El molde con la charlota no
entró en el horno ese mediodía.
Rochi, tras llorar y
desahogarse por la despedida de Pablo, se arregló un poco para que gastón la
encontrara guapa. Estaba ansiosa por hablarle de aquel encuentro y decirle que
por fin era una mujer libre para amarle, para pasar junto a él el resto de su
vida.
Pero la hora de la comida
avanzaba y Gaston no llegaba a la borda.
Cuando su tardanza comenzó a
preocuparle, cruzó el pastizal para buscarlo en el establo de las ovejas
imaginando que alguna de ellas estaba teniendo un mal parto. Allí todo estaba
tranquilo. Nachito, que llenaba los comederos con forraje, le contó que Gastón
había salido de la finca.
Un presentimiento le sacudió
el corazón.
¿Y si regresando a la borda
se había tropezado con Pablo?
No era una idea
descabellada. Y conociendo a Pablo; un hombre que no estaba acostumbrado a
perder y que no se rendía con facilidad, prefería que no se enfrentara a Gaston.
—¿Sobre qué hora se ha ido?
—preguntó a Nachito, rezando para que sus temores no cobraran forma.
—Muy pronto —le aseguró con
mirada huidiza—. Apenas llevaba aquí media hora cuando me pidió que estuviera
pendiente de los partos, y se fue.
Pablo había abandonado la
borda casi al mediodía, pensó Rochi, y respiró aliviada. Pero lo hizo porque
ignoraba que Gaston, antes de salir a desahogar su dolor y su desesperanza,
había dado instrucciones muy precisas a Nachito sobre lo que tenía que
responderle si preguntaba.
Necesitaba convencerla de
que no la amaba para que ella quisiera regresar a Madrid, y no lo conseguiría
si su encuentro con Pablo dejaba de ser un secreto.
Al anochecer, la charlota
continuaba esperando a que un alma de Dios la introdujera en el horno para
evitar que se echara a perder, pero Gaston continuaba sin aparecer y el
pensamiento de Rochi no estaba para horneados. Había pasado la noche de amor
más hermosa de su vida y había despertado del mismo modo tierno y apasionado,
mas la inesperada visita y, después, la ausencia de Gaston, le transformaron el
día en un pozo de tristeza.
El peligro de que Pablo
quisiera hablar con ella llamándola al móvil había desaparecido. Lo encendió y
apenas si sonó algún aviso de entrada de mensajes y llamadas perdidas. Dedujo
que Pablo se había tranquilizado en cuanto la tuvo localizada, y al parecer eso
había ocurrido hacía tiempo.
Le pareció que ya iba siendo
hora de hablar con Lali de nuevo en lugar de enviarle el escueto mensaje como
casi todas las semanas. Marcó su número y lo primero que escuchó fue un
rapapolvo por haberla tenido tanto tiempo sin escuchar su voz. Después, ella le
habló del lugar en el que estaba viviendo, del hombre maravilloso que había
conocido, de que se había enamorado... Lali le mostró una abierta alegría
porque hubiera dejado a Pablo; años demorando el momento de divorciarse para
casarse con la que aseguraba que era la mujer de su vida, le parecía demasiado
tiempo. Después de contarle ella algunos de los cambios que se habían
acontecido entre sus amigos, le hizo prometer que muy pronto se verían para
hablar con calma sobre muchas cosas. Sobre todo para que le presentara al
atractivo roncales que había sabido robarle el corazón.
Cuando colgó el teléfono era
casi la una de la madrugada. Se acercó a la ventana a tiempo de ver cómo se
quedaba a oscuras la casa de los D’lesandro. En el establo de las ovejas
tampoco estaba encendida la luz eléctrica, y el de los caballos y vacas no era
visible desde la borda.
No podía con la impaciencia.
Se puso con rapidez su cazadora floreada y cruzó el pastizal malamente
iluminado por la sonrisa ladeada de una luna creciente. En unos días más,
luciría redonda y espléndida.
