jueves, 25 de abril de 2013

Donde siempre es otoño capitulo 27


CAPÍTULO 27
Viento de otoño
—No existen esos informes —le dijo Gaston a Vicco esa misma noche, en un pequeño bar—. Se han pagado cantidades desorbitantes por estudios de asesoramiento que nadie ha visto.
—¿Así que esas empresas han cobrado por análisis que no hicieron?
—Tampoco existen tales empresas.
—Entonces, ¿qué y a quién están pagando las grandes industrias?
—Están financiando la campaña del senador Martinez.
—No es necesario crear compañías ficticias para eso.
—Sí, si pretendes que no quede constancia de esa ayuda. Las donaciones se registran como financiadas por esas empresas fantasma y si Pablo resulta elegido, las entidades reales que lo están apoyando podrán cobrarse sus favores sin levantar la sospecha de que sean pagos políticos.
—Y las promesas hechas a los votantes se olvidarán, como siempre.
—Como siempre —repitió Gaston—. Y éste es también el motivo por el que el tipo ese nos ha filtrado la información.
—¿De qué motivo hablas?
—Del pago de favores. Y volverá a pasar. Siempre pasa. —Negó con la cabeza con gesto de impotencia—. A las madereras les conceden permisos para talar árboles centenarios con la absurda disculpa de aclarar los bosques para que no se produzcan incendios. Es para conseguir que se aprueben esas intolerables leyes para lo que apoyan las campañas políticas. Son magníficas y seguras inversiones.
—Y el coordinador ha visto en el pacto de Pablo a la poderosa industria
farmacéutica que arruinó la vida de su hija y que ni siquiera quiso indemnizarlo, y no ha podido soportarlo.
—Exacto —opinó Gaston—. Conoce en carne propia el daño que esos pagos políticos pueden hacer y no quiere formar parte de eso.
Gaston bebió un trago largo de su cerveza mientras se preguntaba cuántos políticos mediocres, incluso totalmente ineptos, habían llegado a ocupar la presidencia gracias a tratos como ésos y se le revolvió el estómago. El caso de Pablo era diferente. No le cabía duda de que era un gran político y que llevaba en su programa propuestas de cambios importantes y necesarios. Cambios que probablemente sí llevaría a cabo de salir elegido. Al menos, los que no entraran en conflicto directo con las promesas hechas a las grandes compañías.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Vicco.
—Recopilar todas las pruebas que pueda conseguir.
—Quiero decir, ¿qué vas a hacer después, cuando las tengas todas? ¿Vas a hacerlo público?
—Sigo dándole vueltas. —Se frotó el rostro con la mano con gesto de impotencia—. Está por medio Lali y está… —Se mordió con fuerza los labios y rectificó—. Está Lali. Sufrirá con todo esto.
—Sabes bien que va a ocurrir de todos modos. Sólo tienes que decidir si quieres ser tú el que lo saque a la luz o dejar que lo haga cualquier otro periodista. Porque no dudes de que tiene otros nombres para el caso de que tú te eches atrás.
—¡Lo sé, lo sé! —dijo con impotencia.
—¿Está implicado tu suegro?
—Juraría que sí, que está directamente implicado en la creación de las empresas y en la malversación de fondos.
—¿También a cambio de favores políticos?
—Puedes estar seguro de eso. No se arriesgaría a terminar en prisión si lo que fuera a recibir a cambio no le compensara con creces la aventura.
—¡Qué ilusos somos! —exclamó Vicco, y bebió un trago largo de cerveza—. Me gustaba el senador. Trabaja como nadie, se entrega en cada maldito acto. —Cabeceó decepcionado—. Mañana viajamos. Pasaremos toda la semana devorando kilómetros.
—Ése debe ser el motivo por el que su mujer se ha tomado un descanso.
Vicco se encogió de hombros y bebió otro trago antes de preguntar:
—¿Crees que ella conoce ese lado oscuro de su marido, que por otra parte tienen prácticamente todos los políticos?
No obtuvo respuesta. Gaston agotó la cerveza y, con un golpe seco, dejó el vaso sobre la mesa, marcando el final del encuentro. No quería pensar en la integridad de Rocio, en si era honesta o la merecedora cónyuge de un corrupto. Seguía intentando hacer bien las cosas, pensar en su mujer, regresar a casa y acostarse cuando ella lo hiciera. Abrazarla y dormir con su hermosa cabeza recostada en su pecho, como nunca debió dejar de hacer.
