CAPÍTULO
27
Viento de otoño
—No existen esos informes —le
dijo Gaston a Vicco esa misma noche, en un pequeño bar—. Se han pagado
cantidades desorbitantes por estudios de asesoramiento que nadie ha visto.
—¿Así que esas empresas han
cobrado por análisis que no hicieron?
—Tampoco existen tales
empresas.
—Entonces, ¿qué y a quién están
pagando las grandes industrias?
—Están financiando la campaña
del senador Martinez.
—No es necesario crear
compañías ficticias para eso.
—Sí, si pretendes que no quede
constancia de esa ayuda. Las donaciones se registran como financiadas por esas
empresas fantasma y si Pablo resulta elegido, las entidades reales que lo están
apoyando podrán cobrarse sus favores sin levantar la sospecha de que sean pagos
políticos.
—Y las promesas hechas a los
votantes se olvidarán, como siempre.
—Como siempre —repitió Gaston—.
Y éste es también el motivo por el que el tipo ese nos ha filtrado la
información.
—¿De qué motivo hablas?
—Del pago de favores. Y volverá
a pasar. Siempre pasa. —Negó con la cabeza con gesto de impotencia—. A las
madereras les conceden permisos para talar árboles centenarios con la absurda
disculpa de aclarar los bosques para que no se produzcan incendios. Es para
conseguir que se aprueben esas intolerables leyes para lo que apoyan las
campañas políticas. Son magníficas y seguras inversiones.
—Y el coordinador ha visto en
el pacto de Pablo a la poderosa industria
farmacéutica
que arruinó la vida de su hija y que ni siquiera quiso indemnizarlo, y no ha
podido soportarlo.
—Exacto —opinó Gaston—. Conoce
en carne propia el daño que esos pagos políticos pueden hacer y no quiere
formar parte de eso.
Gaston bebió un trago largo de
su cerveza mientras se preguntaba cuántos políticos mediocres, incluso
totalmente ineptos, habían llegado a ocupar la presidencia gracias a tratos
como ésos y se le revolvió el estómago. El caso de Pablo era diferente. No le
cabía duda de que era un gran político y que llevaba en su programa propuestas
de cambios importantes y necesarios. Cambios que probablemente sí llevaría a
cabo de salir elegido. Al menos, los que no entraran en conflicto directo con
las promesas hechas a las grandes compañías.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Vicco.
—Recopilar todas las pruebas
que pueda conseguir.
—Quiero decir, ¿qué vas a hacer
después, cuando las tengas todas? ¿Vas a hacerlo público?
—Sigo dándole vueltas. —Se
frotó el rostro con la mano con gesto de impotencia—. Está por medio Lali y
está… —Se mordió con fuerza los labios y rectificó—. Está Lali. Sufrirá con
todo esto.
—Sabes bien que va a ocurrir de
todos modos. Sólo tienes que decidir si quieres ser tú el que lo saque a la luz
o dejar que lo haga cualquier otro periodista. Porque no dudes de que tiene
otros nombres para el caso de que tú te eches atrás.
—¡Lo sé, lo sé! —dijo con
impotencia.
—¿Está implicado tu suegro?
—Juraría que sí, que está directamente
implicado en la creación de las empresas y en la malversación de fondos.
—¿También a cambio de favores
políticos?
—Puedes estar seguro de eso. No
se arriesgaría a terminar en prisión si lo que fuera a recibir a cambio no le
compensara con creces la aventura.
—¡Qué ilusos somos! —exclamó Vicco,
y bebió un trago largo de cerveza—. Me gustaba el senador. Trabaja como nadie,
se entrega en cada maldito acto. —Cabeceó decepcionado—. Mañana viajamos.
Pasaremos toda la semana devorando kilómetros.
—Ése debe ser el motivo por el
que su mujer se ha tomado un descanso.
Vicco
se encogió de hombros y bebió otro trago antes de preguntar:
—¿Crees que ella conoce ese
lado oscuro de su marido, que por otra parte tienen prácticamente todos los
políticos?
No obtuvo respuesta. Gaston
agotó la cerveza y, con un golpe seco, dejó el vaso sobre la mesa, marcando el
final del encuentro. No quería pensar en la integridad de Rocio, en si era
honesta o la merecedora cónyuge de un corrupto. Seguía intentando hacer bien
las cosas, pensar en su mujer, regresar a casa y acostarse cuando ella lo
hiciera. Abrazarla y dormir con su hermosa cabeza recostada en su pecho, como
nunca debió dejar de hacer.
