Tras aquel viaje a Pamplona,
ni Gaston ni Rochi volvieron a fingir casualidad en sus encuentros. A ella no
le importaba buscarlo por los establos para charlar un rato o pedirle que la
subiera a la sierra. Él entraba hasta la cocina sin pedir permiso y husmeaba en
las cazuelas mientras ella experimentaba con nuevas recetas.
Una mañana, mientras él
examinaba en el establo las ovejas preñadas, entró ella, con sus cabellos
sueltos, sus vaqueros y las botas que Candela le había prestado para subir a la
montaña y que habían terminado sustituyendo a las torturadas zapatillas
blancas.
Gaston la observó, evaluando
todo lo que había cambiado desde que llegó. Ya no se la veía tan flacucha ni su
tez era tan blanca. Su gesto altivo que tanto le había crispado al principio,
ahora le parecía un punto atractivo y sensual. Y, aunque hacía mucho que no
apretaba los labios ni aleteaba los orificios de su nariz, sí que seguía
sonrojándose con facilidad.
Le gustaba tenerla allí, y
se preguntaba cuánto tiempo le quedaba para disfrutar de su compañía.
—¿Va todo bien? —preguntó Rochi,
apoyándose en la valla que mantenía agrupadas a las ovejas junto a los
comederos.
—Va perfecto —aseguró Gaston,
acercándose con una sonrisa de bienvenida—. El mes que viene tendremos
corderitos, las madres darán leche y en diciembre comenzaremos a elaborar
queso. —La miró a los ojos y se atrevió a preguntar—: ¿Seguirás aquí para
entonces?
—No lo creo —confesó Rochi
con una mirada triste—. Por mucho que demore el regreso, pasaré las navidades
en mi casa.
El otoño avanzaba, se dijo Gaston,
y cuando quisiera darse cuenta ella habría desaparecido de su vida. Sabía que
su ausencia le iba a dejar un gran vacío. Ella se le había clavado en el
pensamiento sin que él hubiera hecho nada efectivo para impedirlo, pero se
negaba a dejar que se le asentara también en el alma.
En el alma no. Porque lo que
vive encajado en ese espacio intangible, se le ama, y él no podía permitirse el
lujo de amarla.
Le bastaba con tenerla
cerca, tal vez con besarla de nuevo. Se moría de ganas por volver a besarla.
Pero amarla, no. Pues sabía
que cuanto más de sí mismo entregara, más solo se sentiría cuando ella se
marchara.
—De aquí a Navidad aún queda
un tiempo —comentó, tanto para ella como para sí mismo—. Desde la sierra has
visto los colores con los que se viste el otoño en estos valles. ¿Qué te
parecería cabalgar por el interior de esos bosques en los que ahora llueve
hojas doradas?
—Dicho así suena a magia
—respondió riendo.
—Y lo es —aseguró con una
misteriosa sonrisa.
—¿Crees que podré tumbarme
en la hojarasca y contemplarla lluvia de hojas? —preguntó, entrecerrando los
ojos como una niña pequeña.
—Por supuesto. Podrás hacer
todo lo que quieras —le dijo con una suavidad que sabía a promesa.
—¿Y crees que puedo
resistirme a una invitación como ésta? —volvió a interrogar, con una sonrisa
igual de infantil.
—No puedes —aseguró Gaston
en su mismo tono de broma, y se apartó un poco para saltar la valla—. A no ser
que tengas un plan mejor para pasar lo que resta de tarde.
—Déjame pensar —pidió Rochi.
Pero él sonrió, echando a andar hacia el otro establo, y ella le siguió
encantada.
Media hora después, Zaldizko
y Zoraska se movían al paso sobre una mullida alfombra de hojas doradas y
ocres. Sobre sus cabezas, de un frondoso ramaje de rojos más intensos y
amarillos y naranjas más vivos, se desprendían las hojas que ya habían cumplido
la función de traspasar su esencia al viejo tronco.
Era la lluvia mágica del
otoño. La explosión de vida en una naturaleza que se preparaba para el
descanso.
—Después de estos paseos,
cabalgar en el club me parecerá ridículo —declaró Rochi, observando el incendio
de colores tras el que se ocultaba el azul del cielo.
—No diré que ya te lo
advertí—bromeó Gaston—. De todos modos, piensa que estos bosques están entre
los más extensos y hermosos de toda Europa. Y, además, ésta es la temporada más
espectacular del año.
—No trates de animarme
—dijo, riendo—. Montar en un picadero no volverá a ser lo que era.
Gaston pensó que tampoco
para él volverían a ser lo mismo sus salidas con Zoraska, ni subir a la sierra,
ni hacer queso... ni seguir viviendo.