Inspiró, nerviosa como una
adolescente, cuando por la puerta entreabierta de la nave vio un parpadeo
amarillento. Se llevó la mano al corazón, que comenzó a latir demasiado
deprisa, y deseó con toda su alma que fuera el resplandor de una lámpara de aceite
encendida por Gaston.
Lo encontró pasando un
cepillo de cerdas por el lomo de Zoraska. Llevaba haciéndolo un buen rato,
tratando de compensarla que la hubiera reventado a cabalgar durante todo el
día, y también porque buscaba algo en lo que pasar el tiempo para no regresar a
la borda.
Gaston no levantó la mirada
de la brillante piel que cepillaba cuando sintió llegar a Rochi. Se había
propuesto mantenerse frío con ella. Hacerla creer que no la amaba; que sólo
había sido un pasatiempo del que comenzaba a aburrirse. Pero temía que todas
sus intenciones se fueran al traste en cuanto la mirara a los ojos o la viera
sonreír.
—Te he estado esperando
durante todo el día —exclamó Rochi, apoyando las manos sobre la valla que
encerraba a la yegua.
—Tenía cosas que
hacer—respondió Gaston, sujetando el cepillo con fuerza para que no le
temblaran los dedos.
Se preguntaba cómo iba a
hacer para mostrarle indiferencia, cuando el deseo de estrecharla entre sus
brazos y besarla hasta aplacar el dolor que sentía le estaba matando.
—No me avisaste —señaló
ella, confundida por el frío recibimiento y decidiendo que aguardaría para
hablarle sobre los últimos acontecimientos.
Gaston imploró que siguiera
pidiéndole explicaciones para poder responderle que no intentara controlarle;
que no le agobiara. Podía ser un comienzo para decepcionarla, ya que no se le
ocurría nada, ni mejor ni peor que esa estupidez.
—Te he echado de menos
—musitó ella con mimo, esperando que reaccionara acercándose a la valla y
besándola.
Gaston se volvió, decidido a
replicarle con alguna impertinencia, pero, en el instante en el que se encontró
con sus ojos llenos de preocupación, perdió el poco valor que había reunido.
Pasó al otro costado del
animal, donde la piel estaba brillante y sedosa y él quedaba fuera del alcance
de la dulce mirada de Rochi. Quería dejar de escuchar sus frases cariñosas, y
lo consiguió con una pregunta para la que llevaba meses buscando una respuesta.
—¿Por qué viniste?
—interrogó de pronto, pasando con suavidad el cepillo—. ¿Qué te impulsó a
presentarte aquí?
Ella inspiró profundamente.
No había pensado compartir su bochornosa experiencia con él. Pero comprendió
que se lo preguntara. Aunque estaba segura de que esperaba una respuesta más
normal de la que ella iba a darle.
—Vine huyendo de mi
vergüenza —confesó, y se quedó en silencio, esperando alguna reacción en Gaston.
Él levantó la cabeza por
encima del cuerpo de la yegua. Fue sólo un instante. Cruzó su mirada
sorprendida con la cálida y penetrante de Rochi, y la apartó al sentir el
primer estremecimiento.
Ella se confortó diciéndose
que le costaría menos hablar de lo ocurrido si él estaba ocupado haciendo algo.
—Ya te dije que fui
secretaria de Pablo. —Gaston advirtió que estaba hablando en pasado—. Él tiene
un elegante despacho al que nadie entra sin llamar. Son las normas y se cumplen
siempre. —Apoyó la barbilla en sus manos y suspiró—. Hasta que alguien las
rompió la mañana del día en el que llegué aquí.
Tras la yegua veía el pelo
de Gaston y escuchaba el sonido deslizante del cepillo sobre la piel del
animal. Él no hablaba, pero ella sabía que escuchaba con atención.
—Mery, la esposa de Pablo,
entró de pronto, como si hubiera sabido lo que se iba a encontrar. —Tragó
saliva y fijó su atención en el suelo; en la paja que ella movía con la punta
de su zapatilla
Rochi dejó de escuchar el
deslizar de las púas sobre el sedoso pelo negro y supo que gastón se había
detenido. Le habría gustado estar en sus pensamientos en ese instante, pero ni
siquiera pudo verle los ojos. Si hubiera podido hacerlo, hubiera descubierto
sorpresa, dolor y celos. Celos, a pesar de que cuando todo aquello ocurrió él
ni siquiera la conocía.
