lunes, 28 de enero de 2013

Entre sueños capitulo 1


Valle del Roncal, 1950.

—¿Tan poco hombre eres que no piensas defenderte? —acometió Lucía con ojos llenos de odio.
Ignacio permaneció sentado, con los brazos sobre la mesa y la mirada en las cartas que ella había arrojado junto a sus manos. ¿Cómo iba a defenderse, si no tenía ni argumentos ni fuerzas para hacerlo?
—¿Qué he hecho mal? —volvió a preguntar Lucía—. Dime en qué te he fallado.
El negó con la cabeza. Se sabía el único culpable, el responsable del sufrimiento que estaba mortificando a su esposa y a él mismo, responsable de aquella agonía inmensa que ni siquiera le permitía hablar. Entrecruzó los dedos sobre la madera y se tragó las lágrimas. Le habían enseñado que un hombre no debe llorar, aun cuando la vida se le está cayendo a pedazos.
Lucía sí lloraba, y lo hacía con la mezcla de dolor y de rabia que había apagado el amor que hasta entonces había sentido por su esposo.
—¿Ni siquiera te vas a dignar mirarme mientras te hablo? —preguntó, parada junto a la puerta de la cocina.
el corazón le dejó de latir cuando vio una pequeña maleta a los pies de su esposa.
—¿Qué significa eso? —consiguió balbucear, con el rostro descompuesto.
—Me voy —dijo ella, sacando fortaleza de su dolor—. Me voy de esta casa y de tu vida. Me voy porque no quiero verte nunca más.
El llanto de un bebé sonó a la vez que Ignacio se levantaba. Lucía salió hacia la habitación conyugal y unos segundos después regresaba con su niño en brazos, abrigado con una mantilla blanca de lana.
—Es mi hijo —dijo Ignacio a media voz, consciente de que estaba a punto de perderlo.
—Pero yo lo he parido —respondió Lucía—, y se irá conmigo.
El desafío en la mirada de la mujer se clavaba en la sombra doliente y vencida en la que en la última media hora se había convertido Ignacio. Sabía que ya no tenía ningún derecho a pedir, pero necesitaba hacerlo.
—No me abandones —suplicó. En sus ojos se evidenciaban todas las lágrimas que se estaba tragando, toda la oscuridad en la que se estaba sumiendo.
Pero eso a Lucía no le despertó la piedad. La agraviada era ella, que siempre se había entregado sin condiciones.
—¿Cómo tienes la poca decencia de pedirme algo así? —bramó con la dureza que le brotaba de su alma herida.
—Sabes que puedo impedir que os vayáis —dijo él con toda su verdad pero sin rastro de amenaza—. La ley estaría de mi parte.
El temor atenazó el pecho de Lucía. Se encogió, abrazando con fuerza a su bebé. Se dijo que, a pesar de todo, él no sería capaz de obligarla a vivir a su lado haciéndole más daño del que ya le había causado. No le rompería la vida por segunda vez.
—¿Lo harás? —preguntó, con un atisbo de duda.
Ignacio inspiró con fuerza pero el oxígeno no le alcanzó los pulmones. Negó con la cabeza, despacio, sin dejar de mirarla. No podía retenerla contra su voluntad. No podía causarle más dolor ni más frustración. Tenía muy claro dónde terminaban sus derechos, dónde comenzaba su dignidad.
Lucía suspiró y cogió su maleta. Volvió a enfrentar su mirada con la de su esposo, reprochándole en silencio que hubiera sido capaz de provocar tanto daño. El niño comenzó a llorar de nuevo, como si presintiera que jamás volvería a escuchar el sonido de la voz de su padre y se revelara ante ello. Ignacio trató de acariciarlo con dedos temblorosos, pero ella retrocedió dos pasos para que no lo alcanzara.
—Espero que los remordimientos no te dejen vivir —sentenció Lucía, dejando que el orgullo le ocultara el desconsuelo—. Rezaré para que te consumas en el infierno.