En cuanto desmontaron, y
mientras Gaston aún aseguraba las riendas, Rochi se dejó caer sobre el
acolchado de hojas y cerró los párpados para escuchar los crujidos que emitían
al ser aplastadas por su cuerpo.
No necesitó abrir los ojos
para saber que Gaston se acercaba. El suave chasquido de la hojarasca bajo sus
pies, fue dibujándole cada uno de sus pasos hasta que sintió que se detenía junto
a ella. El corazón se le agitó hasta latirle pegado a la garganta.
Gaston se había aproximado
despacio, contemplándola tumbada sobre el lecho de naturaleza, conteniendo la
respiración al verla extender los brazos y acariciar las rugosidades con las palmas
abiertas. Y seguía sin encontrar el aliento, observando sus cabellos extendidos
y mezclados con las hojas mientras a su alrededor, otras, más doradas, se
mecían en el aire hasta caer con suavidad al suelo.
Ella, la nieta ausente, la
mujer odiada, le había ganado una partida que ni siquiera llegó a saber que
estaba jugando. Durante meses, él había luchado en solitario contra una
atracción que día a día le fue usurpando terreno. Tan vencido se sentía por su
dulce y delicada contendiente, que estaba dejando de resistirse a ese
sentimiento que le emborrachaba el corazón y que ya consideraba ingobernable.
Tras un profundo suspiro que
Rochi pudo escuchar, se sentó a su lado, inspirando del viento cálido y del
olor a tierra y a musgo para recuperar la calma.
—Cuando llegaste, me juré
que jamás te traería a lugares como éste —confesó sin mirarla—. Creí que no
sabrías disfrutar de ellos.
—Y tenías razón. —Rochi
abrió los ojos y los posó en su perfil—. Todo esto me agobiaba. Tú me estás
ayudando a descubrirlo. Ahora reconozco que es una tierra hermosa, aunque creo
que me abrumaría vivir siempre entre tanto verde.
Gaston sonrió, sacudiendo la
cabeza.
—Yo creo que no. —Apoyó los
brazos sobre las rodillas y juntó las palmas de las manos—. Además, siempre
tendrías algo nuevo por descubrir. Estás en el Reyno de Navarra —alardeó, y a Rochi
el nombre le sonó a delicioso y legendario misterio—. Te maravillaría el pozo
de las hiedras; la cascada del cubo del río; el bosque gótico, con árboles que
tienen cuatro o cinco siglos.
—¿Conoces todos esos
lugares? —preguntó, asombrada.
Él se volvió a mirarla.
Algunas hojas habían caído sobre sus bucles extendidos por el suelo. El dorado
de las copas de los árboles se le reflejaba sus ojos sorprendidos. Parecía una lamia[1] de voz sensual que ya
había elegido al mortal sobre el que derramar su hechizo: él. Sentía en su
interior cómo el encantamiento iba echando raíces en la humedad caliente del
flujo de sus venas.
—Conozco esos lugares y
muchos otros —dijo con voz ronca—. Todos ellos hermosos y mágicos, como las
leyendas que los rodean.
El iris de Gaston se
oscureció hasta fundirse con sus pupilas. Rochi pensó, al mirarle, que él era
una parte de aquella magia de la que le hablaba. Que era por eso por lo que
aquel valle le parecía cada día menos salvaje, más hermoso. Era él, el hombre,
el que estaba cambiando su percepción.
Cerró los ojos, turbada.
Jugueteó con la aspereza de las hojas secas, arrugándolas con los dedos para
escuchar sus lastimosos crujidos mientras trataba de recuperar la serenidad.
Culpó de su confusión a la fascinación de aquel lugar y de aquel momento. Culpó
a la atracción que sentía por Gaston a pesar de que creía que su amor y su
fidelidad seguían perteneciendo a Pablo.
Había sido el típico día de
octubre; soleado y con un agradable viento caliente que llenó el aire de vuelos
de hojas. Pero al caer la tarde y cuando las primeras sombras de la noche se
habían extendido por el valle, la temperatura se tornó fría y húmeda y ello
invitó a buscar cobijo.
Gaston, después de examinar
las ovejas y comprobar que en una semana comenzarían los partos, se había
abrigado con su parca para regresar al pueblo, pero pasando primero por la
borda para despedirse de Rochi.
Ahora, según se acercaba
cruzando los pastos, el humo blanquecino que salía por la chimenea le hizo
sonreír. Recordó la tarde anterior, cuando enseñó a Rochi a encender el fuego y
a conservarlo durante todo el día. Una labor sencilla que necesitó varias horas
y una caja completa de fósforos. Pero se habían divertido. Él había disfrutado
viéndola reír, y se recreó rozándole las manos para proteger la llama de
algunas cerillas.
Aún sonreía cuando llegó a
la borda y, antes de poner un pie en su interior, ya supo que ella cocinaba
algo especial.