—Por mucho que lo intentes
no conseguirás imaginarte lo humillada que me sentí—dijo, preocupada ante su
silencio—. Y lo peor aún estaba por llegar. —Gaston acarició a la yegua y apoyó
la frente sobre su costado. No le resultaba fácil escuchar todo aquello—.ella
me dedicó las palabras más soeces que encontró en su distinguido vocabulario.
Como la retorcida y diabólica mujer que es, ordenó a Pablo: «O despides a esta
zorra o ya puedes ir preparando tus cosas y largándote de mi casa.»
Gaston apretó los puños y
maldijo en voz baja. Claro que imaginaba la humillación, y le dolía saber que
ella había tenido que pasar por todo eso. Se preguntó en qué pensaba aquel típo
para exponer así a la mujer a la que tanto decía que amaba.
—Pablo se quedó petrificado
—continuó explicando Rochi—. Yo esperé inútilmente que me defendiera. Cuando
pudo reaccionar, me miró pidiéndome perdón con los ojos por lo que me iba a
hacer. Pude ver su cobardía y salí corriendo para no escucharle. —Sonrió al
reparar en que ya no le mortificaba el recuerdo—. No me siguió. Se quedó
complaciendo a su mujer, que es la dueña de la fortuna, la heredera de las
empresas, la que le sostenía su vida de lujo.
—¡Valiente hijo de puta!
—exclamó Gaston sin poder contenerse—. Si lo hubiera...
Si lo hubiera sabido esa
mañana, cuando lo tuvo delante, pensó, le hubiera partido el alma a golpes. Le
hubiera dicho que un hombre que no sabe defender a su mujer no merece tenerla.
Se preguntó si Rochi iba a
excusarle semejante cobardía. No creía que su dignidad le permitiera hacerlo. Y
cayó en la cuenta de que eso era lo que Pablo trataba de comprar con la mansión
de Aranjuez: el perdón.
—Ya ves lo precipitada que
fue mi llegada aquí—dijo Rochi, aliviada porque, a pesar de su frialdad, Gaston
había saltado en su defensa—. Salí de la oficina, llené una maleta de ropa en
mi casa y salí conduciendo sin rumbo. Hasta que recordé la herencia. Llamé a
Bessolla, me dio los datos para que los metiera en el navegador, y el resto ya
lo sabes —exclamó, fingiéndose animada.
Sí; lo sabía.
La recordó con el vestido
azul y los finos tacones de aguja clavados en la tierra. De pronto entendió
aquella frustración que percibió bajo el aleteo de los orificios de su nariz y
sus labios comprimidos; el orgullo herido que llevaba en su mandíbula
temblorosa; sus gafas oscuras ocultando sus ojos. Por fin comprendió su
llegada, y también su larga estancia.
Volvió a mirarla por encima
del lomo del animal. Ella, con las manos y la barbilla sobre la barrera, aún
miraba hacia el suelo. En ese momento Rochi necesitaba un abrazo y él se moría
de ganas por darle ese consuelo. Sabía que no podía hacerlo. Pero cuanto más
tiempo pasaba a su lado, más frágil se volvía su voluntad.
—Vete a dormir —le pidió,
tal vez con demasiada dulzura para lo que pretendía—. Es muy tarde.
La sorpresa impactó de lleno
en Rochi. Alzó la cabeza para poder ver el rostro de Gaston y entender qué le
estaba cruzando por la mente. No lo consiguió. Él miraba a la yegua como si
nada más importara.
—Pero... ¿eso es todo cuanto
vas a decirme? —preguntó, incrédula y herida—. Te acabo de contar algo muy
íntimo y lo único que se te ocurre decir es «¿vete a dormir?».
Ya lo había hecho, pensó Gaston.
Ya había soltado la impertinencia. Ahora sólo tenía que darle la puntilla
diciendo cualquier cosa que ella no esperara.
