Valle
del Roncal, 1950.
—¿Tan poco hombre eres que
no piensas defenderte? —acometió Lucía con ojos llenos de odio.
Ignacio permaneció sentado,
con los brazos sobre la mesa y la mirada en las cartas que ella había arrojado
junto a sus manos. ¿Cómo iba a defenderse, si no tenía ni argumentos ni fuerzas
para hacerlo?
—¿Qué he hecho mal? —volvió
a preguntar Lucía—. Dime en qué te he fallado.
El negó con la cabeza. Se
sabía el único culpable, el responsable del sufrimiento que estaba mortificando
a su esposa y a él mismo, responsable de aquella agonía inmensa que ni siquiera
le permitía hablar. Entrecruzó los dedos sobre la madera y se tragó las
lágrimas. Le habían enseñado que un hombre no debe llorar, aun cuando la vida
se le está cayendo a pedazos.
Lucía sí lloraba, y lo hacía
con la mezcla de dolor y de rabia que había apagado el amor que hasta entonces
había sentido por su esposo.
—¿Ni siquiera te vas a
dignar mirarme mientras te hablo? —preguntó, parada junto a la puerta de la
cocina.
el corazón le dejó de latir
cuando vio una pequeña maleta a los pies de su esposa.
—¿Qué significa eso? —consiguió
balbucear, con el rostro descompuesto.
—Me voy —dijo ella, sacando
fortaleza de su dolor—. Me voy de esta casa y de tu vida. Me voy porque no
quiero verte nunca más.
El llanto de un bebé sonó a
la vez que Ignacio se levantaba. Lucía salió hacia la habitación conyugal y
unos segundos después regresaba con su niño en brazos, abrigado con una
mantilla blanca de lana.
—Es mi hijo —dijo Ignacio a
media voz, consciente de que estaba a punto de perderlo.
—Pero yo lo he parido
—respondió Lucía—, y se irá conmigo.
El desafío en la mirada de
la mujer se clavaba en la sombra doliente y vencida en la que en la última
media hora se había convertido Ignacio. Sabía que ya no tenía ningún derecho a
pedir, pero necesitaba hacerlo.
—No me abandones —suplicó.
En sus ojos se evidenciaban todas las lágrimas que se estaba tragando, toda la
oscuridad en la que se estaba sumiendo.
Pero eso a Lucía no le
despertó la piedad. La agraviada era ella, que siempre se había entregado sin
condiciones.
—¿Cómo tienes la poca
decencia de pedirme algo así? —bramó con la dureza que le brotaba de su alma
herida.
—Sabes que puedo impedir que
os vayáis —dijo él con toda su verdad pero sin rastro de amenaza—. La ley
estaría de mi parte.
El temor atenazó el pecho de
Lucía. Se encogió, abrazando con fuerza a su bebé. Se dijo que, a pesar de
todo, él no sería capaz de obligarla a vivir a su lado haciéndole más daño del
que ya le había causado. No le rompería la vida por segunda vez.
—¿Lo harás? —preguntó, con
un atisbo de duda.
Ignacio inspiró con fuerza
pero el oxígeno no le alcanzó los pulmones. Negó con la cabeza, despacio, sin
dejar de mirarla. No podía retenerla contra su voluntad. No podía causarle más
dolor ni más frustración. Tenía muy claro dónde terminaban sus derechos, dónde
comenzaba su dignidad.
Lucía suspiró y cogió su
maleta. Volvió a enfrentar su mirada con la de su esposo, reprochándole en
silencio que hubiera sido capaz de provocar tanto daño. El niño comenzó a
llorar de nuevo, como si presintiera que jamás volvería a escuchar el sonido de
la voz de su padre y se revelara ante ello. Ignacio trató de acariciarlo con
dedos temblorosos, pero ella retrocedió dos pasos para que no lo alcanzara.
—Espero que los
remordimientos no te dejen vivir —sentenció Lucía, dejando que el orgullo le
ocultara el desconsuelo—. Rezaré para que te consumas en el infierno.
Ignacio no pudo responder.
