siguió arrodillada en el suelo. Llevaba sintiéndose mal los tres mismos días que llevaba sin ver a Gaston. Podía parecer exagerado, pero ella encontraba
lógico que a la vez que se le iba muriendo
el corazón se le
enfermara también el
cuerpo.
¿Qué iba a hacer ahora, para saber de él, si ya les había entregados los diseños y había cobrado por ellos? ¿Qué podía hacer, si hasta las felicitaciones del
cliente le había
transmitido? ¿Qué iba a hacer, cuando ya lo había hecho todo para estar cerca de él y nada había funcionado? No debió albergar ninguna esperanza. En su lugar
debió haber
tenido presente que la herida que deja una traición tan grande nunca termina de sanar.
Sonó el timbre de la puerta al mismo tiempo
que Su estómago se
retorció. Se
puso en pie, se mojó la cara y se enjuagó la boca en el lavabo. Se secó con una pequeña toalla, mirándose en el espejo. Estaba horrible, con
la piel blanquecina y unas oscuras y hundidas ojeras. Era el aspecto mortecino
de quien no se encuentra el alma.
Se frotó las mejillas mientras dejaba que sonara
el timbre, y el corazón volvió a latirle resucitado cuando le pareció escuchar la voz de Gaston.
Caminó por el pasillo sin encender la luz, con
las manos sobre el pecho, conteniendo la respiración y amortiguando el sonido de sus pasos.
—Abre, Rocio.
Por favor, abre —le oyó decir con voz apagada.
Se paró junto a la puerta agonizando en
contradicciones. Quería verle, mirarle a los ojos, hablarle... pero aún era pronto para eso. La herida era
demasiado reciente y demasiado dolorosa. Temía que le faltarían fuerzas para estar ante él sin echarse a sus brazos buscando su
consuelo.
Por eso se quedó quieta, rogando por que se cansara de
llamar y se fuera.
—Abre un
momento —volvió a pedir tras la puerta—. Tenemos que hablar.
Hablar. Le
estaba pidiendo, en tono dulce y afligido, que hablaran. Al fin aceptaba que
hablar era el primer paso que debían dar; el primero que debieron haber dado desde el
principio. Y la esperanza volvió a asomar con timidez en su herido corazón.
Le temblaban los
dedos cuando descorrió el cerrojo y tiró de la manilla. Él apareció con una sombra de cansancio en sus ojos verdes,
y, ella, conteniendo la respiración, retrocedió para dejarle espacio.
—He
luchado por no venir —se justificó parándose de frente—. Te juro que lo he intentado con todas
mis fuerzas.
—Tampoco
para mí está siendo fácil —reconoció, expectante.
—Entonces
¿por qué lo hiciste; por qué me echaste de tu lado? —La sintió dudar, y por un momento creyó que podría convencerla—. Olvidemos lo ocurrido. Volvamos a estar
como antes.
—¡No!
Como antes no —negó enérgicamente con la cabeza—. Si de verdad queremos estar juntos,
primero debemos hablar de lo que...
—¿Por qué vuelves una y otra vez a lo mismo? ¿No te das cuenta de que tu insistencia es
lo que lo ha estropeado todo? —preguntó con desaliento—. Estábamos bien cuando no tocabas el maldito
pasado.
—¡¿Bien?!
—exclamó, aturdida—. ¿A qué llamas estar bien? ¿A lo que aseguraste que podíamos hacer en cualquier sucio colchón? ¿A que llegaras aquí cada noche con el único propósito de que me abriera de piernas para
ti?
Él acusó el golpe, y la rabia no le dejó ver que lo había merecido.
—No me
pareció que te
quejaras ninguna de las veces —respondió a la defensiva.
La observación, aunque cierta, la hirió profundamente recordándole cuál sería el tipo de relación que tendrían si le aceptaba con sus condiciones. Volvería a pasar a su lado las horas que él quisiera y del modo en el que se le
antojara; volvería a
amarle en silencio cuando a él no le apeteciera escuchar sus «te amo». ¿Y cuánto tiempo más se sostendría esa locura?... Probablemente hasta que él se decidiera a escoger entre el amor y
el odio que sentía por
ella.
—¿A esto
te referías al
decir que teníamos que
hablar? —preguntó en tono acusador para después apretar los párpados y pedir—: ¡Vete! ¡Vete y no vuelvas!
—¿Por qué me reprochas algo que los dos quisimos
hacer? —Se acercó hasta que pudo sentirla respirar—. Es más. ¿Por qué me reprochas algo que te mueres por
volver a hacer?
Le apartó un mechón, sujetándolo tras la oreja, y hundió con sensualidad los dedos en su cabello.
—Por
favor, Gaston. —Temblaba
por fuera y por dentro—. Esto es absurdo.
—¿Acariciar
es absurdo? —musitó al tiempo que alcanzaba el punto en la
nuca que sabía que le
erizaba la piel.
—No deberías haber venido —insistió tratando de ignorar su contacto—. Vete, por favor.
Él no se
movió. La tenía frente a sí, protestando con dureza mientras su piel
respondía a sus
caricias.
—¿A quién obedezco? —susurró, seductor—. ¿A tu boca, que me pide que me vaya, o a
tu cuerpo que suplica que me quede? ¿Cuál de los dos miente, Rocio?
—Tal vez
ninguno de los dos. —Sacó fuerzas para apartarse y fue hacia la puerta. La abrió y esperó a que él se volviera.
El aire frío procedente de la escalera le azotó a Gaston la espalda, que tensó la mandíbula y se maldijo tanto por lo que había dicho como por lo que había callado. Cuando se volvió, ambos se miraron a los ojos; ella
tratando de mostrarse firme, él sin poder disimular su indecisión.