—También podría añadir que
ese hombre es un cobarde hijo de puta que no merece tu perdón. —Alzó la cabeza,
y, al ver el gesto de alivio en Rochi, se obligó a explicar—: Pero no soy nadie
para decirte lo que debes hacer. Esto es algo entre vosotros dos.
Rochi apretó con fuerza los
dedos sobre la barrera. No entendía qué le estaba ocurriendo a Gaston esa
noche, que tan pronto se mostraba amable como la rechazaba sin miramientos.
Resopló, intentando no llorar y dispuesta a encontrar una explicación.
—¿Tal vez te ha molestado lo
que te he contado? —dijo, buscando entre lo absurdo.
Gaston sintió la angustia en
su voz y no pudo resistirse a responder justo lo que no debía:
—No —dijo en voz baja—. ¿Por
qué iba a molestarme?
Pero sí que había algo que
le incomodaba, más bien que le venía doliendo desde que ella había entrado al
establo: que no le dijera que Pablo había estado allí. No es que eso hubiera
cambiado nada de lo que tenía que ocurrir, pero se preguntó por qué guardaba
ella silencio, por qué no le hablaba de esa visita, porqué callaba que la
mansión de sus sueños había dejado de ser un imposible.
—Entonces, ¿has tenido un
mal día? —insistió Rochi, dándole la oportunidad de justificarse.
—Sí; he tenido un mal día
—reconoció Gaston, volviendo a cepillar a la yegua.
—¿No quieres contármelo?
—musitó Rochi, mirándole el cabello a través del cristal difuso de sus
lágrimas.
—No —dijo, ralentizando las
pasadas del cepillo hasta detenerse—. Sólo quiero quedarme aquí, para pensar.
Rochi abrió más los ojos,
esperando que la humedad que no le dejaba ver con nitidez desapareciera. Se
llevó la mano al corazón, que le dolía como nunca lo había hecho.
—¿Me estás... me estás
echando? —preguntó, incrédula.
La echaba, sí, pero no del
establo como ella creía, sino de su vida. De esa vida que de pronto se le
quedaba grande y vacía.
—Necesito estar solo
—respondió, escondiendo su inseguridad tras la protección de la yegua.
Rochi se apartó de la valla
y se introdujo las manos en los bolsillos. No entendía nada. Aquel hombre que
la rechazaba no era el que ella conocía. No era el Gaston que había despertado
a su lado esa mañana. Algo había ocurrido después, cuando abandonó su cama.
Apenas había dado unos pasos
cuando se detuvo. Había ido allí a hablarle de Pablo, a decirle que ya nada le
ataba a él, que era una mujer libre. Y se volvió, dispuesta a contárselo aunque
no quisiera escucharla, para ver si de ese modo le hacía reaccionar.
Pero le vio inmóvil tras la
yegua, cepillándola como si tratara de sacarle un brillo cegador. Se sintió
incapaz de luchar contra aquella actitud insensible y ausente.
Se alejó de allí despacio,
confundida y triste, y llegó a la borda envuelta en lágrimas.
Mientras tanto, el espíritu
de Gaston se derrumbaba en el establo.
Al final había encontrado
fuerzas para herirla. Se había puesto a la altura del infame Pablo fallando a Rochi
cuando ella más le necesitaba. Le había dado los primeros motivos para que
dejara de quererle, y, en ese empeño, él ya se había dejado media vida.
Unas horas después entró en
la borda con más sigilo que nunca. Al pasar ante la habitación de Rochi, se
detuvo junto a la puerta. Deseaba entrar, abrazarla contra su pecho, pedirle
perdón y decirle que la amaba tanto que le dolía.
Rozó la manilla con los dedos
sabiendo que no tiraría de ella ni esa noche ni ninguna otra. Cerró los ojos y
posó su frente sobre la madera. Necesitaba oír la respiración de Rochi,
comprobar que no lloraba, saber que dormía. Pero no escuchó ni el más leve
sonido.
Ella, encogida bajo las
mantas, había esperado despierta a que él llegara. Ni siquiera se preguntó si
entraría para compartir su cama, como la noche anterior. Le parecía natural que
lo hiciera y le esperaba para abrazarlo, dejarse abrazar y hablar de lo que
estaba ocurriendo.