Ignacio no pudo responder. El sufrimiento que había causado le dolía más a él mismo que a ella, por eso se resignaba a ser quien más perdiera en la separación.
 La observó salir con su pequeño, que era toda su vida. Conocía muy bien la fortaleza y la obstinación de su esposa, sabía que no volvería a verlos.
Fue su desesperación la que le hizo avanzar tras ella.
Lucía se detuvo en mitad del pasillo, se giró despacio y se encaró con él. Le desafiaba en silencio a que intentara detenerla. Y lo hacía porque estaba segura de que eso no ocurriría. Sabía que en apenas tres segundos cruzaría la puerta y se alejaría para siempre de esa casa y, unos minutos después, también abandonaría la villa para no regresar jamás.
Ignacio se mesó el cabello con dedos crispados. Volvió a tragarse las lágrimas, esta vez más amargas, más afiladas, más dolientes, que le desgarraron las entrañas. Aún tuvo tiempo de mirar, por última vez, la hermosa carita de su niño antes de que Lucía se diera la vuelta y caminara hacia la calle.
Cuando la perdió de vista regresó a la cocina y se paró ante las cartas, apretó los puños y cerró los ojos con pesar. En ese momento no podía sentir los remordimientos que ella le había deseado que fueran eternos, no los tenía. Sólo le embargaba una pena inmensa, una tristeza profunda que comenzaba a congelarle el corazón.

CAPÍTULO 01

Valle, en la actualidad.

Lamentó que la fría lluvia de marzo que había caído durante todo el día hubiera cesado justo para recibirla.
Consideraba que ella merecía como bienvenida una tormenta de granizo bien cargada de rayos y truenos. Eso le haría entender, nada más llegar, que aquél no era su sitio.
De aquella mujer sólo conocía el sonido de su voz y su nombre, pero en cuanto vio el BMW que abandonaba la carretera comarcal para internarse en el camino de la finca, supo que el buitre ya había llegado a por su parte del festín.
Y él tenía que hacer de anfitrión, pensó mirando hacia aquellas nubes negras que habían dejado de derramar agua. Las mismas que Rocio observó desde el interior de su automóvil cuando lo detuvo al inicio del sendero.
Según las coordenadas que ella misma había introducido en el navegador, ése era el lugar, pero no terminaba de creerlo. Aquello estaba en medio de ninguna parte. El abogado tenía que haberse equivocado al darle la dirección.
Se alegró cuando descubrió presencia humana. Y aunque su ánimo no estaba para frivolidades, le gustó que fuera un hombre joven y atractivo.
Sacó del bolso sus elegantes gafas de sol y se las puso con rapidez mientras el desconocido que podría orientarla se acercaba. No quería que viera sus ojos congestionados por las lágrimas que había derramado durante horas.
Bajó el cristal de la ventanilla para preguntar, pero él, parado ante la portezuela, con las manos en las caderas, se le adelantó:
—Rocio Igarzabal, imagino —dijo, percibiéndola tan altiva y orgullosa como la había imaginado, pero con un aspecto más dulce y delicado del que le había supuesto.
Rocio no supo si debía alegrarse. Por un lado, que él fuera el hombre que buscaba, era bueno; y por otro, que aquel espacio verde y salvaje fuera su lugar de destino, era algo terrible. Había deseado llegar allí para refugiarse a llorar en una casa que no veía por ningún lado.
—Tú debes de ser Gaston —dijo sonriendo y tratando de no adelantarse a los acontecimientos—. No estaba segura de haber acertado con el sitio.
—Pues lo ha hecho —señaló él, preguntándose cómo lo había conseguido con esas gafas oscuras en un día tormentoso y plomizo—. Aquí está reunida la parte más importante de toda su herencia.
Aún no estaba todo perdido, pensó Rocio. Probablemente ésta era la explotación ganadera, pero la casona que había pertenecido a su abuelo y donde iba a pasar los próximos días, debía de estar en un lugar más civilizado.