—Rocio...
—Ya nos
lo hemos dicho todo —sentenció con tristeza—. Ahora quiero que te vayas; quiero que
te olvides de mí; quiero
que encuentres a quien sepa hacerte feliz, porque los dos sabemos que yo nunca
seré esa persona.
Gaston bajó la cabeza lamentando la estúpida ceguera con la que había vuelto a estropearlo todo. Avanzó con la intención de no rogar, de no suplicar, de
alejarse de ella. Sin embargo, apenas atravesó el umbral y pisó la alfombrilla de bienvenida, volvió a detenerse. Le oprimía la sensación de que una vez que se fuera no habría vuelta atrás... y no estaba dispuesto a perderla,
aunque para ello tuviera que tragarse la obstinación y el orgullo.
—Rocio...
—volvió a susurrar al tiempo que se volvía a mirarla y se encontraba con sus húmedos ojos.
Y al instante
ella cerró la
puerta, dejándolo
fuera de su casa y fuera de su vida.
Después se quedó allí, quieta, llorando por la última y amarga despedida. Habría sido fácil aceptarle; demasiado fácil y con el tiempo demasiado doloroso
para los dos. Pero esos pensamientos no la consolaron.
Respiró por la boca entreabierta al sentir que
le regresaban las náuseas y se sujetó con las manos el estómago revuelto. Su cuerpo volvía a enfermar en cuanto él se alejaba.
—Sé que estás ahí —le oyó decir, al otro lado, y bajó los párpados mientras el corazón le palpitaba de nuevo en la garganta.
El de Gaston no
encontraba espacio donde latir: se moría. Moría golpeándole con apasionamiento, como si le
castigara porque no le hubiera dicho todo lo que sentía. Y con mayor apasionamiento hubiera
aporreado él la
puerta de no haber sabido que eso no le ayudaría a recobrarla, sino a terminar de
perderla. Por eso se contuvo y dio en la madera suaves toques con el dorso de
los dedos.
—Sé que estás ahí. —Inspiró despacio, refrenando la congoja—. Escúchame, por favor.
Luchaba contra
la promesa, que una vez se hizo, de mostrarle su rencor pero jamás su debilidad; esa debilidad que era y
siempre sería ella.
Ante, tal vez, su última
oportunidad, jugaba al fin su última carta, esa que en su afán de protegerse nunca usó: la verdad que llevaba escondida en lo más profundo de su alma; esa verdad que había estado negándose también a sí mismo.
—Sé que estás ahí —repitió una vez más, con la frente pegada a la puerta—. Puedo sentirte. Nunca he necesitado
verte para saber que estás cerca de mí... —Tragó, pero su garganta siguió estando seca y la humedad continuó anegándole los ojos—. Entiendo que me estés echando. De verdad lo entiendo, pero...
pero entiéndeme
también a mí. Me cuesta confesarte esto... Me cuesta
la misma vida confesarte que... que te necesito. —Dos gruesas lágrimas resbalaron bajo sus pestañas—. ¡Dios, Rocio, te necesito con desesperación, te necesito y no sé por qué! Ni siquiera me atrevo a preguntármelo. —Golpeó la puerta con el puño, suavemente, desalentado porque no
llegaba respuesta—. No hay
nada en esta vida que me importe, salvo estar contigo.
Esperó, pero nada cambió al otro lado, ni un movimiento ni un
sonido. Sentía la
inmovilidad de Rocio como si estuviera viéndola. Lo que no percibía era su llanto, dulce y silencioso, ni
la emoción que no
le dejaba moverse ante esa extraña y esperada declaración de amor.
—Ya lo
ves —dijo
rozando con los dedos el borde por el que la puerta no terminaba de abrirse—. Después de los años vuelves a tenerme en tus manos.
Suspiró derrotado. No sabía qué más decir, ni cómo suplicarle para que pusiera fin a su
tormento. Si no le escuchaba solo le quedaba volver sobre sus pasos; regresar
al vacío en el
que se iba a perpetuar su vida sin ella.
Acarició la madera, como la habría acariciado a ella de no haber mediado
la puerta, y se tensó al percibir una vibración.
Lentamente el
borde comenzó a
separarse del marco, y un sonido, como de agonía, salió de la garganta de Gaston. Pudo ver,
entonces, tras el cristal nebuloso de sus lágrimas, el rostro que amaba mientras los
húmedos ojos se clavaban en los suyos. tomoó aire a la vez que avanzaba hacia ella, y
una vez dentro cerró la puerta con el pie. Sin dejar de mirarla le acarició la mejilla con la palma abierta. Rocio
suspiró al
sentir el roce, sonrió y alzó su pequeña mano para posarla en la suya, grande y fuerte y a
pesar de ello temblorosa.
La emoción espesó el aire, dejando sus pulmones incapaces
de tomar oxígeno.
Pero ellos respiraban ya por los ojos, que se les iban llenando de la imagen
del otro que, durante tres días, habían anhelado más de lo que podría hacerlo nadie en una vida entera.
Y ninguno pudo
ya contenerse. Ella le echó los brazos al cuello y él la envolvió con desesperación entre los suyos.
—Te amo —susurró Rocio en medio de besos con sabor salado
a lágrimas.
Él tragó y la besó de nuevo, temeroso y deseoso de oírla, temeroso y deseoso de volver a
creerla.
rochi esta embarazada *-*
ResponderEliminarno me puedes dejar así y ahora que que pasara estoy ansiosa
ResponderEliminarme mueroooo no la podes dejar hay rochi esta enbarazada ahhhhhh quierooo massss subi pronto
ResponderEliminarJodeme que esta embarazada!!
ResponderEliminarPdt: Me llamo Marianela. Soy nueva lectora.