CAPÍTULO
36
El bando de los perdedores
La mañana del 6 de noviembre, Rocio
se vistió poniendo un cuidado especial. Quiso estar particularmente hermosa
para ir del brazo de su marido al centro de votación en la ciudad, donde se
encontraron con el gran despliegue mediático que esperaban. Después, siguió los
acontecimientos por televisión, desde casa, mientras Pablo, que se había
recorrido el país de punta a punta y ni siquiera para esa última jornada había
previsto tomarse un respiro, seguiría en primera línea hasta que cayera
definitivamente el telón.
Habían sido ocho días
difíciles, recordaba tumbada en el sofá y mirando al techo. Especialmente para
él, que tras el desplome brutal en los sondeos intensificó la campaña a pesar
de saber que no tenía posibilidades de remontar, y pasó en vela noches enteras
escribiendo nuevos discursos porque las palabras con las que hasta entonces se
había dirigido a los votantes ya no podían ser las mismas.
Admiraba su fuerza, su
seguridad, su templanza cuando las cosas no podían ir peor. Y le emocionaba
que, tras el primer momento de flaqueza en el que se permitió llorar entre sus
brazos, fuera él quien llevara toda la semana animándola a ella.
Se levantó y apagó el televisor
para no seguir oyendo los resultados de la encuesta sobre la intención de voto
que se efectuaba a pie de urna. No quería conocerlos hasta que no se hubiera
reunido de nuevo con Pablo. Cuando las diferencias entre los candidatos eran
muy ajustadas, se podía tardar hasta el amanecer, incluso hasta la tarde del
día siguiente para entrever un claro vencedor. Ella tenía el presentimiento de
que no tendrían que esperar tanto y que, antes de retirarse a dormir, su marido
ya habría aceptado públicamente su derrota, con humildad, pero sin perder el
legendario aire de dignidad de los Martinez.
—El escritor tenía reunidos
datos más precisos y comprometidos que ésos —le había dicho Pablo aquella
mañana caótica, refiriéndose a lo publicado por el The New Times.
A ella, las piernas le habían
temblado como si de pronto se le hubieran convertido en mimbres. Y si ya fue
una gran sorpresa saber que Gaston había
investigado
la procedencia de los fondos de campaña, lo fue aún mayor saber que no había
hecho nada con la información. Cualquier periodista habría dado la mitad de su
alma por encontrarse con algo así que lo catapultara directamente al
reconocimiento. Pero, además, Gaston tenía motivos personales para hacerlo:
vengarse de la paliza que le habían dado por orden de Pablo y vengarse también
de ella, pues, según sus propias palabras, le había destrozado la vida.
Le habría gustado saber por qué
motivo se quedó de brazos cruzados después de haber invertido semanas o tal vez
meses en investigar. Pero su marido le había dicho que no lo sabía. Y, de algún
modo, intuía que lo había hecho por el amor que sentía por ella, para no ser él
quien le provocara ese sufrimiento.
Llevaban días sin emitir una
nueva imagen de Rocio y la última la habían repetido hasta la saciedad, aunque
a él se le habría quedado igualmente grabada para siempre si la hubiera visto
una sola vez: Pablo aclamado por unos pocos cientos de fieles seguidores,
aceptando su derrota y disculpándose por los errores cometidos, y ella aferrada
a su mano y mostrando que su amor y su fidelidad podían superar cualquier
adversidad que la vida les pusiera enfrente. Había envidiado a Pablo mientras
se exponía al mundo reconociéndose perdedor. Y lo había envidiado porque, a
pesar de todo, seguía teniéndola a ella, que valía más que cualquier cosa que
él fuera capaz de soñar.
Apretó los dientes y desahogó
sus celos apretando con fuerza la pequeña pelota de goma con la que
rehabilitaba los dedos. Abrir y cerrar, aflojar y comprimir eran los
movimientos que practicaba, incluso mientras impartía charlas a los estudiantes.
Y no lo hacía debido a que buscara una rápida recuperación. Lo hacía porque de
alguna manera tenía que descargar su continuo sentimiento de frustración, de
angustia por echar en falta a quien sabía que no tendría nunca.
No la tendría nunca…
Todos los pensamientos en los
que estaba ella dolían. Los más duros eran los que rememoraban instantes
felices, pues ésos le atravesaban el alma. Pero repetirse, casi sin descanso,
que no la tendría nunca, era como una muerte lenta.
