Pasé la
mayor parte del verano en compañía de Lali; ajustándome a sus planes, los
cuales, aunque no fueron nada extraordinario, resultaron agradables. Fuimos en
bicicleta hasta la ciudad, exploramos campos, barrancos y cuevas y pasamos
tardes enteras en su dormitorio escuchando a Nirvana. Para mi decepción, apenas
vi a Gaston, quien estaba siempre trabajando o armando camorra, como decía con
amargura la señora Judie, su madre.
Yo me
preguntaba cuánta camorra podía armarse en una ciudad tan pequeña como Welcome
y, mientras tanto, intenté recabar toda la información que pude de Lali. Por lo
visto, era creencia común que Gaston Dalmau había nacido para crear problemas y
que, tarde o temprano, se encontraría con ellos. De momento, sus delitos no
eran más que faltas e infracciones menores que eran el reflejo de la
frustración que se ocultaba bajo su naturaleza bondadosa. Lali me contó con
entusiasmo que Gaston había sido visto con chicas bastante mayores que él y que
corrían rumores de que había tenido una aventura amorosa con una mujer madura
de la ciudad.
— ¿Ha
estado enamorado alguna vez? — no pude evitar preguntarle.
Lali me
respondió que no, que, según Gaston, enamorarse era lo último que necesitaba,
pues entorpecería sus planes, los cuales consistían en irse de Welcome en
cuanto Lali y sus hermanos crecieran algo más y pudieran ayudar a su madre.
Resultaba
difícil comprender cómo alguien como la señora Judie había tenido unos hijos
tan indómitos. Ella era una mujer disciplinada que recelaba del placer en
cualquiera de sus formas. Sus facciones angulosas eran como una balanza antigua
en la que la sumisión y el orgullo severo pesaban por igual. La señora Judie
era alta y de aspecto frágil, con unas muñecas tan delgadas que se diría que
podían quebrarse como la rama de un álamo. Y era una prueba viviente de que no
se puede confiar en una cocinera delgaducha. Su idea de preparar una cena era
abrir unas latas y escarbar en busca de restos en el cajón de las verduras.
Ninguna zanahoria mustia ni ramita de apio petrificada escapaba de su
escrutinio.
Después
de una comida que consistió en unas sobras de salchichas ahumadas mezcladas con
judías verdes enlatadas sobre unas tostadas recalentadas y un trozo de pastel
helado con galletas pasadas de postre, aprendí a irme a mi casa nada más oír el
golpeteo de las cacerolas en la cocina. Curiosamente, sus hijos no parecían
darse cuenta o no parecía importarles lo espantosa que era la comida, y todo
macarrón enmohecido, cualquier partícula suspendida sobre la gelatina o los
trozos de grasa o cartílago desaparecían de sus platos antes de cinco minutos.
Los
sábados, los Dalmau comían fuera, pero no en la cafetería o en el restaurante
mexicano de la ciudad, sino en la carnicería de Earl. Aquel día de la semana,
el carnicero echaba todos los restos y pedazos que no había vendido durante la
semana, como salchichas, costillas, rabos y orejas de cerdo, en una olla
enorme. «Todo menos los gruñidos», solía decir Earl con una sonrisa burlona.
Earl era un hombre muy corpulento, con unas manazas como guantes de béisbol y
un rostro tan encarnado como el jamón salado.
Después
de verter los restos de la semana en la olla, Earl los cubría con agua para
hervirlos. Por veinticinco centavos, podías escoger lo que quisieras y Earl lo
ponía en un trozo de papel alimentario junto con una rodaja de pan de molde y
te lo comías en la mesa de linóleo que había en un rincón. En la carnicería
nada se desperdiciaba y, cuando los clientes habían terminado de comer, Earl
cogía todo lo que quedaba, lo trituraba, añadía sémola de maíz y lo vendía como
alimento para perros.
Los Dalmau
eran extremadamente pobres, pero nadie se refería a ellos como fracasados. La
señora Judie era una mujer respetable y temerosa de Dios, lo que elevaba a la
familia al grado de pobres. Parece una distinción mínima, pero en Welcome
muchas puertas se te abrían si eras pobre, pero se te cerraban si eras un
fracasado.