El sufrimiento que había causado le dolía más a él mismo que a ella, por eso se
resignaba a ser quien más perdiera en la separación.
La observó salir con su pequeño, que era toda
su vida. Conocía muy bien la fortaleza y la obstinación de su esposa, sabía que
no volvería a verlos.
Fue su desesperación la que
le hizo avanzar tras ella.
Lucía se detuvo en mitad del
pasillo, se giró despacio y se encaró con él. Le desafiaba en silencio a que
intentara detenerla. Y lo hacía porque estaba segura de que eso no ocurriría.
Sabía que en apenas tres segundos cruzaría la puerta y se alejaría para siempre
de esa casa y, unos minutos después, también abandonaría la villa para no
regresar jamás.
Ignacio se mesó el cabello
con dedos crispados. Volvió a tragarse las lágrimas, esta vez más amargas, más
afiladas, más dolientes, que le desgarraron las entrañas. Aún tuvo tiempo de
mirar, por última vez, la hermosa carita de su niño antes de que Lucía se diera
la vuelta y caminara hacia la calle.
Cuando la perdió de vista
regresó a la cocina y se paró ante las cartas, apretó los puños y cerró los
ojos con pesar. En ese momento no podía sentir los remordimientos que ella le
había deseado que fueran eternos, no los tenía. Sólo le embargaba una pena
inmensa, una tristeza profunda que comenzaba a congelarle el corazón.
CAPÍTULO 01
Valle,
en la actualidad.
Lamentó que la fría lluvia
de marzo que había caído durante todo el día hubiera cesado justo para
recibirla.
Consideraba que ella merecía
como bienvenida una tormenta de granizo bien cargada de rayos y truenos. Eso le
haría entender, nada más llegar, que aquél no era su sitio.
De aquella mujer sólo
conocía el sonido de su voz y su nombre, pero en cuanto vio el BMW que
abandonaba la carretera comarcal para internarse en el camino de la finca, supo
que el buitre ya había llegado a por su parte del festín.
Y él tenía que hacer de
anfitrión, pensó mirando hacia aquellas nubes negras que habían dejado de
derramar agua. Las mismas que Rocio observó desde el interior de su automóvil
cuando lo detuvo al inicio del sendero.
Según las coordenadas que
ella misma había introducido en el navegador, ése era el lugar, pero no
terminaba de creerlo. Aquello estaba en medio de ninguna parte. El abogado
tenía que haberse equivocado al darle la dirección.
Se alegró cuando descubrió
presencia humana. Y aunque su ánimo no estaba para frivolidades, le gustó que
fuera un hombre joven y atractivo.
Sacó del bolso sus elegantes
gafas de sol y se las puso con rapidez mientras el desconocido que podría
orientarla se acercaba. No quería que viera sus ojos congestionados por las
lágrimas que había derramado durante horas.
Bajó el cristal de la
ventanilla para preguntar, pero él, parado ante la portezuela, con las manos en
las caderas, se le adelantó:
—Rocio Igarzabal, imagino
—dijo, percibiéndola tan altiva y orgullosa como la había imaginado, pero con
un aspecto más dulce y delicado del que le había supuesto.
Rocio no supo si debía
alegrarse. Por un lado, que él fuera el hombre que buscaba, era bueno; y por
otro, que aquel espacio verde y salvaje fuera su lugar de destino, era algo
terrible. Había deseado llegar allí para refugiarse a llorar en una casa que no
veía por ningún lado.
—Tú debes de ser Gaston
—dijo sonriendo y tratando de no adelantarse a los acontecimientos—. No estaba
segura de haber acertado con el sitio.
—Pues lo ha hecho —señaló
él, preguntándose cómo lo había conseguido con esas gafas oscuras en un día tormentoso
y plomizo—. Aquí está reunida la parte más importante de toda su herencia.
Aún no estaba todo perdido,
pensó Rocio. Probablemente ésta era la explotación ganadera, pero la casona que
había pertenecido a su abuelo y donde iba a pasar los próximos días, debía de
estar en un lugar más civilizado.
—Esto es bonito —mintió para
no mostrar que tanta naturaleza le provocaba vértigo—, pero imagino que no es
todo —añadió, sin querer interesarse de modo directo por la casa.