—Esto es bonito —mintió para no mostrar que tanta naturaleza le provocaba vértigo—, pero imagino que no es todo —añadió, sin querer interesarse de modo directo por la casa.
Abrió la portezuela del coche.
Gaston pudo verla con un vestido azul que le cubría hasta la mitad del muslo, y que al final de unas larguísimas piernas se calzaba con unos zapatos de alto y fino tacón de aguja. Un atuendo perfecto para visitar los establos, pensó enojado.
—Los negocios de su abuelo están en Pamplona —explicó con impaciencia, diciéndose que además de arrogante debía de ser corta de entendimiento—. Son unas carnicerías, una de ellas de carne caballar. El resto, lo que más amaba, está aquí, entre las tierras, la cabaña de ganado y su casa en...
—A eso me refiero —interrumpió Rocio, satisfecha, saliendo del automóvil y mirándole por encima del cristal de las gafas—. Me dijo el abogado que la casona era...
Cortó lo que estaba diciendo para lanzar un grito a la vez que caía hacia atrás, sobre el hueco de la puerta abierta del coche. Estiró los brazos y se sujetó con dificultad a la carrocería.
Gaston no movió ni un dedo para ayudarla. Acababa de apreciar el alivio que le provocaba a ella escuchar hablar de la casa de Ignacio; como si hubiera hallado un palacio en un mundo de mugrientos. Ahora observaba satisfecho cómo la generosa tierra de Roncal, bien empapada de lluvia, le había engullido los finos tacones y los mantenía bien sujetos mientras ella luchaba por mantenerse en pie.
—¿Está segura de que sabía adónde venía? —preguntó en tono de burla, retrocediendo unos pasos para contemplarla mejor.
Rocio se quedó inmóvil, con las punteras de sus zapatos levantadas y los talones bien encajados al suelo, y mirándole, perpleja. No esperaba encontrarse con un sofisticado dandi, pero tampoco con un patán que disfrutara viéndola en apuros. Estaba acostumbrada a caballeros que se desvivían por complacer a una dama.
Sin atreverse a mover las manos para encontrar algo bien firme donde sujetarse, sopló con fuerza para apartarse un grueso rizo dorado que le caía entre los ojos. Estuvo a punto de responder a aquel hombre como merecía, pero se dijo que no lo haría; no se mostraría tan vulgar como él. Aún en un medio hostil como aquel valle perdido entre montañas y ante un majadero sin educación, ella no perdería la suya.
Inspiró y exhaló con suavidad, tal y como su profesor de yoga le había enseñado a mantener la serenidad en momentos de crisis, y miró a su alrededor. Una pequeña casa de piedra, de una planta, con un banco de madera bajo una de las ventanas, llamó su atención.
—Espero que eso no sea la propiedad que he heredado de Ignacio —dijo, segura de que la respuesta sería un rotundo no.
Gaston se entretuvo un momento observándola. Trataba de medir, fijándose en la fuerza con la que aquella mujer aleteaba los orificios de su nariz y comprimía los labios, lo frustrada y lo enfurecida que estaba.
—¿Puedes responderme? —apremió Rocio con impaciencia—. Esa no es la casa de Ignacio, ¿verdad?
A Gaston le incomodó que para referirse a su abuelo lo llamara por su nombre. Miró hacia la pequeña edificación de piedra que se erguía, solitaria, en un extremo de la finca. Después se volvió a ella: demasiado altiva. Seguramente se consideraba por encima de cualquier cosa que pudiera encontrarse en aquel lugar; pero sobre todo por encima de él. Inspiró con una malsana satisfacción al comprender que eso era, principalmente, lo que ella había llegado buscando: la estupenda casa de Ignacio. No soportaba la idea de verla allí ahora que ya no estaba el pobre viejo.
—Ésa es —dijo, disfrutando de la sorpresa que leía en los ojos de Rocio—. Su abuelo acostumbraba estar cerca de sus negocios, y los más importantes eran su ganado y sus quesos. Por eso convirtió la borda en su casa.