Se detuvo bajo el arco de entrada,
respirando el aroma a almendra molida, a manzanas asadas y a almíbar. Pensó que
esa cocina olía a tarde cálida de otoño, y ella, con su delantal blanco, el
cabello recogido en una coleta de la que escapaban varios mechones, y la nariz
y la frente manchadas de harina, era lo más dulce y a la vez erótico que había
visto y percibido nunca.
Se le evaporó el aliento
mirándola. Una sensación de calma le invadió por dentro, inmovilizó sus
músculos y le agudizó los sentidos. Casi podía oír el sonido de su respiración
o el roce de sus manos sobre la tela del delantal. Casi podía acariciarle los
dedos, apartarle el mechón de la mejilla, limpiarle el rastro de harina de la
nariz...
Su agitado corazón debió de
hacer algún ruido, porque él ni siquiera había pestañeado cuando ella dejó la
tarta sobre la mesa y se volvió con una sonrisa.
—¿Vienes a refugiarte del
frío? —preguntó, y resopló para apartarse un bucle manchado de polvillo blanco
que se le enredaba en las pestañas.
—Ese olor delicioso llega
hasta los establos —exageró él, sin pudor—. ¿Qué es?
—Tarta de sidra y manzana
caramelizada —informó, sonriendo con orgullo.
Gaston caminó hasta que la
mesa se interpuso entre el frío que él llevaba en sus ropas y el calor con el
que Rochi parecía envuelta en las suyas. Sonrió ante los sugerentes
pensamientos que le despertaba esa visión, y volvió a prestar atención a la
tarta.
—¿Me dejarás probarla antes
de irme?
—Ni hablar —bromeó ella—.
Aún no he decidido si debo invitarte de nuevo. Y darte un trozo de tarta a
estas horas sería como si te sirviera una cena dulce.
Aunque el delicioso aroma
llenaba toda la cocina, Gaston posó las manos sobre la madera y se inclinó para
inspirar de cerca.
—Así que piensas torturarme
con esto —comentó, mirándola con un brillo de diversión—. Eres cruel.
—De eso se trata —dijo, pero
los ojos de Gaston se oscurecieron, a ella se le espesó el aire, y ya no fue
capaz de sonreír.
—¿Tú la has probado?
—preguntó, y comenzó a acercarse rozando con los dedos el borde de la mesa.
Rochi asintió sin palabras.
Él se detuvo a su lado y, despacio, para que ella supiera lo que iba a hacer,
se inclinó para rozarle los labios con los suyos.
No hubo rechazo. Sólo un
leve temblor que a punto estuvo de doblegar las piernas de la turbada Rochi. Gaston
tomó aire sin apartarse de su boca y volvió a besarla, presionando como si
realmente estuviera encontrando el sabor que deseaba.
Se retiró despacio, con ojos
ebrios y el corazón a punto de estallar.
—Lo mejor que he saboreado
nunca—susurró, devorándola con la mirada—. Espero poder repetir.
Rochi se agarró a la mesa
temiendo que sus piernas no pudieran sujetarla por más tiempo. Había sido un
beso tan tierno, tan suave, tan inesperado y... y tan esperado al mismo tiempo;
pero tan breve. Se acarició los labios con las yemas temblorosas de sus dedos y,
cuando reaccionó, él había salido de la casa e iniciado su caminata hacia
Roncal, y ella había olvidado darle la mitad de la tarta para que se la llevara
a su madre.
Pero Gaston, con el cuello
de la parca alzado y las manos en los bolsillos, ya no recordaba más dulzura
que la de su boca. Caminaba por la orilla de la carretera iluminada por una
henchida luna llena y con la felicidad pegada a los labios. Aquellos mismos
labios con los que por fin la había besado. Había surgido sin pensar, pero se
alegraba de haberlo hecho. Por primera vez desde que dejó de ser un adolescente
atolondrado, un beso se convertía en una experiencia importante.
Un simple beso, sí. Pero un
beso deseado durante mucho tiempo. Un beso que al final consiguió medio robado;
un beso que se llevó medio consentido.
En la pantalla azul del
manejo de funciones del Mercedes, se dibujó el nombre de rochi
y un teléfono descolgándose. Dos segundos después, la voz impersonal de siempre
sonaba en el interior del coche para repetir que el móvil estaba apagado o
fuera de cobertura.
—¿Cuánto tiempo más vas a
alargar esta tortura, rochi? —preguntó Pablo en voz
alta—. Si ya es suficiente. Si ya me tienes donde querías. Si estoy dispuesto a
hacer cualquier cosa para no perderte.