A su espalda, y mientras
contemplaba cómo el viento frío azotaba los toldos y las plantas de la terraza,
la presentadora del Fox News pronunció el nombre de Pablo Martinez. Gaston se
volvió para mirar, rogando que fueran
nuevas
imágenes y nuevas noticias. Deseaba verla, pero sobre todo necesitaba saber que
estaba bien; que la derrota de su esposo no la había hundido.
«Imágenes tomadas esta mañana
en el aeropuerto internacional », oyó decir a la periodista. Y mientras ella
aparecía subiendo la escalerilla de la avioneta particular de Pablo, sonriente
y bellísima, él se acercó hasta que pudo tocar la pantalla del televisor con la
mano.
Se quedó absorto, viendo cómo
se levantaba el cuello del abrigo para protegerse del aire gélido de esos días
de noviembre y se sujetaba con absoluta gracia su sedoso cabello dorado, que el
viento le agitaba hacia el rostro. Sus ojos la acariciaron a través del plasma
mientras prestaba atención a la noticia. En ese momento comentaban que el
político era un hombre con suerte, pues, a pesar del fracaso en las elecciones
y de los rumores de desavenencias, continuaba disfrutando del amor de su joven
esposa y que durante unas semanas lo haría en algún idílico y secreto rincón de
las islas Caimán.
Un nuevo presentador y una nueva
noticia ocuparon la pantalla, pero Gaston siguió mirando y rozando con los
dedos el punto en el que había desaparecido la hermosa imagen de Rocio. Y
entonces volvió a jurarse que comenzaría a olvidarla.
Se le escapó un gemido de
alivio al oír la llamada en la puerta. Fuera quien fuese sería bien recibido,
porque el primer paso para recuperar su vida era dejar de pensar en Rocio y no
podría hacerlo solo.
Y al abrir se encontró con la
exuberante belleza sureña con la que ya una vez compartió unas horas de
absoluta lujuria. Ya no lucía un traje rancio, que disfrazara su naturaleza
sensual, y el estricto moño se había convertido en la melena aleonada que antes
de que se dejara seducir por la política fue su seña de identidad.
—Elegí el bando equivocado —dijo
ella arrugando el ceño mientras sujetaba en la mano derecha una botella de
champán Chardonnay—. Necesito desahogar mi frustración con alguien que la
comprenda.
—Y quién mejor que otro
perdedor, ¿no? —preguntó irónico.
—Ninguno de los dos hemos
conseguido lo que queríamos en esta campaña de Martinez. ¿O me equivoco y tú
buscabas justo lo que obtuviste?
Gaston soltó una risa corta y
amarga y le abrió paso.
—Bienvenida al bando de los
perdedores —bromeó, mientras pensaba que estaban ahí por haber ambicionado
demasiado. Disfrutar de Rocio durante una
noche
ya fue una osadía. Soñar con tenerla al lado la vida entera era una quimera
imposible con la que ni se atrevía a fantasear.
—Se dice que estabas al tanto
de lo que iba a ocurrir —dijo Eugenia, tras dejar la botella en el sillón y
junto a ella el abrigo—. Que eres tú quien ha comenzado esto.
—No tengo nada que ver —le
aseguró, al tiempo que se dejaba caer en un extremo del sofá.
—Entonces, ¿por qué se murmura
tu nombre cuando se habla de las filtraciones que llevaron a Pablo a la
derrota?
—¿Desocupados que adoran
inventar? —preguntó él a su vez, levantando las cejas, como si en verdad
quisiera una respuesta.
Eugenia se quedó en silencio,
volvió a tomar la botella y comenzó a quitarle con lentitud el aluminio dorado
que cubría el corcho.
—Supongo que hubieras preferido
un Armand de Brignac, pero mi cuenta corriente no está para derroches —bromeó
pensativa.
—También me gusta el
Chardonnay, especialmente si lo que celebramos es un fracaso de este calibre.
—Tal vez, si hubieras
desenmascarado a quien pasaba la información… —comentó, demostrando que sabía
de lo que hablaba.
—Eres periodista. Tú mejor que
nadie sabes que jamás se traiciona a la fuente. Un profesional debe estar
dispuesto incluso a pagar con la cárcel su silencio.