Ahora sentía la presencia de
Gaston tras la puerta, el roce de sus dedos sobre la manilla, su indecisión...
hasta que el sonido de pasos, alejándose hacia la otra habitación, le hizo
añicos la esperanza.
AI día siguiente, Gaston
madrugó más de lo acostumbrado para no coincidir con Rochi. Entre ser frío y
déspota con ella o ignorarla, eligió lo segundo. Confió en que eso, unido a su
estúpido comportamiento de la noche anterior, fuera suficiente para que
comenzara a pensar en alejarse de él.
Cuando volvió a entrar para
dejar la leche en la cocina, descubrió el molde con la charlota junto al
fregadero. Pensó en todas las horas que Rochi debió de haber pasado el día
anterior, esperándole con la mesa puesta para terminar comiendo sola.
Y ahora comenzaba la mañana
volviendo a evitarla.
Por un instante, le tentó la
idea de dejarle una nota para que no lo esperara ni a comer ni a cenar, pero
no. No podía hacer algo correcto para estropear lo poco que había conseguido
Así que Rochi volvió a pasar
otra mañana sola, con miradas continuas a través de la ventana, por si él
llegaba; prestando atención a la puerta, por si él la abría; cocinando unas
deliciosas alcachofas con queso, por si él se acercaba a la hora de comer.
Pero la comida se enfrió
sobre la mesa sin que nadie, ni siquiera ella, la probara.
La tarde la pasó con Candela,
que le enseñó a hacer mermelada de manzana.
Mientras cocían la fruta, la
cariñosa rumana le explicó que unas doce horas antes la había pelado, troceado
y dejado macerar cubierta de azúcar. Rochi no dejó de remover, con una cuchara
de madera, el interior de la cazuela donde borboteaba el almíbar y se iban
oscureciendo las manzanas. A menudo retiraba la suave espuma blanca que se
formaba al hervir. Unos cuarenta y cinco minutos después, Candela tomó una
pequeña porción de mermelada y le mostró cómo se le pegaba entre los dedos. Ésa
era la señal de que la confitura estaba lista. Después trituraron la mezcla y
la metieron en pequeños tarros de cristal, con las tapas bien cerradas, y los
hirvieron en una cazuela con agua para convertirlas en conserva. Candela
aseguró que aun después de un año resultaría deliciosa.
—¿Podré hacer lo mismo con
otras frutas? —preguntó Rochi, imaginando el partido que le sacaría a ese nuevo
descubrimiento.
—Sí, señorita Rochi. Y
también con otros productos como tomate, pimientos, pescados. Ya sabe que estoy
dispuesta a enseñarle cualquier cosa que quiera aprender.
Rochi fue tomando nota de
todo cuanto Candela le dijo. Pasó la tarde ocupada, pero, aun así, su
pensamiento iba una y otra vez a Gaston y hacia el motivo por el que la estaba
rechazando.
Comenzaba a oscurecer cuando
salió de la casa de los D’lesandro.
Cruzaba el pastizal hacia la
borda cuando vio llegar el Land Rover. Era Gaston quien lo conducía, y ella dio
por hecho que bajaba de comprobar el estado del ganado en la sierra. El
vehículo se detuvo junto a la nave de las ovejas, él descendió, abrió la puerta
trasera y sacó en brazos a uno de los enormes mastines. El corazón de Rochi se
comprimió, y ella echó a correr para averiguar qué había ocurrido.
Los alcanzó cuando Gaston lo
dejaba en el suelo, con cuidado, sobre una gruesa cama de paja limpia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
con la respiración agitada por la carrera.
—No es grave —respondió Gaston,
frotando con cariño la cabeza de Obi—. Tiene una fuerte gastroenteritis. Está
débil. Necesita descansar y no lo hará si lo dejo en la montaña.
Rochi se arrodilló junto al
perro. Ya no temía a ninguno de los dos y había terminado cogiéndoles cariño.
—No tardo —dijo Gaston,
levantándose con prisa y saliendo del establo.
