Gaston esperó un rato en los jardines. Observó la calle desierta hasta tener la
seguridad de que nadie le había seguido y que ni un alma respiraba a su alrededor.
Su reloj marcaba las cinco de la mañana cuando cruzó la carretera. Se detuvo ante el portal,
bien arrimado al edificio para no destacar en la oscuridad. tomó oxígeno una y otra vez, con la mano
comprimiendo su abdomen. tomó oxígeno hasta que se sintió con fuerzas para pulsar el botón de llamada.
Arriba, Rocio
dormía sobre
el mullido edredón
blanco, con la luz de la lamparita encendida. No se había quitado la ropa, ni se había cubierto con una simple manta, porque
su intención había sido esperar todo el tiempo necesario.
Pero las lágrimas y
el cansancio la habían vencido.
Abrió los ojos, sobresaltada por el sonido del
timbre. Miró el
reloj en la mesilla y su temor aumentó. Saltó de la cama y corrió hacia la puerta mientras se le evaporaba
el oxígeno.
Preguntó a la
vez que oprimía el
interruptor que desbloqueaba la entrada al portal. No recibió respuesta y salió al rellano. Los sonidos de un apresurado
ascenso por la escalera alborotaron el reposo de la noche y terminaron de
agitarle el corazón. Se
llevó la mano
al pecho temiendo que se le escapara en uno de sus angustiosos latidos.
Cuando alcanzó a verlo el aire regresó llenándole de golpe los pulmones. Pero siguió sintiendo ahogo. Ahogo de alivio, ahogo
de emoción. De la
misma emoción que
paralizó a Gaston
a falta de un peldaño para alcanzar el rellano y a ella.
La miró como si la viera por primera vez. Estaba
hermosa. Con la
ansiedad y la preocupación vibrando en su cansado rostro, estaba delicadamente
hermosa. La acarició con los ojos al tiempo que también él sentía en su piel y en su alma la caricia de
su dulce mirada miel. La amaba. La amaba con desesperación y ahora sabía que la amaría hasta su último aliento.
Cerró los ojos al sentirla rodear su cuerpo y
dejó escapar un profundo suspiro. Sus dedos
se movieron con voluntad propia buscando tocarla, pero los crispó en dos puños y los obligó a permanecer inmóviles y esquivos. Porque amarla no
consistía solo
en decírselo y
llenarla de besos, se recordó mientras se dejaba arrastrar por ella hacia el
interior de la casa.
—¿Cuarenta
y ocho horas son suficientes para ti? —le
había
preguntado Carmona hacía
un rato. Él
había
asentido con un gesto, ahogado por las puñadas
recibidas, casi todas en la boca del estómago—. Si nos fallas nos
divertiremos con tu preciosa novia para olvidarnos del mal trago.
La sangre se le había
encendido hasta calcinarle las venas, pero apretó
los dientes pensando en que lo único
que importaba era mantenerla a salvo.
—No...
tengo novia —había conseguido decir con
fatiga.
—¿Ah,
no? —preguntó, sarcástico—. Y esa mujer a la que
besas y manoseas en su tienda y en la calle, ¿quién es? ¿Una puta a la que pagas por
follar?
—Algo
parecido —respondió—. Es la maldita policia que
me engañó
y me encerró
en la cárcel.
Estoy preparando mi venganza.
—¡Qué conmovedor! —había dicho antes de sujetarle
del cabello y tirarlo hacia atrás
para mirarle a los ojos—.
Pero no te creo. Por la cuenta que te tiene, haz bien las cosas. De no ser así, esa preciosidad será la encargada de
compensarnos. Seguro que a alguno de estos pervertidos se le está poniendo dura deseando que
falles.
Su carcajada soez y las risas cómplices de sus hombres le
terminaron de llenar de terror y de cólera.
—Me
haríais
un favor. —A
duras penas había
controlado su furia—.
Acabar con una ex poli que tiene contactos con los cabrones de más rango en el cuerpo no es
fácil.
No me apetece demasiado volver a la trena.
Carmona le había
respondido encajándole
el puño
en la boca del estómago,
haciéndole
doblarse y gritar de dolor buscando aire.