Abrió la portezuela del
coche.
Gaston pudo verla con un
vestido azul que le cubría hasta la mitad del muslo, y que al final de unas
larguísimas piernas se calzaba con unos zapatos de alto y fino tacón de aguja.
Un atuendo perfecto para visitar los establos, pensó enojado.
—Los negocios de su abuelo
están en Pamplona —explicó con impaciencia, diciéndose que además de arrogante
debía de ser corta de entendimiento—. Son unas carnicerías, una de ellas de
carne caballar. El resto, lo que más amaba, está aquí, entre las tierras, la cabaña
de ganado y su casa en...
—A eso me refiero
—interrumpió Rocio, satisfecha, saliendo del automóvil y mirándole por encima
del cristal de las gafas—. Me dijo el abogado que la casona era...
Cortó lo que estaba diciendo
para lanzar un grito a la vez que caía hacia atrás, sobre el hueco de la puerta
abierta del coche. Estiró los brazos y se sujetó con dificultad a la
carrocería.
Gaston no movió ni un dedo
para ayudarla. Acababa de apreciar el alivio que le provocaba a ella escuchar
hablar de la casa de Ignacio; como si hubiera hallado un palacio en un mundo de
mugrientos. Ahora observaba satisfecho cómo la generosa tierra de Roncal, bien
empapada de lluvia, le había engullido los finos tacones y los mantenía bien
sujetos mientras ella luchaba por mantenerse en pie.
—¿Está segura de que sabía
adónde venía? —preguntó en tono de burla, retrocediendo unos pasos para
contemplarla mejor.
Rocio se quedó inmóvil, con
las punteras de sus zapatos levantadas y los talones bien encajados al suelo, y
mirándole, perpleja. No esperaba encontrarse con un sofisticado dandi, pero
tampoco con un patán que disfrutara viéndola en apuros. Estaba acostumbrada a
caballeros que se desvivían por complacer a una dama.
Sin atreverse a mover las
manos para encontrar algo bien firme donde sujetarse, sopló con fuerza para
apartarse un grueso rizo dorado que le caía entre los ojos. Estuvo a punto de
responder a aquel hombre como merecía, pero se dijo que no lo haría; no se
mostraría tan vulgar como él. Aún en un medio hostil como aquel valle perdido entre
montañas y ante un majadero sin educación, ella no perdería la suya.
Inspiró y exhaló con
suavidad, tal y como su profesor de yoga le había enseñado a mantener la
serenidad en momentos de crisis, y miró a su alrededor. Una pequeña casa de
piedra, de una planta, con un banco de madera bajo una de las ventanas, llamó
su atención.
—Espero que eso no sea la
propiedad que he heredado de Ignacio —dijo, segura de que la respuesta sería un
rotundo no.
Gaston se entretuvo un
momento observándola. Trataba de medir, fijándose en la fuerza con la que
aquella mujer aleteaba los orificios de su nariz y comprimía los labios, lo
frustrada y lo enfurecida que estaba.
—¿Puedes responderme?
—apremió Rocio con impaciencia—. Esa no es la casa de Ignacio, ¿verdad?
A Gaston le incomodó que
para referirse a su abuelo lo llamara por su nombre. Miró hacia la pequeña
edificación de piedra que se erguía, solitaria, en un extremo de la finca.
Después se volvió a ella: demasiado altiva. Seguramente se consideraba por
encima de cualquier cosa que pudiera encontrarse en aquel lugar; pero sobre
todo por encima de él. Inspiró con una malsana satisfacción al comprender que
eso era, principalmente, lo que ella había llegado buscando: la estupenda casa
de Ignacio. No soportaba la idea de verla allí ahora que ya no estaba el pobre
viejo.
—Ésa es —dijo, disfrutando
de la sorpresa que leía en los ojos de Rocio—. Su abuelo acostumbraba estar
cerca de sus negocios, y los más importantes eran su ganado y sus quesos. Por
eso convirtió la borda en su casa.
—Borda... —repitió ella,
jurándose que no perdería los nervios.