Ella acarició el lomo del
animal, temiendo que al no sentir ningún contacto pudiera sentirse solo.
—¿Qué te pasa, pequeño?
—comenzó a decir al enorme mastín como si hablara a un bebé—. ¿Has comido algo
que te ha sentado mal?
El perro gimió y apoyó la
cabeza en su regazo. Ella le frotó las orejas, tal y como había visto hacer a Gaston
y a los chicos D’lesandro.
—No te preocupes —continuó
hablándole sin advertir los pasos a su espalda—. Te vamos a cuidar y pronto
estarás bien —dijo, y se inclinó para estamparle un beso en la frente.
Gaston, que regresaba con
medicamentos en las manos, la observó mientras caminaba hacia ella. Nunca la
había visto acariciar de aquel modo a ninguno de los perros, y le enterneció
ser testigo de aquel primer beso. De haber tenido más tiempo, se hubiera
detenido para observarla durante un rato. Pero el mastín necesitaba su ayuda.
Se agachó a su lado, abrió
una ampolla de cristal y llenó una jeringuilla con su contenido. Rochi miró
impresionada las grandes dimensiones de la aguja.
—¿Le dolerá? —preguntó
alarmada.
—Menos de lo que te dolería
a ti —respondió Gaston con una sonrisa.
Ella respiró tranquila, más
por el sonido amigable de su voz que por su respuesta. Pensó que tal vez no la
había estado evitando y era la salud del mastín lo que le había tenido
preocupado. Miró con atención cómo le inyectaba y cómo masajeaba con los dedos
sobre la zona para ayudar a dispersar el líquido.
—Thor se queda solo en la
montaña —comentó, nerviosa y sin saber qué decir.
—Él puede encargarse de todo
sin ningún problema —dijo para tranquilizarla. Le conmovía su preocupación—. De
todos modos sólo serán tres o cuatro días. Aunque sigue haciendo muy buen
tiempo ahí arriba, ya comienza a enfriar por las noches, así que al final de
semana bajaremos el ganado a casa.
Se hizo el silencio.
Gaston continuó masajeando
la piel del perro mientras miraba con disimulo el hermoso perfil de Rochi.
Deseaba hundir los dedos en sus esponjosos bucles, girarle el rostro hacia él y
besarla. Besarla despacio, hasta que les descubriera la mañana.
Sus pensamientos se
interrumpieron. Rochi ponía la mano sobre la suya, en el lomo de Thor, y le
miraba a los ojos con tanta dulzura que se le deshizo el alma.
—Te quiero —susurró,
mientras la respiración de Gaston se detenía y el corazón se le aceleraba.
«¿Y ahora qué?», se preguntó
él, viendo que su absurdo plan hacía aguas por todos lados. No podía decirle
que no la amaba; eso nunca. Tenía que ser ella la que se desengañara de él,
ella quien le abandonara, ella la que se fuera sin sentir la necesidad de mirar
atrás ni una sola vez.
Le mantuvo la mirada sin
saber qué responder; más bien conteniéndose para no decirle las dos únicas
palabras que no podía pronunciar.
Pero ella volvió a susurrar:
—Te amo —y le acarició con
suavidad la mejilla.
Gaston tuvo que cerrar los
ojos un instante. Una noche no había sido suficiente para acostumbrarse a sus
caricias, pero había bastado para que cada momento que pasaba sin ellas las
echara de menos. Debió apartarse, y sin embargo apretó el rostro contra esa
mano cálida.
Rochi se emocionó ante su
reacción. Lejos de rechazar su caricia, Gaston se rendía a ella con dulzura.
Aquella tierna debilidad lo hacía más humano, más hombre, más suyo.
Quiso avanzar un poco más.
Le besó los labios y le invadió la boca acariciándola con su delicada aspereza
y su humedad dulce.
«¿Y ahora qué?», volvió a
preguntarse Gaston cuando la pasión calmosa de sus besos le provocó un
estremecimiento.
«Sólo la besaré una vez», se
dijo, aunque ni él mismo podía creerlo. «Sólo una vez más», se repitió cuando
su sangre se fue entibiando a pesar del hielo que le nacía de las entrañas.