—Lo sé. Sé que velar por que
todo saliera bien no era tu trabajo, pero a veces no puedo evitar pensar que
podrías haber cambiado las cosas —dijo con pena, mientras liberaba la botella
de la fina malla de alambre.
—¿Cómo está ella? —preguntó Gaston
sin rodeos—. ¿Cómo está llevando todo esto?
—En apariencia bien, pero sé
que es él quien la está consolando, asegurándole que demostrará su honradez y
que, cuando lo haga, volverá a presentarse a presidente. Como si no supiera que
está quemado y que su ambición podrá llevarlo a cargos importantes, pero
difícilmente a la presidencia . —Un gesto de Gaston le hizo arrugar el ceño y
preguntar—: ¿Lo sientes?
—Puede que un poco —admitió—.
Está pagando por sus errores, pero debo reconocer que me gustaba su estilo en
política; me caía bien.
—Te caía bien pero te acostabas
con su mujer —comentó con una sonrisa maliciosa, mientras hacía saltar el corcho—.
Sigues siendo el mismo cínico canalla que conocí,
y
eso me gusta.
—Deberías comenzar a fijarte en
los hombres decentes.
—¿Lo has bebido a morro alguna
vez? —preguntó, mientras se acercaba—. ¿Y lo has lamido derramado sobre el
cuerpo caliente de una mujer capaz de hacerlo hervir?
—Sí, a ambas preguntas
—respondió sin inmutarse.
Eugenia se alzó el vestido
hasta el inicio de las caderas, dejando al descubierto los primeros encajes de
su braguita negra, pasó una pierna sobre las de Gaston y se sentó a horcajadas
sobre él.
—Cuando acabe contigo, tendrás
que reconocer que nadie te ha follado con champán como lo voy a hacer yo
—susurró, inclinando la botella para derramársela sobre la boca.
Él la retuvo, sujetándola por
la muñeca.
—No me apetece jugar a esto, Eugenia.
—¿Y a qué te apetece jugar?
—susurró con sensualidad, desabrochándose varios botones que dejaron al
descubierto los generosos senos desbordando el sujetador, y se los acercó al
rostro.
Gaston tragó saliva. Hacía una
eternidad que no gozaba de unos pechos grandes y turgentes que encendieran su
lujuria y lo empujaran a hacer locuras. Y tampoco recordaba cuándo había
mordido unos labios carnosos y pintados de rojo pasión como los de Eugenia,
pensó, al levantar la mirada hacia su rostro perfecto. Una mujer como ella
sería la adecuada para comenzar a olvidar. Sólo tenía que dejarse llevar, o,
más sencillo aún, cerrar los ojos y dejar que ella hiciera el resto…
Y cerró los ojos, expulsó de
golpe el aire y volvió a abrirlos al instante.
—Lo siento —murmuró—. No puedo
hacerlo.
Ella lo miró largamente,
analizando si en verdad el perfecto canalla se había convertido en un caso
perdido. Hasta que sonrió comprensiva mientras volvía a cerrarse la blusa.
Luego se apartó y se bajó la falda.
—Sé que no necesitas que te lo
diga, pero de todos modos voy a hacerlo. —Se sentó a su lado y le palmeó el
muslo con suavidad—. No puedes seguir así. No entiendo cómo un hombre como tú
se ha dejado enredar por esta locura, pero tienes que sacártela de la cabeza cuanto
antes.
Él rió frustrado.
—Eso
me gustaría hacer.
Eugenia volvió a palmearle la
pierna, dándole ánimos, y se levantó para ponerse el abrigo y tomar el bolso.
—De todos modos, si en algún
momento me necesitas, ya sabes cómo localizarme.
—Suerte en tu próximo proyecto
—le deseó, sin moverse del sofá.
Ella continuó hasta la puerta
y, cuando estaba a punto de cruzarla, se volvió con una fascinante sonrisa.
—La tendré. No sé cuándo ni
cómo, pero lograré llegar a donde quiero. Es relativamente sencillo —presumió
con cinismo.
—Aunque no lo creas, lo
celebraré cuando lo consigas —le aseguró él como despedida.
Después, apoyó la cabeza en el
respaldo y cerró los ojos para dejar que en su mente se formara la figura de Rocio
subiendo a la avioneta y calculó la diferencia horaria. En las Caimán era una
hora menos. Estaría anocheciendo y ellos pasarían la primera noche en la isla.
