Rocío le devolvió
la sonrisa al comprender que su tía había querido aliviar un poco la tensión.
Aún tenía que hacerle otra advertencia.
—Si tienes
presente que lo que has visto hasta ahora no es nada en comparación con lo malo
que puede llegar a ser, te será más fácil manejar la situación.
—¿Y tú? ¿No
te importa tener que esperar a casarte para cobrar tu herencia?
—No he
pensado mucho en ello, en realidad. Pero, en cualquier caso, no es algo que
esperara tan pronto. Supongo que no veo el matrimonio como una forma de
independencia, como Eugenia.
—¿Tú no
ansías volver a casa?
—No, no me
importaría nada no volver a ver Haverhill. Además, me gusta Tejas. Puede que
hubiera sido una buena colonizadora.
—Te
entiendo. —Gimena rió—. Tejas me gustó en cuanto desembarqué. Me alegra
que esos percances que tuvisteis durante el viaje no influyeron negativamente
en tu opinión.
—Yo no
llamaría percances a un atraco al tren y a la diligencia pero, bien mirado… — Rocío sonrió antes de añadir—. Puede que fueran más apasionantes que
aterradores, por lo menos son algo que jamás habría tenido ocasión de ver en
casa.
—Es una lástima
que tu hermana no opine lo mismo —comentó Gimena al tiempo que sacudía la
cabeza—. Es increíble que seáis tan distintas.
—En
realidad, no. Ella es fruto de la indulgencia de nuestro padre. Yo, de su
indiferencia.
—Lo siento.
No, en realidad, diría que tú eres la afortunada. Puede que no te lo pareciera
cuando crecías, pero estoy segura de que ahora ya te habrás dado cuenta de
ello.
¿Afortunada? Todavía no. Pero
pronto, a no ser que tuviera que retirarse y ver cómo Eugenia se casaba con Gastón, como último recurso. Pero asintió por su tía. Ya había dado mucho que
pensar a Gimena. La advertencia había sido necesaria. Comentar su patética
situación, no.
Esa misma mañana Rocío se dirigió a la cuadra. Tenía la intención de
pedir al primer peón que se encontrara si le importaría enseñarle a montar.
Cuando Gastón fuera a verla para darle su lección impuesta, esperaba poder darle
las gracias y decirle que ya le habían enseñado.
Le apetecía saber montar, incluso lo
esperaba con cierta impaciencia. Estar tan aislada en el rancho tenía mucho que
ver en eso. El carruaje de Peter podía seguir ocupando espacio en la cuadra,
ya que se había marchado demasiado tarde para llevárselo con él al pueblo, pero
no estaba a su disposición, aunque hubiera sabido engancharle los caballos y
conducirlo. Y desplazarse andando quedaba descartado también; de todos modos,
no es que hubiera ningún sitio cerca al que valiera la pena ir.
Pero, a diferencia
de su hermana, Rocío ya tenía bastante claro que Tejas iba a ser su hogar para
siempre, y por decisión propia. No había nada de Haverhill que echara de menos.
Lo único que esa ciudad tenía para ella eran malos recuerdos, así que no
deseaba en absoluto regresar, ni a ningún otro sitio del Este, en realidad.
Prefería esta parte del país, a pesar del calor.
Los espacios abiertos, el paisaje
agreste, el hecho de viajar días sin ver siquiera un poblado, la simpatía de la
gente —si no se contaba el componente ilegal, por supuesto—… Todo
ello podría ser aterrador, pero también excitante. Nunca sabías qué iba a pasar
a continuación. La gente no sólo vivía, se adaptaba, se las arreglaba, se
ayudaba entre sí. Sobrevivía.
Sí, se quedaría allí. Y tanto si
terminaba viviendo en un pueblo o a un día de distancia de él como Gimena,
quería aprender las cosas que allí todo el mundo parecía dar por sabidas.
Montar a caballo era lo primero de esa lista.
Para lograrlo hasta había tomado
prestada una de las faldas de montar de su tía, o más bien eran pantalones. La
prenda, de un cuero sin curtir, era tan ancha y holgada que parecía una falda
cuando estaba de pie pero, una vez montada sobre una silla, se veía que eran
unos pantalones muy anchos.
Se llevó una decepción al ver que la
cuadra estaba vacía por completo, por lo menos de gente. Había cuatro caballos,
dos de Peter, y unos cuantos más en el establo junto a la cuadra. Decidió
familiarizarse con los caballos ya que estaba ahí, y trató de conseguir que
unos e dejara acariciar. Pero sacudía la cola sin hacerle caso. Intentó con otro,
pero también la ignoró.
No se atrevía a acercarse más,
porque los compartimentos eran muy estrechos y recordaba con claridad haber
visto un caballo desbocarse en la calle cuando era pequeña. Había herido a
coces y mordiscos a los cinco hombres que habían intentado controlarlo antes de
que su propietario, furioso, lo sacrificara por fin de un disparo. Había oído
cómo alguien comentaba lo imbécil que era aquel hombre, que el animal era tan
rebelde porque él lo maltrataba. Ninguno de esos caballos parecía maltratado,
pero aun así, le resultaba difícil obviar un recuerdo como aquél.
—Trae un
dulce la próxima vez si quieres captar su atención.

quiero el proximo capitulo esta muy buena la nove
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