«Sólo la amaré una vez más,
y después estaré preparado para perderla.»
La sujetó por la nuca para
atraerla, para devorarla con la misma fuerza con la que a él le laceraba el
dolor y comenzaba a consumirle el deseo.
No hubo ternura, sino la
urgencia desesperada de llenar un vacío, de acallar una ausencia.
La necesitaba como nunca
había necesitado a nadie; ni siquiera a ella antes de ese instante.
Poco después, en la cocina
de la borda, Gaston se secaba las manos con un paño sin apartar los ojos de Rochi,
que se jabonaba las suyas en el fregadero. Había recorrido esa espalda cientos
de veces, imaginando qué sentiría al acariciarla. Ahora lo hacía preguntándose
qué iba a hacer al perderla, qué iba a hacer cuando ya ni siquiera pudiera
mirarla.
La respuesta le desgarró el
corazón, y el miedo a vivir sin ella se le hizo real y angustioso.
Arrojó el paño sobre la mesa
y se acercó a Rochi para abrazarla por la cintura y apretarla contra su cuerpo.
Le revolvió los bucles con el rostro para abrirse paso hasta su cuello: esa
suavidad lo enloquecía. Era un rincón íntimo y cálido, y acceder a él era como
comenzar a poseerla. Y él quería arder con ella antes de que el frío le
cristalizara para siempre en las entrañas.
—Que vais-je faire sans toit[1]? —le musitó con dolor
contra esa piel de seda.
Rochi gimió satisfecha; él
volvía a ser el mismo hombre apasionado que le susurraba palabras de amor. Alzó
los brazos sobre su cabeza y sus manos cubiertas de espuma se posaron en la
nuca de Gaston. Escuchaba su respiración junto a su oído y sentía el palpitar
acelerado de su corazón pegado a su espalda.
—Te amo —dijo ella, girando
el rostro para ofrecerle sus labios.
Gaston los atrapó con
avidez, como si buscara en ellos la vida que sentía que se le escapaba. Le
invadió la boca mientras sus manos, firmes y anhelantes, se ahuecaban para
acariciarle los senos a través de la tela del vestido. Gimió al sentir que sus
pezones se endurecían para él, y en un instante la necesidad se le fundió con
el deseo. Su cuerpo se encendió y supo que no podría amarla despacio.
Necesitaba entrar en ella para calmar el dolor que llevaba bajo la piel.
Después, tal vez podría entregarse sin prisa, como si el tiempo y la felicidad
no fueran a abandonarles nunca.
Rochi se arqueó al sentir el
calor de esas palmas atravesando el tejido. La urgencia de las caricias fue un
latigazo que estimuló sus ansias. Sus gemidos terminaron de deshacer el control
de Gaston, que mordió con avidez sobre sus labios.
—No podré amarte despacio
—susurró con voz ronca, girándola hacia él—. Lo siento, pero no voy a poder.
Una punzada de inquietud
palpitó en el pecho de Rochi al descubrir una noche sombría en los ojos que
amaba.
—No quiero que lo hagas
—musitó, encendida. Cualquier forma en la que él la amara le parecía un sueño.
Gaston la sujetó por las
nalgas y la alzó hasta su cintura. Ella se abrazó a su cuerpo con brazos y
piernas y dejó que la condujera con prisa hasta la cama.
Y esta vez no fue el amante
tierno y pausado que ella había conocido.
Fue impaciente, ansioso. Su
boca y sus manos exploraron con avidez, tratando de llevar a Rochi al mismo
grado de excitación y necesidad que a él le consumía. Quería sentirla
estremecerse y retorcerse bajo su cuerpo, hacerla gritar de placer. Quería
llevarla con rapidez al éxtasis más glorioso, porque sentía que si no entraba
pronto en ella se moriría. Necesitaba poseerla y creer, por un momento, que le
pertenecía y que así sería para siempre.
Ella, asida con fuerza a la
almohada, gimió, abandonándose a la agilidad incansable de sus manos y a la
humedad ardiente de su boca. Los mágicos y precisos dedos de Gaston la
invadieron con una urgencia contenida, la apremiaron con destreza hasta
empujarla al límite en el que un suspiro basta para desatar un orgasmo.
