En casa, Rocío no se había detenido nunca a pensar en el ruido que Eugenia y ella hacían
cuando se atacaban mutuamente. Iban con cuidado de mantener esas peleas en
privado. Y, como nadie había hecho nunca ningún comentario al respecto, había
supuesto que nadie lo sabía.
La pelea de hoy no había podido
evitarse. Casi había estallado en público, en el porche. Pero Eugenia había
entrado en razón y había esperado a que estuvieran solas.
Gracias a Dios, les habían dado
habitaciones separadas. A pesar de todo, Eugenia no se había quedado en la que
le correspondía y las había seguido cuando su tía mostraba a Rocío la suya. Rocío supo entonces qué ocurriría, y estaba preparada. Esperanza también lo
sabía, y para impedirlo no se marchó cuando Gimena lo hizo. Pero Eugenia le
pidió que saliera. Y en cuanto cerró la puerta, se abalanzó sobre Rocío.
Fue una de sus peleas más violentas.
Las dos terminaron con mechones de pelo en las manos, piel bajo las uñas,
marcas de dientes y un montón de cardenales. Aun así, y aunque pareciera
mentira, ni una sola señal les estropeaba después la cara. Era casi una norma tácita
entre ambas que las caras estaban prohibidas. Todos los demás cardenales podían
ocultarse, pero las marcar faciales evidenciarían sus indignas refriegas.
Además, arañar una cara era como arañar la otra cuando ambas eran idénticas.
No hubo ganadora. Rara vez la había.
Sus peleas terminaban cuando ambas estaban agotadas, y como tenían similares
condiciones físicas, solían agotarse más o menos a la vez. Ésta no fue
distinta, y bastante pronto se fue reduciendo a insultos verbales, como ocurría
casi siempre.
—Podrías,
al menos, haber esperado a que nuestra tía te conociera un poco mejor antes de
mostrarle lo bruja que puedes ser— dijo Rocío mientras se subía a la
cama.
—¿Por qué?—
replicó Eugenia, que se había dirigido directamente al espejo más cercano a
examinarse la cara—. No pienso quedarme aquí el tiempo suficiente para
conocerla nada.
—¿Y adónde
irás?
—A casa,
por supuesto.
—¿Con un
marido a la zaga? ¿De veras crees que encontrarás aquí a alguien que se case
contigo tan deprisa?
—No seas
tonta— exclamó Eugenia, vuelta hacia Rocío—. Aquí no hay nadie
digno de mí.
—¿Entonces
vas a renunciar a tu herencia?— concluyó Rocío.
—Mira que
eres burra a veces, Rochi. No, no he venido hasta aquí para renunciar a nada. La
tía Gimena estará contentísima de enviarnos de vuelta a casa, y con su
consentimiento por adelantado para cualquier hombre con el que quiera casarme.
—¿Tantos
dolores de cabeza piensas darle?
—Si es
necesario— susurró Eugenia.
Rocío sacudió la cabeza. No le
sorprendería. Eugenia pocas veces hacía las cosas sin un motivo.
—Por más
que me gustaría verte marchar, no te engañes, algunas personas se toman en
serio sus deberes, China.
—No me
llames así. Eugenia es mucho más sofisticado que ese apodo infantil.
—Pero te
viene como anillo al dedo, hermanita del alma.
—¿Cómo tus
intentos infantiles de ocultar que somos gemelas? ¿Esa clase de anillo?
Rocío sonrió cuando los labios de Eugenia se torcieron de cólera. Había tardado muchos años en tener la piel lo
bastante curtida para que los insultos de su hermana no le afectaran. Daba una
impresión de indiferencia. Y se desquitaba lo mejor posible. Mientras no
hubiera nadie más implicado, mientras fueran sólo las dos, ya no se dejaba
intimidar. Rocío sólo se echaba para atrás cuando alguien más corría el riesgo
de atraer el despiadado interés de Eugenia.
—¿Quieres
volver a tener competencia?— contestó Rocío con una mirada fingida de
sorpresa—. ¿Ya no soportas ser el centro de atención? Caramba, pues por
qué no lo habías dicho...
—Oh,
cállate.
Rocío debería sentirse un poco
mejor, por haber ganado la ronda verbal en todo caso. Eugenia se marchó
enfadada. Rocío se recostó para esperar el baño prometido. Y sólo podía pensar
en si Eugenia habría oído cómo le presentaban a Nicolas Dalmau.
Si era así, habría quitado a Gastón de
la lista de “empleados” y lo habría trasladado a la de “pendientes de recibir
una herencia”. Y se propondría cautivarlo, atraerlo y amarrarle las emociones
con un estrecho nudo que jamás soltaría. No porque lo quisiera, sino porque
podía. Porque le encantaba manipular así a los hombres. Era algo que se le daba
muy bien.
Por si eso no fuera preocupación
suficiente, cuando bajó más tarde, Rocío descubrió casi de inmediato que el
altercado con su hermana no había pasado desapercibido, o más bien, sin ser
oído. Su tía fue la primera en preguntarle si estaba bien. Podría haber pensado
que se refería a su estado físico general tras el viaje si no hubiera sido
porque parecía demasiado preocupada. Y, luego, Gastón le preguntó discretamente
lo mismo, y parecía igual de preocupado.
Para entonces se sentía tan violenta
que estaba dispuesta a salir corriendo escaleras arriba y no volver a bajar
nunca. Pero llegó el padre de Gastón, que estaba fuera, y la miró de arriba
abajo.
—Vaya, que
me aspen— exclamó—. ¿Así que ganó usted? Bien hecho, jovencita.
Comprendió, avergonzada, que su
suposición se basaba en la falta de cardenales visibles. No podía imaginar de
dónde sacó el coraje para contestarle.
—No ganó
nadie— aseguró.
—Es una
lástima— se quejó Nicolas, y añadió con brusquedad—: La próxima
vez, gane. Eso hace que los cardenales merezcan la pena.
Rió. Medio histérica, pero aun así,
rió. Y sintió que su vergüenza se desvanecía.

quiero masssss!!!!
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