Estaba cumpliendo con la
promesa que se hizo de mejorar su matrimonio, de hacer feliz a Lali y de
pagarle su amor y sus desvelos, pero lo estaba haciendo a costa de morir un
poco cada día. O tal vez cada noche, cuando para corresponderle tenía que
volver a pensar en otra mientras fingía que la amaba a ella. Y había noches
especialmente difíciles, en las que, por más que se repetía que todo iba bien,
no conseguía engañarse, aunque ninguna como ésa, en la que se sentía prisionero
de su propia vida.
Salió a la terraza esperando
que el frío la mantuviera a ella dentro, al menos hasta que él encontrara
fuerzas. Apoyó los brazos en la estrecha superficie metálica que remataba el
pretil de cristal y, cuando fijaba la mirada en las luces de la costa de Nueva
Jersey, el aire lo azotó con ese añorado olor a otoño… A otoño y a ella.
Cerró los ojos y maldijo al
viento y al otoño que se aliaban para vencerlo cuando más vulnerable se sentía,
sin saber que esa difícil noche sólo estaba comenzando.
Lo sospechó al oír que se abría
la puerta de la terraza y después la alegre voz de su esposa quejándose del
frío. Tomó aire cuando la sintió arrimada a la espalda, dulce y afectuosa,
rodeándolo con los brazos, acariciándole con sensualidad el abdomen y descendiendo
provocativamente hasta el inicio del pantalón, probablemente esperando que él
diera el siguiente paso. Pero esa noche no podría hacerlo, cuando hasta el
simple hecho de tenerla cerca le hacía sentirse amargamente solo.
Ella captó su frialdad y se
colocó a su lado, apoyando los brazos junto a los suyos mientras pensaba qué
decir para sacarlo de su áspero silencio.
—Te
has perdido las noticias de la campaña. —Se arrimó hasta comprimir el brazo con
el suyo—. Pablo ha salido pronunciando durante unos segundos una parte muy
apasionada del discurso que le hiciste. —Al no apreciar reacción alguna, apoyó
la barbilla en su hombro y probó con un chisme—: ¿Dónde estará Rocio?
Una sensación gélida recorrió
el centro de la espalda de Gaston.
—¿Qué quieres decir? —logró
pronunciar.
—La televisión, la prensa…
—enumeró, sin sospechar lo que estaba provocando en su marido—. Todos los
medios se lo preguntan. Lleva tiempo sin acompañar a Pablo y empiezan a
especular.
—¿Con qué? —preguntó, incapaz
de disimular su interés.
—¡Lo típico! —exclamó,
satisfecha de haberlo sacado de su mutismo—. Dicen que puede haber problemas en
el matrimonio, infidelidades.
—¡Hienas! —los llamó con
desprecio mientras en su interior crecía una intensa preocupación por Rocio.
—Ella es noticia, cariño.
Seguro que venden más ejemplares cada vez que la sacan en portada. Puede que
terminen descubriendo que tiene un amante secreto.
Oírla pronunciar esa palabra le
aceleró el corazón y una vez más volcó en ella su insoportable sentimiento de
culpa.
—¡Por Dios, Lali, deja de decir
tonterías! —la reprendió mientras apretaba la baranda con las manos, haciendo
que se le pusieran blancos los nudillos.
—No lo digo sólo por los
comentarios de la prensa —trató de explicarse ella—. Pienso que...
—¡Ya está bien de historias!
—estalló, apartándose con brusquedad.
Lali palideció y lo miró
sorprendida.
—Sólo he bromeado con la
posibilidad de que ella tenga…
—¡Ya basta! —repitió Gaston,
apretando los dientes y conteniéndose a pesar de todo—. ¡Deja de decir
necedades absurdas!
Le dio la espalda y entró en la
casa. Le hervían tal cantidad de sentimientos diferentes, amargos todos ellos,
que hubiera necesitado gritar a pleno pulmón para liberar un mínimo de la
tensión que lo oprimía. Pero tan cargado como una negra nube de tormenta, se
sentó ante el ordenador y comenzó a teclear, casi con ira, la columna que había
programado escribir al día siguiente.
No había completado el primer
párrafo cuando ella entró y, con la dulzura con
que
arreglaba las cosas, si él se lo permitía, se acercó y rogó, esta vez sin
tocarlo:
—No te enfades por esta
tontería, mi amor.
—Déjalo estar, Lali —le
advirtió con aspereza y sin mirarla.
Y ese último desprecio acabó
con el deseo apaciguador de su esposa.
—¿De verdad piensas que soy
tonta y que no sé lo que estás haciendo?
Gaston se mordió el labio,
deseando que se callara, que eligiera otro momento para echarle en cara todo lo
que merecía, que aguardara hasta que él volviera a controlar la frustración que
esa noche se le había desbocado y que amenazaba con hacerlo reventar.
Pero similar frustración la
dominaba también ya a ella.