Estaba cumpliendo con la promesa que se hizo de mejorar su matrimonio, de hacer feliz a Lali y de pagarle su amor y sus desvelos, pero lo estaba haciendo a costa de morir un poco cada día. O tal vez cada noche, cuando para corresponderle tenía que volver a pensar en otra mientras fingía que la amaba a ella. Y había noches especialmente difíciles, en las que, por más que se repetía que todo iba bien, no conseguía engañarse, aunque ninguna como ésa, en la que se sentía prisionero de su propia vida.
Salió a la terraza esperando que el frío la mantuviera a ella dentro, al menos hasta que él encontrara fuerzas. Apoyó los brazos en la estrecha superficie metálica que remataba el pretil de cristal y, cuando fijaba la mirada en las luces de la costa de Nueva Jersey, el aire lo azotó con ese añorado olor a otoño… A otoño y a ella.
Cerró los ojos y maldijo al viento y al otoño que se aliaban para vencerlo cuando más vulnerable se sentía, sin saber que esa difícil noche sólo estaba comenzando.
Lo sospechó al oír que se abría la puerta de la terraza y después la alegre voz de su esposa quejándose del frío. Tomó aire cuando la sintió arrimada a la espalda, dulce y afectuosa, rodeándolo con los brazos, acariciándole con sensualidad el abdomen y descendiendo provocativamente hasta el inicio del pantalón, probablemente esperando que él diera el siguiente paso. Pero esa noche no podría hacerlo, cuando hasta el simple hecho de tenerla cerca le hacía sentirse amargamente solo.
Ella captó su frialdad y se colocó a su lado, apoyando los brazos junto a los suyos mientras pensaba qué decir para sacarlo de su áspero silencio.
—Te has perdido las noticias de la campaña. —Se arrimó hasta comprimir el brazo con el suyo—. Pablo ha salido pronunciando durante unos segundos una parte muy apasionada del discurso que le hiciste. —Al no apreciar reacción alguna, apoyó la barbilla en su hombro y probó con un chisme—: ¿Dónde estará Rocio?
Una sensación gélida recorrió el centro de la espalda de Gaston.
—¿Qué quieres decir? —logró pronunciar.
—La televisión, la prensa… —enumeró, sin sospechar lo que estaba provocando en su marido—. Todos los medios se lo preguntan. Lleva tiempo sin acompañar a Pablo y empiezan a especular.
—¿Con qué? —preguntó, incapaz de disimular su interés.
—¡Lo típico! —exclamó, satisfecha de haberlo sacado de su mutismo—. Dicen que puede haber problemas en el matrimonio, infidelidades.
—¡Hienas! —los llamó con desprecio mientras en su interior crecía una intensa preocupación por Rocio.
—Ella es noticia, cariño. Seguro que venden más ejemplares cada vez que la sacan en portada. Puede que terminen descubriendo que tiene un amante secreto.
Oírla pronunciar esa palabra le aceleró el corazón y una vez más volcó en ella su insoportable sentimiento de culpa.
—¡Por Dios, Lali, deja de decir tonterías! —la reprendió mientras apretaba la baranda con las manos, haciendo que se le pusieran blancos los nudillos.
—No lo digo sólo por los comentarios de la prensa —trató de explicarse ella—. Pienso que...
—¡Ya está bien de historias! —estalló, apartándose con brusquedad.
Lali palideció y lo miró sorprendida.
—Sólo he bromeado con la posibilidad de que ella tenga…
—¡Ya basta! —repitió Gaston, apretando los dientes y conteniéndose a pesar de todo—. ¡Deja de decir necedades absurdas!
Le dio la espalda y entró en la casa. Le hervían tal cantidad de sentimientos diferentes, amargos todos ellos, que hubiera necesitado gritar a pleno pulmón para liberar un mínimo de la tensión que lo oprimía. Pero tan cargado como una negra nube de tormenta, se sentó ante el ordenador y comenzó a teclear, casi con ira, la columna que había programado escribir al día siguiente.
No había completado el primer párrafo cuando ella entró y, con la dulzura con
que arreglaba las cosas, si él se lo permitía, se acercó y rogó, esta vez sin tocarlo:
—No te enfades por esta tontería, mi amor.
—Déjalo estar, Lali —le advirtió con aspereza y sin mirarla.
Y ese último desprecio acabó con el deseo apaciguador de su esposa.
—¿De verdad piensas que soy tonta y que no sé lo que estás haciendo?
Gaston se mordió el labio, deseando que se callara, que eligiera otro momento para echarle en cara todo lo que merecía, que aguardara hasta que él volviera a controlar la frustración que esa noche se le había desbocado y que amenazaba con hacerlo reventar.
Pero similar frustración la dominaba también ya a ella.