Como
funcionaría de la única oficina de la Administración Pública de Welcome, la
señora Judie ganaba lo justo para proporcionar un techo a sus hijos, y los
ingresos de Gaston complementaban su escaso sueldo. Un día, le pregunté a Lali
dónde estaba su padre, y ella me contó que se encontraba en el centro
penitenciario de Texarkana, aunque nunca había conseguido averiguar qué había
hecho para que lo ingresaran allí.
Quizás
el turbulento pasado de la familia había empujado a la señora Judie a asistir a
misa con una regularidad inquebrantable. Acudía a la iglesia los domingos por
la mañana y los miércoles por la tarde y siempre se sentaba en uno de los tres
primeros bancos, que es donde la presencia de Dios es más intensa. Como la
mayoría de los habitantes de Welcome, la señora Judie extraía conclusiones de
la forma de ser de las personas según su religión. Yo la desconcerté cuando le
conté que mi madre y yo no íbamos a la iglesia.
— Pero
¿vosotras qué sois? — insistió ella, hasta que al final le contesté que creía
que éramos baptistas no practicantes.
Mi
respuesta condujo a otra pregunta delicada.
— ¿Baptistas
progresistas o baptistas reformadas?
Yo no
estaba segura de cuál era la diferencia, de modo que le contesté que creía que
éramos baptistas progresistas. La señora Judie arrugó la frente mientras me
explicaba que, en ese caso, deberíamos asistir a la iglesia baptista Primera de
Main, aunque, por lo que ella sabía, durante el servicio de los domingos
actuaban bandas de rock y un coro de chicas.
Cuando,
más tarde, le conté la conversación a Tina y me quejé de que «no practicante»
quería decir que no tenía que ir a misa, ella me contestó que esta opción no
existía en Welcome y que, para el caso, también podía ir con ella y Bobby Ray,
su novio, a la iglesia del Cordero de Dios de la calle Sur, pues, aunque era de
confesionalidad libre y tocaba un guitarrista en lugar de un organista, ofrecía
la mejor comida comunitaria de todo Welcome.
Mi
madre no presentó ninguna objeción a que acudiera a la iglesia con Tina y Bobby
Ray aunque, por el momento, ella prefería continuar siendo no practicante.
Pronto adquirí la costumbre de presentarme en la casa de Tina los domingos por
la mañana a las ocho en punto y, después de desayunar tortas con salchichas o pancakes de almendras de pacana, iba con ella y Bobby
Ray a la iglesia del Cordero de Dios.
Como Tina
no tenía hijos ni nietos, decidió acogerme bajo su tutela y, cuando averiguó
que mi único vestido de los domingos me iba demasiado corto y estrecho, se
ofreció a confeccionarme uno. Yo pasé una hora feliz hurgando en el montón de
retales de telas que Tina guardaba en su sala de la costura, hasta que encontré
un rollo de tela roja estampada con pequeñas margaritas blancas y amarillas. En
apenas dos horas, Tina confeccionó para mí un sencillo vestido sin mangas con
cuello de bañera. Yo me lo probé y contemplé mi imagen en el espejo de cuerpo
entero que había en el interior de la puerta de su dormitorio. Para mi deleite,
realzaba mis curvas adolescentes y me hacía parecer más mayor.
— ¡Oh, Tina,
es usted la mejor! — Exclamé con alegría mientras rodeaba sus robustas formas
con mis brazos—. ¡Mil gracias! No, ¡mogollón de gracias!
— De
nada — respondió ella—. No puedo llevar a una muchacha a la iglesia en
pantalones, ¿no crees?
Con
ingenuidad, creí que, cuando llevara el vestido a casa, a mi madre le
encantaría el regalo de Tina; en cambio, al verlo mi madre montó en cólera y
soltó una perorata acerca de la caridad y los vecinos metomentodo. Mi madre
gritó y tembló de rabia hasta que yo rompí a llorar y Salvador salió de la casa
para ir a comprar más cerveza. Yo alegué que se trataba de un regalo, que no
tenía ningún vestido y que pensaba conservarlo dijera lo que dijera ella; sin
embargo, mi madre me arrebató el vestido de las manos, lo introdujo en una
bolsa de plástico y se dirigió a la casa de Tina llena de indignación.