Mientras se preguntaba qué
maldita cosa era una borda, intentó liberar sus tacones del barro, pero sólo
consiguió sacar el pie del zapato. Frustrada, lo introdujo de nuevo y dejó de pelear
con la tierra para mirar con orgullo a Gaston.
Él no pudo contener una
carcajada mientras se giraba hacia un costado. Desde que el abogado del difunto
Ignacio le llamó diciendo que la nieta heredera pasaría a conocer sus
propiedades, se había consumido en un humor endemoniado. Ahora, viendo el
agobio en el que ella agotaba sus energías, comenzaba a relajarse.
—Una borda es una cabaña de
pastores —informó con placer al mirarla de nuevo—. A veces es necesario
quedarse a dormir cerca del ganado.
Y ella tendría que pasar
allí la noche.
Rocio se tragó el nudo de
llanto que le oprimía la garganta. De las seis horas que había conducido, más
de tres se las había pasado llorando. No quería comenzar otra vez. Al menos no
delante de aquel pueblerino ignorante y áspero que la trataba sin ninguna cortesía.
—El albacea me aseguró que
era una gran casa.
—El albacea, que además
siempre fue el abogado de su abuelo, es un tipo muy guasón, pero no sabe gastar
bromas. —Resopló para evitar volver a reír—. Se habrá divertido mucho
imaginando su cara al llegar aquí.
Mirar hacia aquel lugar,
pequeño y sombrío, la agobiada, pero, aun así, prefería aquella visión a la del
gesto de mofa de Gaston. Recordó al abogado, el tal Nicolas Bauer, sentado ante
la mesa de su lujoso despacho, con las paredes cubiertas de títulos, diplomas y
más papel inservible, mientras le hablaba de las propiedades que había heredado
del difunto Ignacio Igarzabal: su abuelo.
—Es increíble que alguien
que se considera un profesional pueda jugar con estas cosas —farfulló, tan
abatida como enfadada—. Pero me va a oír. Y también a Pablo, porque cuando él
se entere...
Recordar a Pablo le terminó
de agriar el humor. No quería pensar ni en él ni en el abogado.
Echó un vistazo hacia los
lados. Había conducido entre estrechos desfiladeros que ya le auguraban que la
llevarían a ese infierno verde en el que ahora se hallaba, con una alfombra
húmeda y espesa bajo sus pies, con tierra fangosa que le estaba engullendo los
tacones de sus mejores zapatos. A su izquierda, al inicio de la finca, estaba
la carretera por la que había llegado, el río y una selva ascendente de árboles
y arbustos. A su derecha, más bosque, más pinos, más verde... Y todo aquel
verde comenzaba a marearla. Por primera vez, comprendió lo que Boucher quería
decir cuando aseguraba que la naturaleza es demasiado verde y está mal
iluminada.
De pronto escuchó el sonido
del silencio junto al inquietante murmullo de las aguas del río. El perturbador
sonido del silencio.
—Pero... —inspiró despacio
para no mostrar preocupación. No quería facilitarle más motivos para que se
divirtiera a su costa—, no puedo creer que alguien quiera vivir aquí. Esto es
muy solitario.
Solitario.
A cualquier cosa llamaba
solitario, pensó Gaston. De haber sentido un mínimo de simpatía por ella, le
habría hablado de lugares en verdad solitarios y únicos. Lugares en los que el
silencio sabe hablarle al alma, donde se escucha caer el rocío y respirar a los
árboles, donde la tierra húmeda huele a vida y hasta las leyendas se pueden
sentir, lugares a los que jamás llevaría a alguien como ella. Cruzó los brazos
sobre el pecho, separando las piernas, mostrando que el aprieto en el que ella
estaba le traía sin cuidado.
—No debe preocuparse por
eso. —Con un movimiento de cabeza le señaló otra parte del terreno, a su
espalda—. Estará bien acompañada.
A Rocio, con los pies
clavados al suelo y sujetándose al coche para no caer, no le resultó sencillo
girar el cuerpo. Pero lo consiguió, y sus ojos se posaron en lo que le pareció
una larga nave como la de cualquier polígono industrial. La parte superior de
las paredes blancas, algo así como un tercio, desaparecía y eran las columnas
desnudas las que soportaban el peso del tejado rojo.