—Sabré si mientes —había dicho mientras se
masajeaba los nudillos—. No ha nacido el hijo de
puta que me engañe
y viva para contarlo. Y no acostumbro a dar un final rápido a quien ha tratado de
joderme —mencionó orgulloso—. El chiquito aquel, el
amigo de tu hermano, descubrió
lo que tarda en llegar la muerte cuando se la desea. —Recordarlo dibujó en su boca una sonrisa sádica—. ¿Cuánto crees que aguantaría tu chica? —Las risas de sus hombres le
animaron a seguir—.
¿Cómo de buena es gritando? A
estos cabrones depravados les gusta que las mujeres griten pidiendo clemencia. —Se acercó a su rostro para
distinguirle el pavor en los ojos—.
¿Quieres
que te cuente con qué
saña
las disfrutan antes de que las muy zorras se rompan?
El chirrido que
sonó en su cerebro al apretar los dientes le
devolvió al
presente. Le martirizaba recordar las acciones que le había detallado aquel malnacido, le abrasaba
desde las entrañas, pero
a la vez le daba fuerzas. No dejaría que la rozara, no dejaría que la mirara siquiera, no dejaría que continuara respirando en el mismo
mundo en el que ella lo hacía.
—Por fin
estás aquí —oyó decir a Rocio, que seguía conduciéndole por el pasillo y rozándole la cara con los dedos como si le
costara creerlo—. Te he
esperado durante toda la noche, mi vida. —Gaston retuvo al aliento al oír esas dos palabras, todavía extrañas, a las que ya no tendría tiempo de acostumbrarse—. ¡He pasado tanto miedo! Te he llamado
cientos de veces, no atendias el teléfono y llegué a temer que te hubieran... —No pudo terminar la frase. Se sentía morir tan solo con imaginar que podían volver a detenerlo.
Él se paró ante la puerta abierta de la habitación, pero, tan preocupada estaba Rocio, que
no notó su
resistencia a dejarse llevar ni su tenaz silencio.
—¿Por qué has tenido que volver a hacerlo? —preguntó angustiada y sin dejar de acariciarle el
rostro—. Creí que habías abandonado esas cosas, que todo había quedado en un error del pasado y que
querías una
nueva vida. No imaginas el dolor que sentí al verte con ese paquete.
En la mente de Gaston
resonó de
nuevo la voz amenazante de Carmona. No podía seguir retrasando lo inevitable. Por más que le atormentara la idea de herirla,
no le quedaba otra opción.
—No era
para mí —musitó sin haberla apartado ni un instante de
las retinas.
—¿Qué dices? —preguntó sorprendida—. ¿Qué cosa no era para ti?
—El plan
era perfecto. Pero al final no he podido ser tan despiadado como lo fuiste tú.
Durante unos
segundos ella le miró con los ojos abiertos de par en par, sin reconocer al
dulce y apasionado hombre de la noche anterior. Después caminó hacia atrás, tambaleante, adentrándose en su habitación hasta que sus piernas tropezaron con la
cama. Se dejó caer,
abatida, y se cubrió el rostro con las manos. Pensó en que se había preocupado por acercarse a él, por abrigarle, por ayudarle a salir
adelante, y que mientras lo hacía había ido olvidando el miedo que le causó comprobar la intensidad de su rencor en
los primeros encuentros, la desconfianza que le provocaron sus acechos.
Gaston aprovechó ese instante para apretar los dientes y
suplicar que alguien le diera fuerzas para lo que aún le quedaba por decir.
—Veo que
te has dado cuenta. Siempre fuiste bastante más lista que yo —opinó mostrando desprecio—. Era para ti —aclaró al entrar en el cuarto—. Mi regalo de despedida; mi particular
modo de ajustar cuentas. Qué desquite tan estúpido, ¿verdad? De haber sido el peligroso
delincuente que piensas que soy, la venganza me habría resultado más sencilla: un rápido y frío tiro entre los ojos habría bastado.
—¿Qué... quieres decir? —preguntó alzando la mirada.
—Que te
equivocaste de hombre —bramó con la rabia con la que disfrazó su pena—, que no era a mí a quien buscabais, que me pillasteis
devolviendo algo que nunca fue mío.
Rocio gimió dolorida y se llevó las manos al corazón. Que él fuera inocente lo hacía todo más incomprensible, más cruel. Día a día, durante cuatro largos años, había tratado de imaginar el tormento de su
encierro. Ahora le resultaba imposible asimilar la desesperación que, saberse inocente, había ido sumando a ese injusto martirio.
