.
Rocio le mantuvo
la mirada unos segundos. No podía creer que estuviera siendo tan cruel. Tomó aire, dispuesta a demostrarle que no había conseguido humillarla.
—Estoy de
acuerdo. —Alzó la barbilla ocultando el dolor que la
quebraba por dentro—. Cualquier punto de apoyo sirve para nuestros
revolcones.
Se apartó, con cuidado de no rozarle, y se volvió hacia la salida con paso digno.
Gaston caminó tras ella, muy cerca, observándola en silencio, conteniendo el impulso
de retenerla y gastarle la boca hasta borrar lo que los dos acababan de decir.
Sintió ahogo cuando en el salón la vio recoger el abrigo y el bolso.
—Posa
para mí —pidió al no resistir la sensación de pérdida.
Ella se volvió, sorprendida. Le miró tratando de reconocer la aspereza de hacía un instante. En su lugar encontró el amor torturado de siempre.
—¿Ahora? —Su voz fue como un murmullo emocionado.
—Ahora —respondió con un susurro—. Posa para mí como lo hiciste entonces.
Rocio comprimió contra sí las prendas, y los segundos que tardó en responder se le hicieron a Gaston
eternos.
—No. No
voy a hacerlo mientras no hablemos —declaró sin ánimo de provocarle—. Esta vez no.
Firme en su
intención de
irse, caminó hacia
el pasillo y la entrada. Gaston reaccionó con rapidez, pero en lugar de detenerla
se adelantó y se
interpuso entre ella y la puerta. Le acarició la mejilla con el dorso de los dedos y
susurró,
seductor:
—No seas
niña. —Trató de sonreír, pero el corazón le latía en la garganta—. Quédate y posa para mí.
—Quieres
que pose para ti —musitó con tristeza—. Quieres que corresponda a tus caricias
cada vez que se te antoja, que sonría contigo cuando tienes un buen día y que casi no respire cuando llegas áspero y resentido —inspiró hondo y con suavidad—. Y siempre hago todo eso que deseas. ¿Pero qué pasa con lo que yo quiero? —Le vio tensarse mientras ella concluía—: No, Gaston. No voy a posar para ti
mientras no me dejes explicarte lo que pasó.
Pero él no podía dejarla hablar. Tenía miedo de que con unas pocas palabras le
hiciera dudar de lo que vio, de lo que sintió aquella tarde; de la verdad en la que
llevaba apoyando su desdichada vida durante los últimos años.
—Como
quieras —dijo Rocio
ante su obstinado silencio.
El corazón de Gaston se aceleró pidiéndole que la detuviera, la mirara a los
ojos y le dijera que estaba dispuesto a oír lo que ella quisiera contarle. Pero él se negó ese deseo. Se quedó inmóvil mientras ella pasaba por su lado y
alcanzaba la puerta.
Rocio salió sin mirarle. Se iba con la falsa
dignidad con la que trataba de ocultar lo utilizada y herida que se sentía. Estaba haciendo lo único que podía hacer, lo que debió haber hecho hacía mucho tiempo. Sin embargo, alejarse de él le provocaba el mismo dolor que si se
le arrancaran a pedazos las entrañas.
—Espero
que te vaya bien —dijo
desde el rellano—. Espero
que todo te vaya bien.
No hubo más palabras, ni siquiera una última mirada.
Gaston cerró y la soledad volvió a llenar la casa, volvió a asfixiarle, volvió a sumirle en las sombras.
Crispó los puños y maldijo en voz baja. Cuando eso no
le bastó trató de desahogar su impotencia golpeando con
los nudillos sobre la puerta una vez, y otra, y otra...
El agente Gómez se detuvo ante el despacho y se
examinó el
uniforme. Se santiguó dos veces. Después golpeó la puerta con los nudillos y abrió.
El comisario,
sentado ante su escritorio, levantó la cabeza y le miró con gesto agrio.
—Si no me
traes las noticias que espero, mejor desapareces sin abrir la boca —espetó, furioso.
—Señor. —Volvió a carraspear—. No es fácil conseguir la información que me ha pedido sin...
—¡No te
he preguntado por las dificultades que encuentras al hacer tu trabajo! ¡Te he dicho que hables únicamente si tienes algo importante que
comunicarme!
—Como me
dio libertad para seguir al sujeto, lo he hecho unas cuantas veces. Puedo decirle que desde
hace un tiempo pasa muchas noches en un piso de Deusto que...
—¡Ya
basta! —Se puso
en pie al tiempo que golpeaba la mesa con los puños—. Estoy cansado de tu ineptitud. Está claro que me equivoqué contigo.
—Pero señor, yo...
—¡Tú, nada! —continuó gritando—. No estoy de humor para aguantar majaderías de un novato que no sabría decirme ni cuál es su mano derecha. Aléjate de mi vista o juro que no respondo
de mí —amenazó entre dientes.
—Sí, señor —acató cuadrándose antes de salir de forma
precipitada.
El comisario se
dejó caer con brusquedad en el asiento. Apoyó la espalda en el respaldo y con aire
ausente se frotó el mentón.
Se sentía furioso, frustrado, impotente. El último mes estaba siendo un infierno. No
podía soportar que Rocio estuviera viéndose con aquel tipo. Eran muchas las
veces, en las últimas
semanas, que se había contenido para no abordarlo de nuevo. Le mataba el
deseo de darle un buen escarmiento para que se le quitaran las ganas de
acercarse a ella.
La impotencia y
los celos le consumían. La amaba con toda su alma. Si perderla era duro,
perderla por que se fuera con aquel delincuente de oscuras intenciones le
resultaba insoportable. Necesitaba que ese maldito regresara a prisión antes de que le hiciera daño, pero ya había comprendido que el agente Gómez no iba a ser quien le facilitara las
pruebas necesarias. Le había hecho perder un tiempo precioso que el condenado Gaston
no había
desperdiciado.
Se
frotó
con los dedos el espacio entre los ojos. Llevaba demasiado tiempo sin dormir,
demasiado tiempo tenso, demasiado tiempo furioso. Su capacidad para centrarse
en el trabajo estaba bajo mínimos, su paciencia estaba llegando a su fin.

NO NO NO, yo queria ese viaje, maldita Lali, oh, me enoje, jum. INJUSTO. Para colmo Gaston pensando q estuvo con el comisario, oh. Y ahora me da miedo el otro, y si le hace algo a Gaston? me niego. Quiero ver que onda como sigue esto.
ResponderEliminarAy yo queria el viajeeeeee! no quiero que se separen che :'( jajaja bueno ojala las cosas mejoren rapido, que vuelvan a estar juntos y que puedan hablar del tema de una vez! Quiero màssssssssssssss
ResponderEliminarme enanto el capiii tengo que decirte un gran verdad en tan solo un dia y un tarde me he leido esta novela entera es incleible me encanta quiero mas capitulos
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