Muy probablemente con una cena romántica a la luz de la luna, junto a las
arenas blancas de alguna playa solitaria. Después, harían el amor en una alcoba
iluminada por aquella misma luna, mientras él seguiría sumido en la oscuridad.
Una oscuridad profunda. Una oscuridad doliente y eterna.
Rocio inspiró el olor a sal. La
suite con el entarimado de madera sobre el agua, turquesa a la luz del día y
transparente hasta por las noches, era lo más cercano al paraíso que había
disfrutado nunca, exceptuando la naturaleza casi salvaje de Crystal Lake
mientras estuvo con Gaston, o la ciudad de Baltimore, que también fue otro
paraíso cuando la recorrió a su lado.
Suspiró, resignada a seguir
sobreviviendo de recuerdos, y se sentó en el borde de madera. Cabizbaja,
observó cómo sus pies descalzos se hundían en el agua, rompiendo el espejo
plateado en que la convertía esa noche de luna llena. Y se preguntó dónde y con
quién estaría él en ese momento. Le dolía imaginarlo solo. Ya no podía pensar
que tenía el apoyo y el cariño de su esposa. Y eso la angustiaba. La angustiaba
no saber si alguien iba a abrazarlo cuando la soledad lo
llenara
de frío; si alguien estaría a su lado para calmarlo cada vez que se sintiera
vencido por el desconsuelo.
Se volvió ante un leve crujido
y sonrió al ver la silueta oscura de Pablo recortada contra la cálida luz de la
suite, con dos delicadas copas de champán en las manos. Se sentó junto a ella,
doblando una pierna sobre el entarimado y hundiendo la otra en el agua.
—Quiero brindar por ti —dijo,
con una esplendida sonrisa—. Nunca, un candidato a presidente, ha tenido al
lado a una primera dama como tú. De no haber sido por mi estupidez, con tu
ayuda podría haber conquistado el mundo.
—No necesitas la ayuda de nadie
para conquistar lo que te propongas. Lo peor de esto, es que has elegido una
profesión en la que las buenas acciones se olvidan pronto y los errores no se
olvidan nunca.
—A veces sí, pequeña. A veces
sí. Recuerda a Nixon —dijo, mientras le entregaba una de las copas—. Él perdió,
aunque de una forma un tanto oscura, las elecciones frente a Kennedy en el
sesenta, y sufrió un deshonroso fracaso cuando tampoco fue elegido gobernador
de California en el sesenta y dos. Todos lo consideraron políticamente muerto,
pero resurgió de sus cenizas y en el sesenta y ocho ganó las elecciones
presidenciales.
—Pero entonces la impopular
guerra de Vietnam jugó en contra del que fue su adversario —opinó Rocio.
—Y más cosas le funcionaron,
como adoptar una estrategia moderada en el norte y el oeste y más derechista en
el sur. —Chasqueó la lengua al pensar en la complejidad que encerraba una
campaña—. En mi caso sería más fácil y a la vez más difícil. Porque, como reza
la famosa frase, «la mujer del César no sólo debe ser honrada, sino parecerlo».
Y yo no he parecido honrado en estas elecciones —dijo, aceptando una vez más su
culpabilidad—. No olvidaré eso cuando vuelva a intentarlo dentro de cuatro
años.
—Sé que lo conseguirás.
—Con tu apoyo, sin ninguna
duda. No sé qué habría hecho si no te hubiera tenido esta vez a mi lado —dijo,
contemplándola con fascinación.
—¿Y qué habría hecho yo de no
tenerte al mío? —preguntó sonriente.
Él le rozó la mejilla con los
dedos, y le colocó con cuidado un mechón de pelo tras la oreja.
—Siempre estaré para ti. Pase
lo que pase, hagas lo que hagas, yo siempre estaré para ti, pequeña.
—Lo
sé —dijo emocionada, y levantó su copa—. Por eso quiero que brindemos por ti,
que eres el mejor hombre y el mejor político del mundo.
—Por los dos, entonces
—concedió—. Porque nuestros sueños se cumplan, en especial ése tan importante
que tenemos en común.

Me lei toda la nove!:.
ResponderEliminarEn el anterior casi lloro. te juro que tenia mis ojos llenos de lagrimas. Es increible como con palabras te hace sentir lo que sienten estos personajes.
Hay algo que no logro comprender, que es lo que rochi quiere? porque ama a gaston pero no quiere alejarse de pablo. eso me pone histerica. jajaj