—Buscábamos a Trazos —reveló, sobrecogida, con un casi imperceptible
hilo de voz.
—Manu
supo lo que era la ternura de una madre por mis pocos recuerdos. Los hizo
suyos, igual que a veces hizo suyo el alias que me puso nuestra madre. Ya ves —simuló un gesto de sarcasmo—, tuvimos una mierda de vida y tú llegaste a jodérnosla del todo.
—Pero...
pero tu abogado admitió todos los cargos.
—¿Crees
que podía haber
hecho otra cosa, como culpar de todo a mi hermano muerto? Seguramente ese es tu
estilo, pero no es el mío —dijo esforzándose por que sonara a ofensa.
Ella hizo el
esfuerzo de continuar, con las mejillas bañadas ya en lágrimas.
—¿Y por
qué retiraste el paquete de la tienda?
Debiste dejar que ocurriera, que todo este suplicio de años terminara de una vez.
—No vale
la pena; tú no
vales la pena —alegó destrozándose con cada sílaba.
—No lo
hiciste porque me amas —se atrevió a decir—. Me lo dijiste anoche, a tu manera, con tus palabras.
—Mentí. —Se quedó sin aire y aspiró con fuerza—. Tú sabes bien lo sencillo que es mentir de
esa forma.
—No te
creo —insistió, pero su voz tembló ante el primer asomo de duda—. Puedo entender todos los reproches que
quieras hacerme, los merezco, pero me amas. Sé que me amas y que por eso no has podido
vengarte de mí.
Gaston negó con silenciosa impotencia tragándose el deseo de confesarle que esa era
la razón. Su única razón.
—¿Cómo puedes creer que te ame cuando tú...? —tomó una gran cantidad de aire para continuar—. Tú no sabes lo que es amar de verdad. Si lo
supieras no confundirías con amor lo poco que yo te di.
—Dices
que no sé amar de
verdad. —Se
levantó mirándole con una tristeza ofendida—. Si no saber amar es agonizar porque la
otra persona no está a tu lado; si no saber amar es querer olvidar todo
cuanto fuiste porque eso es lo que te hizo perderle, entonces tienes razón —susurró—. No sé lo que es amar.
—No
trates de confundirme —pidió con ahogo.
—Es la
verdad. Yo también morí aquella desafortunada tarde —exclamó desgarrada—. Nunca...
—¡Calla! —ordenó, desesperado y dándole la espalda—. ¡No quiero oírte!
No era ahora
cuando debía vencer
la cobardía en la
que se había
refugiado y escuchar su explicación. No era ahora cuando tenía que descubrir que había estado demasiado ciego para creer en
ella. Eso, que hacía unas
horas le habría dado
vida, ahora únicamente
podía robarle las fuerzas que necesitaba para
afrontar su destino.
—Ya no voy
a callarme, Gaston —amenazó asiéndole del brazo para que se volviera a mirarla—. No te traicioné. Jamás lo habría hecho. Aunque no quieras creerlo, te
amaba demasiado.
Un simple
movimiento le bastó para
deshacerse de ella, inmovilizarle el rostro entre las manos y acercarse para
murmurarle:
—El amor
no se explica, se entrega. El amor de verdad es darlo todo por el otro. —Vio temblor de lágrimas en sus pupilas y deseó abrazarla, pero apretó los dientes y se contuvo—. Yo lo sé. Ahora lo sé mejor que nadie. Así que deja de contarme lo grande que era
el amor que me tenías.
El brillo húmedo le atrapó como el barniz fresco paraliza las alas
de una mariposa. Se quedó mirándola, con las manos comprimiéndole las mejillas, siendo doloroso
testigo de cómo ella
iba perdiendo la luz y la confianza en él.
—Te voy a
dar un hijo —susurró de pronto—. Sí, estoy embarazada —añadió al ver su estupor—. Hace tan solo unas horas que lo sé. Y también sé que es un hijo concebido con amor, por
mucho que insistas en manchar lo que los dos sentimos.