—Llevas días fingiendo que todo
va bien —siguió reprochándole—. Incluso haciendo verdaderos esfuerzos para que
así sea, yendo a la cama a la vez que lo hago yo en lugar de evitarme. Pero
nada va bien y lo sabes mejor que yo.
—¡¿Qué es lo que no va bien?!
—la desafió, levantándose de un impulso y enfrentándose a ella—. Llevamos días
sin discutir y hasta vemos juntos la puta televisión todas las putas noches.
La impotencia en su voz y en su
gesto, y las palabras malsonantes que nunca utilizaba, fueron para Lali la
confirmación absoluta de lo que le estaba reprochando.
—Valoro el gran esfuerzo que
estás haciendo estos días, pero no es suficiente. No estás conmigo. Hace muchos
meses que no estás conmigo. Has destrozado mi vida y me has hecho una
desgraciada. Cada noche, cuando te duermes, lloro en silencio con cuidado para
no despertarte. Lo he hecho esta última noche y también la anterior y todas
estas noches en las que se suponía que las cosas iban bien. Pero ¡no van bien!
—volvió a gritar—. ¡Y estoy cansada! Cansada de medir mis palabras y hasta mis
gestos para conseguir que estés medianamente agradable conmigo. Estoy cansada
de esperar a que vuelvas a ser el que fuiste, cansada de esperar a que se
produzca un estúpido milagro que no llega nunca.
Lo miró, dándole la oportunidad
de decirle que sí, que él haría ese milagro para ella, pero no encontró en sus
ojos nada que no llevara meses percibiendo.
Gaston tomó una gran bocanada
de aire cuando la vio ir hacia el dormitorio, pero su alivio duró los segundos
que ella tardó en abrir y cerrar con violencia puertas y cajones.
—No vas a ninguna parte —dijo
al encontrarla con una pequeña maleta llena
de
un enredo de ropa—. Esto es ridículo, Lali. No me pasa nada y lo nuestro está
comenzando a ir bien.
—¡¿Cómo de bien?! —lo increpó,
enfrentándosele con la maleta en la mano—. ¿Como para envejecer sin poder estar
el uno sin el otro, como les ocurre a tus padres, o aún no hemos llegado a ese
maravilloso punto?
—No me entiendes —dijo, conteniéndose
para no alzar la voz como ella lo hacía, diciéndose que era la única que tenía
derecho a gritar, ahora que por fin había estallado.
—¿Cómo voy a entenderte?
—exclamó herida, sorteándolo para irse—. ¿Cómo podría entenderte nadie?
Asustado, trató de detenerla. Lali
contempló durante unos segundos la mano aferrada a su muñeca, para después
mirarlo con la misma dolida frialdad.
—No aguanto más —dijo,
apartándolo con un gesto brusco—. Me voy.
No pudo reaccionar mientras la
vio salir del dormitorio. Había vuelto a herirla, había vuelto a hacerle pagar
por lo que tan solo él debía sufrir, y había destruido todo el esfuerzo que
durante días había hecho para ser un marido amante y casi perfecto.
Oír el portazo con el que
abandonó la casa lo hizo temblar. Y un miedo atroz a que no regresara le resecó
la boca.
Cuando llegó a la cocina,
respiraba entrecortadamente, como si el aire no encontrara el camino a sus
pulmones. En su impotencia, golpeó con el pie uno de los gruesos soportes de
granito que anclaban la mesa al suelo, y en medio del dolor, aún le quedaron
fuerzas para servirse un whisky largo, muy largo. Cuando se llevaba el vaso a
los labios, notó que aquel cúmulo de difíciles emociones que lo habían
mantenido tenso se relajaban y que él se convertía en el guiñapo sin alma ni
dignidad que sentía que era. Apoyada la espalda en la pared, se dejó caer con
lentitud, puso el vaso en el suelo, entre las piernas, y se cubrió el rostro
con las manos. Permitió que brotaran las lágrimas, dispuesto a esperarla para
pedirle perdón, para suplicarle que lo ayudara, pues él solo nunca podría
ascender desde ese pozo de desesperación en el que estaba hundido.
Pero las horas pasaron, las
primeras luces del alba entraron por la pared de cristal, llenaron la cocina de
una macilenta y triste claridad y los sorprendieron a él y a su desesperanza
sentados en el suelo, frente a un vaso vacío.
Se frotó los párpados,
hinchados por las muchas lágrimas y la falta de descanso. Después, sacó del
bolsillo el suave tejido azul y lo estrujó entre los dedos
con
rabia mientras murmuraba entre dientes:
—Maldita mujer y maldita la
hora en que te encontré, porque me has roto la vida.

Woooow,pobre gaston. Realmente esta sufriendo! quiero un encuentro entre ellos jaja pero bueno haba que esperar a ver que pasa! Me encanto :)
ResponderEliminar