—Llevas días fingiendo que todo va bien —siguió reprochándole—. Incluso haciendo verdaderos esfuerzos para que así sea, yendo a la cama a la vez que lo hago yo en lugar de evitarme. Pero nada va bien y lo sabes mejor que yo.
—¡¿Qué es lo que no va bien?! —la desafió, levantándose de un impulso y enfrentándose a ella—. Llevamos días sin discutir y hasta vemos juntos la puta televisión todas las putas noches.
La impotencia en su voz y en su gesto, y las palabras malsonantes que nunca utilizaba, fueron para Lali la confirmación absoluta de lo que le estaba reprochando.
—Valoro el gran esfuerzo que estás haciendo estos días, pero no es suficiente. No estás conmigo. Hace muchos meses que no estás conmigo. Has destrozado mi vida y me has hecho una desgraciada. Cada noche, cuando te duermes, lloro en silencio con cuidado para no despertarte. Lo he hecho esta última noche y también la anterior y todas estas noches en las que se suponía que las cosas iban bien. Pero ¡no van bien! —volvió a gritar—. ¡Y estoy cansada! Cansada de medir mis palabras y hasta mis gestos para conseguir que estés medianamente agradable conmigo. Estoy cansada de esperar a que vuelvas a ser el que fuiste, cansada de esperar a que se produzca un estúpido milagro que no llega nunca.
Lo miró, dándole la oportunidad de decirle que sí, que él haría ese milagro para ella, pero no encontró en sus ojos nada que no llevara meses percibiendo.
Gaston tomó una gran bocanada de aire cuando la vio ir hacia el dormitorio, pero su alivio duró los segundos que ella tardó en abrir y cerrar con violencia puertas y cajones.
—No vas a ninguna parte —dijo al encontrarla con una pequeña maleta llena
de un enredo de ropa—. Esto es ridículo, Lali. No me pasa nada y lo nuestro está comenzando a ir bien.
—¡¿Cómo de bien?! —lo increpó, enfrentándosele con la maleta en la mano—. ¿Como para envejecer sin poder estar el uno sin el otro, como les ocurre a tus padres, o aún no hemos llegado a ese maravilloso punto?
—No me entiendes —dijo, conteniéndose para no alzar la voz como ella lo hacía, diciéndose que era la única que tenía derecho a gritar, ahora que por fin había estallado.
—¿Cómo voy a entenderte? —exclamó herida, sorteándolo para irse—. ¿Cómo podría entenderte nadie?
Asustado, trató de detenerla. Lali contempló durante unos segundos la mano aferrada a su muñeca, para después mirarlo con la misma dolida frialdad.
—No aguanto más —dijo, apartándolo con un gesto brusco—. Me voy.
No pudo reaccionar mientras la vio salir del dormitorio. Había vuelto a herirla, había vuelto a hacerle pagar por lo que tan solo él debía sufrir, y había destruido todo el esfuerzo que durante días había hecho para ser un marido amante y casi perfecto.
Oír el portazo con el que abandonó la casa lo hizo temblar. Y un miedo atroz a que no regresara le resecó la boca.
Cuando llegó a la cocina, respiraba entrecortadamente, como si el aire no encontrara el camino a sus pulmones. En su impotencia, golpeó con el pie uno de los gruesos soportes de granito que anclaban la mesa al suelo, y en medio del dolor, aún le quedaron fuerzas para servirse un whisky largo, muy largo. Cuando se llevaba el vaso a los labios, notó que aquel cúmulo de difíciles emociones que lo habían mantenido tenso se relajaban y que él se convertía en el guiñapo sin alma ni dignidad que sentía que era. Apoyada la espalda en la pared, se dejó caer con lentitud, puso el vaso en el suelo, entre las piernas, y se cubrió el rostro con las manos. Permitió que brotaran las lágrimas, dispuesto a esperarla para pedirle perdón, para suplicarle que lo ayudara, pues él solo nunca podría ascender desde ese pozo de desesperación en el que estaba hundido.
Pero las horas pasaron, las primeras luces del alba entraron por la pared de cristal, llenaron la cocina de una macilenta y triste claridad y los sorprendieron a él y a su desesperanza sentados en el suelo, frente a un vaso vacío.
Se frotó los párpados, hinchados por las muchas lágrimas y la falta de descanso. Después, sacó del bolsillo el suave tejido azul y lo estrujó entre los dedos
con rabia mientras murmuraba entre dientes:
—Maldita mujer y maldita la hora en que te encontré, porque me has roto la vida. 

1 comentario:

  1. Woooow,pobre gaston. Realmente esta sufriendo! quiero un encuentro entre ellos jaja pero bueno haba que esperar a ver que pasa! Me encanto :)

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