Yo
lloré hasta que no pude más; creía que no podría volver a visitar a Tina y me
preguntaba por qué tenía que tener a la madre más egoísta del mundo, cuyo
orgullo significaba más que la salvación espiritual de su hija. Era del dominio
público que las chicas no podíamos acudir a la iglesia en pantalones, lo que
significaba que yo continuaría siendo una pagana, viviría alejada del Señor y,
lo peor de todo, me perdería las mejores comunitarias de Welcome.
Sin
embargo, algo ocurrió mientras mi madre estaba en la casa de Tina y, cuando
regresó, su rostro estaba relajado, su voz sonaba calmada, conservaba mi
vestido nuevo en la bolsa y tenía los ojos rojos, como si hubiera estado
llorando.
— Toma,
Valeria — declaró con voz ausente mientras me entregaba la bolsa de plástico—,
puedes quedarte con el vestido. Ponlo en la lavadora, y añade una cucharada de
bicarbonato para que se vaya el olor a tabaco.
— ¿Has...,
has hablado con Tina? — me atreví a preguntar yo.
— Sí,
he hablado con ella, y es una mujer bondadosa, Valeria. — Una sonrisa irónica
curvó la comisura de sus labios—. Pintoresca pero bondadosa.
— Entonces,
¿puedo ir a la iglesia con ella?
Mi
madre se recogió la larga melena en la nuca con una goma de pelo, apoyó
la espalda en la encimera de la cocina y me observó de una forma pensativa.
— Daño no
te va a hacer, eso seguro.
— Es
verdad — asentí yo.
Mi
madre abrió los brazos y yo, obedeciendo de inmediato su invitación, corrí
hasta que mi cuerpo estuvo totalmente pegado al de ella. No había nada mejor
que un abrazo de mi madre. Yo sentí la presión de sus labios en la parte
superior de mi cabeza y el suave movimiento de su mejilla cuando sonrió.
— Tienes
el pelo de tu padre — murmuró mi madre mientras acariciaba mi pelo oscuro y
enredado.
— Ojalá
tuviera el tuyo — respondí con la voz amortiguada por la delicada suavidad de
su cuerpo.
Yo
absorbí su delicioso olor a té y a piel con cierto toque a polvos de
maquillaje.
— No,
tu pelo es muy bonito, Valeria.
Yo me
quedé quieta, en silencio y pegada a ella mientras deseaba que aquel momento no
terminara. Su voz era un murmullo bajo y agradable y su pecho subía y bajaba
junto a mi oreja.
— Cariño,
ya sé que no entiendes por qué me he enfadado tanto con lo del vestido, pero es
que... no quiero que nadie piense que necesitas cosas que yo no puedo
comprarte.
«¡Pero
yo necesitaba un vestido!», estuve a punto de decir; sin embargo, mantuve la
boca cerrada y asentí con la cabeza.
— Creí
que Justina te lo había dado porque le dabas lástima — explicó mi madre—, pero
ahora me doy cuenta de que se trataba de un regalo entre amigas.
— No
entiendo por qué era tan grave — murmuré yo.
Mi
madre me apartó un poco y me miró con fijeza a los ojos.
— La
lástima va de la mano con el desprecio. No lo olvides nunca, Valeria. No
aceptes limosna ni ayuda de nadie, porque esto les da derecho a menos preciarte.
— ¿Y
qué ocurre si necesito ayuda?
Ella
sacudió enseguida la cabeza.
— Sean
cuales sean las dificultades con las que te encuentres, siempre podrás salir
adelante tú sola, sólo trabaja duro y utiliza la cabeza. Tú eres muy inteligente...
— Mi madre se interrumpió para coger mi rostro entre sus manos. Mis mejillas
quedaron atrapadas entre la calidez de sus dedos—. Cuando crezcas, quiero que
seas autosuficiente, pues la mayoría de las mujeres no lo son y quedan a merced
de los demás.
— ¿Tú
eres autosuficiente, mamá?
Mi
pregunta incomodó a mi madre, quien se ruborizó, separó las manos de mi rostro
y tardó un buen rato en contestar.
— Lo
intento — respondió en un susurro y esbozó una sonrisa amarga que erizó el
vello de mis brazos.
Continuara...
*Mafe*

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