—Borda... —repitió ella, jurándose que no perdería los nervios.
Mientras se preguntaba qué maldita cosa era una borda, intentó liberar sus tacones del barro, pero sólo consiguió sacar el pie del zapato. Frustrada, lo introdujo de nuevo y dejó de pelear con la tierra para mirar con orgullo a Gaston.
Él no pudo contener una carcajada mientras se giraba hacia un costado. Desde que el abogado del difunto Ignacio le llamó diciendo que la nieta heredera pasaría a conocer sus propiedades, se había consumido en un humor endemoniado. Ahora, viendo el agobio en el que ella agotaba sus energías, comenzaba a relajarse.
—Una borda es una cabaña de pastores —informó con placer al mirarla de nuevo—. A veces es necesario quedarse a dormir cerca del ganado.
Y ella tendría que pasar allí la noche.
Rocio se tragó el nudo de llanto que le oprimía la garganta. De las seis horas que había conducido, más de tres se las había pasado llorando. No quería comenzar otra vez. Al menos no delante de aquel pueblerino ignorante y áspero que la trataba sin ninguna cortesía.
—El albacea me aseguró que era una gran casa.
—El albacea, que además siempre fue el abogado de su abuelo, es un tipo muy guasón, pero no sabe gastar bromas. —Resopló para evitar volver a reír—. Se habrá divertido mucho imaginando su cara al llegar aquí.
Mirar hacia aquel lugar, pequeño y sombrío, la agobiada, pero, aun así, prefería aquella visión a la del gesto de mofa de Gaston. Recordó al abogado, el tal Nicolas Bauer, sentado ante la mesa de su lujoso despacho, con las paredes cubiertas de títulos, diplomas y más papel inservible, mientras le hablaba de las propiedades que había heredado del difunto Ignacio Igarzabal: su abuelo.
—Es increíble que alguien que se considera un profesional pueda jugar con estas cosas —farfulló, tan abatida como enfadada—. Pero me va a oír. Y también a Pablo, porque cuando él se entere...
Recordar a Pablo le terminó de agriar el humor. No quería pensar ni en él ni en el abogado.
Echó un vistazo hacia los lados. Había conducido entre estrechos desfiladeros que ya le auguraban que la llevarían a ese infierno verde en el que ahora se hallaba, con una alfombra húmeda y espesa bajo sus pies, con tierra fangosa que le estaba engullendo los tacones de sus mejores zapatos. A su izquierda, al inicio de la finca, estaba la carretera por la que había llegado, el río y una selva ascendente de árboles y arbustos. A su derecha, más bosque, más pinos, más verde... Y todo aquel verde comenzaba a marearla. Por primera vez, comprendió lo que Boucher quería decir cuando aseguraba que la naturaleza es demasiado verde y está mal iluminada.
De pronto escuchó el sonido del silencio junto al inquietante murmullo de las aguas del río. El perturbador sonido del silencio.
—Pero... —inspiró despacio para no mostrar preocupación. No quería facilitarle más motivos para que se divirtiera a su costa—, no puedo creer que alguien quiera vivir aquí. Esto es muy solitario.
Solitario.
A cualquier cosa llamaba solitario, pensó Gaston. De haber sentido un mínimo de simpatía por ella, le habría hablado de lugares en verdad solitarios y únicos. Lugares en los que el silencio sabe hablarle al alma, donde se escucha caer el rocío y respirar a los árboles, donde la tierra húmeda huele a vida y hasta las leyendas se pueden sentir, lugares a los que jamás llevaría a alguien como ella. Cruzó los brazos sobre el pecho, separando las piernas, mostrando que el aprieto en el que ella estaba le traía sin cuidado.
—No debe preocuparse por eso. —Con un movimiento de cabeza le señaló otra parte del terreno, a su espalda—. Estará bien acompañada.