Detuvo el coche ante el semáforo
de entrada a la plaza y aprovechó para comprobar su aspecto en el espejo
retrovisor. Hacía tiempo que el bronceado de Capri había desaparecido, y sus
ojeras volvían a dominarle el rostro. Resopló, ajustándose con rapidez la
corbata.
Le esperaba una reunión con
un cargo importante de una poderosa marca francesa de perfumes. Si todo salía
bien, en unas horas quedaría concertado un encuentro con el señor Dubanchet;
máximo responsable de la firma. Llegar a un acuerdo con él supondría el
despegue definitivo al mercado europeo.
Si eso llegaba a ocurrir, su
suegro le haría la ola y hasta le bailaría claque sobre la mesa de su despacho
si él se lo pedía.
El semáforo cambió a verde y
el Mercedes bordeó la rotonda para incorporarse a la avenida.
Sonó el teléfono y en la
pantalla celeste apareció el nombre de Luciano Bessolla.
Pablo descolgó con rapidez,
presintiendo que si el albacea de rochi le llamaba era porque algo
grave había sucedido.
Pero la voz tranquila y el
saludo amable del abogado le devolvieron el corazón a su lugar y le
descomprimieron el estómago.
—Lamento molestarte, Pablo.
Sé que eres un hombre muy ocupado, pero no consigo ponerme en contacto con Rochi.
—¿Hay algún problema?
—preguntó, mientras el limpiaparabrisas se ponía en marcha al detectar las
primeras gotas de lluvia sobre el cristal delantero.
—A primeros de marzo me
pidió que pusiera en venta todo lo que había heredado de su, abuelo —escuchó
explicar a Bessolla—. Tengo algunos posibles compradores, pero les voy dando
largas y comienzan a impacientarse.
—Yo estaba con ella cuando
te llamó para pedirte que vendieras —aclaró, mirando al cielo para calcular si
el chaparrón sería pasajero—. Dime cuál es el problema y tal vez pueda
ayudarte.
—No puedes, Pablo. La
necesito a ella. —Durante unos segundos se escuchó sonido de papeles y un
soplido de impotencia del abogado—. Cuando me llamó desde Roncal me dijo que en
dos o tres días estaría de regreso en Madrid.
«Roncal», se repitió Pablo,
sujetando con fuerza el volante para no aullar de alivio y felicidad.
—¿Ha regresado o aún sigue
allí? —continuó preguntando el abogado.
—Sigue allí —aseguró Pablo,
con una sonrisa que le había devuelto el color y borrado las ojeras—. Quería
conocer sus propiedades antes de venderlas. Después pensó que le vendrían bien
unas largas vacaciones. Ha estado muy estresada.
—Sí que se lo noté cuando,
unos días después de pedirme que le buscara compradores, me llamó para que le
facilitara la dirección —dijo el abogado, tal vez esperando recibir más
información—. Incluso le pregunté si le pasaba algo.
Pablo apretó los dientes al
recordar lo ocurrido en su despacho. Iba a tener que hilar muy fino si quería
hacerse perdonar.
—Sólo era cansancio. Pero ya
se encuentra bien —informó Pablo, confiando en zanjar de aquel modo el excesivo
interés de Bessolla—. No tardará en dar por finalizadas estas largas
vacaciones.
—Pídele que me llame, por
favor. Me dijo que no encendía el móvil porque allí no tiene cobertura, pero
imagino que de algún modo estaréis en contacto.
—Sí, por supuesto —mintió,
sin otra salida digna—. Le diré que se comunique contigo. Y gracias por llamar,
Luciano.
«Millones de gracias por
llamar», se repitió mientras colgaba.
Había llegado al gran
edificio de cristales negros en el que un anagrama con letras plateadas cruzaba
la fachada principal: la empresa que su suegro le había confiado y, por lo
tanto, el negocio que le ataba a Mery y sus excentricidades.
Eran las nueve de la mañana.
Calculó que si salía en aquel momento y conducía sin descanso, para las tres de
la tarde podría abrazarla y suplicarle perdón. Pero era un hombre inteligente,
la situación era complicada y no podía estropearlo todo por ceder a su
necesidad de verla. Ya no bastaría aparecer ante ella con promesas, como había
hecho siempre. Esta vez tenía que llevarle los documentos que certificaran su
divorcio y un verdadero anillo de compromiso.
Aun así, no sería
suficiente, pensó, encerrando el medio corazón en su mano. Tenía que tomárselo
con calma para no estropearlo todo en el último momento. Ahora que la tenía
localizada, se sentía un poco más tranquilo. Tenía que hacer las cosas bien
para que cuando se presentara en Roncal y la pidiera en matrimonio, ella se
echara en sus brazos y le respondiera que sí. adaptacion

ahhh k lindoss pero k mal ya sabe donde encontrarla pablo espero k rochi lo rechaze cuando vaya a buscarla
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