—Eso que ve son los establos
de las ovejas —continuó Gaston, asegurándose de que ella entendiera dónde iba a
quedarse—. A la derecha, en la zona cerrada hasta el tejado, están la quesería
y las cámaras. El resto, hasta el final, es la casa de los D’lessandro; la
familia rumana que trabajaba para su abuelo y que ahora lo hace para usted.
—Por si ella se hacía ilusiones de tener compañía esa noche, Gaston lo aclaró,
con una malévola sonrisa—. Ya han terminado sus quehaceres por hoy; estarán
cenando, así que se los presentaré mañana.
Rocio calculó la distancia
que separaba aquello que él llamaba casa del abuelo, de los seres vivos más
cercanos; Gaston, insensible a su angustia, se acercó hasta apoyar una mano
sobre la puerta trasera del coche y continuó hablando:
—Tras esa nave hay otra que
usted no puede ver desde aquí. —Ladeó la cabeza para observar de cerca la tierra
que mordía sus tacones, y sus ojos chispearon divertidos—. Y dudo que tenga
algún deseo de moverse.
—Estoy descubriendo que eres
un hombre muy sagaz —dijo Rocio con ironía—. Prueba a iluminarme
—le desafió, volviéndose
hacia él y tambaleándose de nuevo hasta que consiguió sujetarse a la carrocería
con más fuerza.
Gaston sonrió sin disimulo.
Le habría gustado ver la frustración que ocultaban las gafas en los ojos de esa
mujer del mismo modo en que, estaba seguro, ella estaba leyendo la mofa en los
suyos.
—Son los establos de las
vacas y las yeguas. Después todo son pastos —y añadió con sorna—: ¿Hay algo más
que quiera usted saber?
Rocio tenía muchas
preguntas, pero no quería hacerlas porque la actitud de aquel hombre la
exasperaba. A pesar de todo, no fue capaz de resistirse:
—¿Dónde vives tú? —Más que a
consulta, sonó a exigencia.
Aquellos aires de reina que
un rato antes le hubieran encendido a Gaston todos sus demonios, ahora le
divertían. Pensó que era una fierecilla codiciosa atrapada y vencida por un
poquito de barro... y por él, que estaba dispuesto a terminar de arreglarle el
día.
—Vivo en el pueblo que ha
dejado atrás, como a un kilómetro. —Se apartó del vehículo y se detuvo ante
ella, introduciendo las manos en los bolsillos—. Yo sólo trabajo aquí, y estaba
a punto de irme —añadió para hacerla sentir aún más sola.
En el rostro de Gaston
continuaba danzando una sonrisa de guasa y autosuficiencia. Rocio volvió a
ventilar su rabia dilatando y encogiendo los orificios de su nariz. Recordó a
su profesor de yoga. Volvió a respirar de modo rítmico y pausado, y se dejó
caer sobre la fina piel negra del asiento de su BMW. Alzó los pies descalzos
hasta las alfombrillas secas del automóvil y se inclinó hacia el exterior para
alcanzar sus zapatos pringados de hierba húmeda y barro.
—Acercaré el coche hasta la
casa —dijo con brusquedad, a la vez que los lanzaba con ímpetu hacia la parte
trasera, estiraba el cuello y elevaba la barbilla.
Condujo descalza, tratando
de mantener el ritmo de su respiración y repitiéndose que en dos o tres días
regresaría, se olvidaría de aquel inhóspito lugar, y su vida volvería a ser la
que siempre había sido.
No se dignó mirar atrás.
Confió, o más bien rezó porque él la siguiera y le entregara la llave, le
abriera la puerta o le dijera de qué maldita forma podía entrar en aquella
horrible cabaña.
Gaston caminó tras ella con
una sospechosa sonrisa. Estaba de buen humor. Tanto, que según se acercaba
decidió que la ayudaría a meter sus maletas en la casa.
autoraA.iribika

Me gusto el capítulo :) espero el otroo!
ResponderEliminar