-Gaston dejó caer las manos, sin fuerzas. Millones de
enfebrecidos aleteos le agitaron el pecho y tomó con urgencia una bocanada de aire para
aquietarlos. La emoción le abrasó los ojos y ya no pudo verla con nitidez. Pensó en lo que para él suponía un hijo, un hijo de ella, un hijo del
amor más grande
que tendría nunca,
un hermoso regalo que llegaba justo cuando todo tenía que cambiar. Trató de asimilarlo y la poca alma con la que
subsistía se le
extinguió. Porque
un hijo de ella fortalecía su decisión y anulaba cualquier posibilidad de vuelta atrás.
Y, esa revelación que le llenaba de dicha se convirtió a su vez en el arma que estaba
necesitando para arrancarla de su lado.
—El comisario
se alegrará cuando
le comuniques que va a ser padre. —Rocio gimió, dolida e incrédula—. No te hagas la ofendida. Me consta que
no soy el único que
ha estado calentándote la
cama.
Apenas lo
manifestó apretó los puños reprochándose haber sido capaz de semejante
bajeza.
—¿Cómo... te atreves? —dijo alzando las manos para golpearle.
Él la
detuvo sujetándola
por las muñecas.
—Solo
estoy diciendo la verdad, y lo sabes.
—¡¿Qué verdad?! —clamó apartándole ya sin fuerzas—. ¡¿Qué verdad? Desde que te conocí no he estado con más hombre que contigo. Cuando me entregué a ti lo hice para siempre —aseguró con su último resto de orgullo.
Gaston no pudo
evitar sentir alivio. La posibilidad de que ella le hubiera guardado fidelidad
le aturdía, que
lo hubiera hecho también durante los años en los que no existió esperanza de que volvieran a encontrarse
le desarmaba.
—Mientes,
como siempre has hecho —aseguró ante la debilidad que le carcomía—. Ese poli no continuaría estando a tu lado si no le hubieras
dado algo a cambio.
—No
consigo entender qué te ha pasado desde anoche para...
—¡No hay
nada que entender! —gritó con desesperación al comprender que aún tendría que seguir dañándola para convencerla—. No hay nada que entender. ¡Soy el hijo de puta que te ha seducido,
te ha hecho un bastardo y ahora te está abandonando! Es así de simple —sentenció entre dientes—. ¿Puedes imaginar una venganza más satisfactoria que esta?
Ella se
estremeció, sintió el temblor en las entrañas y se llevó las manos protectoras al vientre.
—Si me
dejaras explicarte...
—Nada que
venga de ti me interesa —aseguró en un susurro—. Hasta el odio se ha apagado y ya solo
queda indiferencia. Ahora eres tú quien debería cultivar el resentimiento. Quiero que
me odies —masculló como último y desesperado recurso—. Quiero que me odies con todas tus
fuerzas. —Ella
agachó la
cara. Él le tomó la barbilla y se la levantó con rudeza—. ¿Me estás oyendo? Quiero que me odies hasta que
el corazón se te
vuelva hielo. Quiero que me odies como al insensible hijo de puta que soy.
—Si todo
cuanto me dijiste anoche es mentira, ¿qué puede importarte lo que yo sienta por
ti? ¿Por qué ese empeño en que te odie?
Gaston flaqueó. Por un instante pensó en rebelarse, en borrarle todo ese dolor
que le estaba infligiendo.
Una punzada en la
magullada boca del estómago le dejó sin aire cuando comenzó a retroceder hacia la puerta. Estaba
seguro de que si no se alejaba acabaría en sus brazos, le pediría perdón y le confesaría hasta qué punto inimaginable la adoraba. Se lo diría exactamente como había pensado hacer esa noche, antes de que
el maldito Carmona cambiara de nuevo el rumbo de su vida.
—Porque
el odio es la más angustiosa prisión
que pueda existir —musitó
caminando de espaldas, sin dejar de mirarla, de grabársela
en las retinas y en el corazón—. No hay patio, no hay ventanas, no hay ni una
mínima
esperanza de libertad. El odio te hace resistir, te mantiene vivo, pero a la
vez te va dejando sin alma. —Se mordió los
labios al percibir en su boca el sabor salado de las lágrimas—.
Quiero que me odies. Quiero que me odies hasta que no te quede alma.

no lo puedo creer que Rochi este esperando un hijo de el, que estupido es Gas en no decirle que la ama
ResponderEliminarNecesito el proximo capitulo
Gaston eres un idiota importante. QUIERO OTRO YA! por favor, vas a subir hoy? Te lo suplico.
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