Entonces Gaston ascendió
deslizando la lengua por el sudor que le vestía la piel, bordeándole el
ombligo, lamiendo por el centro de sus senos hasta su garganta, mordisqueándole
la barbilla y alcanzándole los labios.
Rochi se estremeció al
mirarle a los ojos. Contenían algo mucho más profundo que un deseo urgente. Era
una necesidad descarnada que le agitó el corazón.
—No puedo esperar más
—susurró la voz rota de Gaston—. Necesito entrar en ti, ahora.
—Te amo —musitó Rochi,
abrazándolo con sus piernas y mirándole a los ojos.
Un grito salvaje surgió de
la garganta de Gaston cuando la penetró. El placer más gozoso se fundió con el
sufrimiento más desgarrador para gritarle que ésa estaba siendo su despedida.
Ningún adiós podía ser tan dulce y amargo como entrar en ella para depositar en
su alma, por última vez, su amor sincero. Y mientras se entregaba a su amada Rochi,
él encontró para su cuerpo un desahogo que sabía que jamás obtendría para su
espíritu.
Cuando el éxtasis dio paso a
la calma, Gaston la abrazó y enterró su rostro entre los bucles con olor a
moras. Ella, con la respiración agitada, se acurrucó contra
su pecho sintiendo el frío
de una ausencia: un te amo. Ni una sola vez, durante esa noche, había escuchado
esas dos palabras de los labios de Gaston.
—Te quiero —le susurró,
esperando que él sintiera la necesidad de decírselo.
Gaston se apartó, tomándole
el rostro entre las manos para mirarla. Necesitaba verla con el brillo del gozo
oscureciéndole sus ojos, con las mejillas encendidas, la respiración agitada,
los labios temblorosos.
—Je ne peux pas supporter l'idée de te perdre(No puedo soportar la
idea de perderte.)—susurró, ocultando su dolor con un idioma en el que cada
palabra sonaba a poesía.
—Me gusta cuando me hablas
en francés —dijo ella con inocencia—. Aunque no las entienda, sé que son
palabras hermosas.
—Tu es toute ma vie. Je ne pourrai pas respirer quand tu t'en iras. Je
ne voudrai mème pas le faire (Eres mi vida. No podré respirar cuando te
vayas... Ni siquiera querré hacerlo.)—gimió Gaston, con ojos brillantes por
lágrimas de hielo a las que no permitía brotar.
—Dime que me quieres —pidió
al fin Rochi, rozándole los labios con los suyos—. Dímelo en francés.
Gaston tomó una gran
bocanada de aire. Desde que amaneció junto a ella estaba mordiéndose el deseo
de gritarle «te amo». No podía decírselo ahora... o tal vez sí. Tal vez ésa era
la disculpa que necesitaba para repetirle que la amaba; para decírselo todo sin
revelarle nada.
—Je t'aime —se estremeció y volvió a susurrarlo mirándola a los
ojos—: Je t'aime.
La estrechó con fuerza
mientras le susurraba je t'aime una y
otra vez. Se lo repetía mientras su cuerpo volvía a excitarse, anticipándose al
gozo que sentiría al amarla, esta vez sin prisas, encadenando sus dedos de seda
a los barrotes del cabecero. Necesitaba tenerla tendida en la cama, con su piel
rozando y revolviendo las sábanas; precisaba saber que encontraría, anidando
entre los pliegues de la tela, su olor y sus huellas cuando ella se hubiera
ido.
adaptacion

No podes dejar el capitulo así espero que Gaston no la trate tan mal
ResponderEliminarNOOOO por favor!! que no la deje! que no la hiera!!!
ResponderEliminarMenudo sufrimiento todo el capítulo, deseando que hubiera un encuentro entre ellos. Menos mal que lo hubo pero... no quiero que Gastón la deje. Es demasiado triste. Maldito Pablo, tuvo que venir en el peor momento...
ResponderEliminarBuenísima la novela :)