A Rocio, con los pies clavados al suelo y sujetándose al coche para no caer, no le resultó sencillo girar el cuerpo. Pero lo consiguió, y sus ojos se posaron en lo que le pareció una larga nave como la de cualquier polígono industrial. La parte superior de las paredes blancas, algo así como un tercio, desaparecía y eran las columnas desnudas las que soportaban el peso del tejado rojo.
—Eso que ve son los establos de las ovejas —continuó Gaston, asegurándose de que ella entendiera dónde iba a quedarse—. A la derecha, en la zona cerrada hasta el tejado, están la quesería y las cámaras. El resto, hasta el final, es la casa de los D’lessandro; la familia rumana que trabajaba para su abuelo y que ahora lo hace para usted. —Por si ella se hacía ilusiones de tener compañía esa noche, Gaston lo aclaró, con una malévola sonrisa—. Ya han terminado sus quehaceres por hoy; estarán cenando, así que se los presentaré mañana.
Rocio calculó la distancia que separaba aquello que él llamaba casa del abuelo, de los seres vivos más cercanos; Gaston, insensible a su angustia, se acercó hasta apoyar una mano sobre la puerta trasera del coche y continuó hablando:
—Tras esa nave hay otra que usted no puede ver desde aquí. —Ladeó la cabeza para observar de cerca la tierra que mordía sus tacones, y sus ojos chispearon divertidos—. Y dudo que tenga algún deseo de moverse.
—Estoy descubriendo que eres un hombre muy sagaz —dijo Rocio con ironía—. Prueba a iluminarme
—le desafió, volviéndose hacia él y tambaleándose de nuevo hasta que consiguió sujetarse a la carrocería con más fuerza.
Gaston sonrió sin disimulo. Le habría gustado ver la frustración que ocultaban las gafas en los ojos de esa mujer del mismo modo en que, estaba seguro, ella estaba leyendo la mofa en los suyos.
—Son los establos de las vacas y las yeguas. Después todo son pastos —y añadió con sorna—: ¿Hay algo más que quiera usted saber?
Rocio tenía muchas preguntas, pero no quería hacerlas porque la actitud de aquel hombre la exasperaba. A pesar de todo, no fue capaz de resistirse:
—¿Dónde vives tú? —Más que a consulta, sonó a exigencia.
Aquellos aires de reina que un rato antes le hubieran encendido a Gaston todos sus demonios, ahora le divertían. Pensó que era una fierecilla codiciosa atrapada y vencida por un poquito de barro... y por él, que estaba dispuesto a terminar de arreglarle el día.
—Vivo en el pueblo que ha dejado atrás, como a un kilómetro. —Se apartó del vehículo y se detuvo ante ella, introduciendo las manos en los bolsillos—. Yo sólo trabajo aquí, y estaba a punto de irme —añadió para hacerla sentir aún más sola.
En el rostro de Gaston continuaba danzando una sonrisa de guasa y autosuficiencia. Rocio volvió a ventilar su rabia dilatando y encogiendo los orificios de su nariz. Recordó a su profesor de yoga. Volvió a respirar de modo rítmico y pausado, y se dejó caer sobre la fina piel negra del asiento de su BMW. Alzó los pies descalzos hasta las alfombrillas secas del automóvil y se inclinó hacia el exterior para alcanzar sus zapatos pringados de hierba húmeda y barro.
—Acercaré el coche hasta la casa —dijo con brusquedad, a la vez que los lanzaba con ímpetu hacia la parte trasera, estiraba el cuello y elevaba la barbilla.
Condujo descalza, tratando de mantener el ritmo de su respiración y repitiéndose que en dos o tres días regresaría, se olvidaría de aquel inhóspito lugar, y su vida volvería a ser la que siempre había sido.
No se dignó mirar atrás. Confió, o más bien rezó porque él la siguiera y le entregara la llave, le abriera la puerta o le dijera de qué maldita forma podía entrar en aquella horrible cabaña.
Gaston caminó tras ella con una sospechosa sonrisa. Estaba de buen humor. Tanto, que según se acercaba decidió que la ayudaría a meter sus maletas en la casa.
                                                                                                                                      autoraA.iribika

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