jueves, 23 de mayo de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo 36


CAPÍTULO 36
El bando de los perdedores
La mañana del 6 de noviembre, Rocio se vistió poniendo un cuidado especial. Quiso estar particularmente hermosa para ir del brazo de su marido al centro de votación en la ciudad, donde se encontraron con el gran despliegue mediático que esperaban. Después, siguió los acontecimientos por televisión, desde casa, mientras Pablo, que se había recorrido el país de punta a punta y ni siquiera para esa última jornada había previsto tomarse un respiro, seguiría en primera línea hasta que cayera definitivamente el telón.
Habían sido ocho días difíciles, recordaba tumbada en el sofá y mirando al techo. Especialmente para él, que tras el desplome brutal en los sondeos intensificó la campaña a pesar de saber que no tenía posibilidades de remontar, y pasó en vela noches enteras escribiendo nuevos discursos porque las palabras con las que hasta entonces se había dirigido a los votantes ya no podían ser las mismas.
Admiraba su fuerza, su seguridad, su templanza cuando las cosas no podían ir peor. Y le emocionaba que, tras el primer momento de flaqueza en el que se permitió llorar entre sus brazos, fuera él quien llevara toda la semana animándola a ella.
Se levantó y apagó el televisor para no seguir oyendo los resultados de la encuesta sobre la intención de voto que se efectuaba a pie de urna. No quería conocerlos hasta que no se hubiera reunido de nuevo con Pablo. Cuando las diferencias entre los candidatos eran muy ajustadas, se podía tardar hasta el amanecer, incluso hasta la tarde del día siguiente para entrever un claro vencedor. Ella tenía el presentimiento de que no tendrían que esperar tanto y que, antes de retirarse a dormir, su marido ya habría aceptado públicamente su derrota, con humildad, pero sin perder el legendario aire de dignidad de los Martinez.
—El escritor tenía reunidos datos más precisos y comprometidos que ésos —le había dicho Pablo aquella mañana caótica, refiriéndose a lo publicado por el The New Times.
A ella, las piernas le habían temblado como si de pronto se le hubieran convertido en mimbres. Y si ya fue una gran sorpresa saber que Gaston había
investigado la procedencia de los fondos de campaña, lo fue aún mayor saber que no había hecho nada con la información. Cualquier periodista habría dado la mitad de su alma por encontrarse con algo así que lo catapultara directamente al reconocimiento. Pero, además, Gaston tenía motivos personales para hacerlo: vengarse de la paliza que le habían dado por orden de Pablo y vengarse también de ella, pues, según sus propias palabras, le había destrozado la vida.
Le habría gustado saber por qué motivo se quedó de brazos cruzados después de haber invertido semanas o tal vez meses en investigar. Pero su marido le había dicho que no lo sabía. Y, de algún modo, intuía que lo había hecho por el amor que sentía por ella, para no ser él quien le provocara ese sufrimiento.
Llevaban días sin emitir una nueva imagen de Rocio y la última la habían repetido hasta la saciedad, aunque a él se le habría quedado igualmente grabada para siempre si la hubiera visto una sola vez: Pablo aclamado por unos pocos cientos de fieles seguidores, aceptando su derrota y disculpándose por los errores cometidos, y ella aferrada a su mano y mostrando que su amor y su fidelidad podían superar cualquier adversidad que la vida les pusiera enfrente. Había envidiado a Pablo mientras se exponía al mundo reconociéndose perdedor. Y lo había envidiado porque, a pesar de todo, seguía teniéndola a ella, que valía más que cualquier cosa que él fuera capaz de soñar.
Apretó los dientes y desahogó sus celos apretando con fuerza la pequeña pelota de goma con la que rehabilitaba los dedos. Abrir y cerrar, aflojar y comprimir eran los movimientos que practicaba, incluso mientras impartía charlas a los estudiantes. Y no lo hacía debido a que buscara una rápida recuperación. Lo hacía porque de alguna manera tenía que descargar su continuo sentimiento de frustración, de angustia por echar en falta a quien sabía que no tendría nunca.
No la tendría nunca…
Todos los pensamientos en los que estaba ella dolían. Los más duros eran los que rememoraban instantes felices, pues ésos le atravesaban el alma. Pero repetirse, casi sin descanso, que no la tendría nunca, era como una muerte lenta.
A su espalda, y mientras contemplaba cómo el viento frío azotaba los toldos y las plantas de la terraza, la presentadora del Fox News pronunció el nombre de Pablo Martinez. Gaston se volvió para mirar, rogando que fueran
nuevas imágenes y nuevas noticias. Deseaba verla, pero sobre todo necesitaba saber que estaba bien; que la derrota de su esposo no la había hundido.
«Imágenes tomadas esta mañana en el aeropuerto internacional », oyó decir a la periodista. Y mientras ella aparecía subiendo la escalerilla de la avioneta particular de Pablo, sonriente y bellísima, él se acercó hasta que pudo tocar la pantalla del televisor con la mano.
Se quedó absorto, viendo cómo se levantaba el cuello del abrigo para protegerse del aire gélido de esos días de noviembre y se sujetaba con absoluta gracia su sedoso cabello dorado, que el viento le agitaba hacia el rostro. Sus ojos la acariciaron a través del plasma mientras prestaba atención a la noticia. En ese momento comentaban que el político era un hombre con suerte, pues, a pesar del fracaso en las elecciones y de los rumores de desavenencias, continuaba disfrutando del amor de su joven esposa y que durante unas semanas lo haría en algún idílico y secreto rincón de las islas Caimán.
Un nuevo presentador y una nueva noticia ocuparon la pantalla, pero Gaston siguió mirando y rozando con los dedos el punto en el que había desaparecido la hermosa imagen de Rocio. Y entonces volvió a jurarse que comenzaría a olvidarla.
Se le escapó un gemido de alivio al oír la llamada en la puerta. Fuera quien fuese sería bien recibido, porque el primer paso para recuperar su vida era dejar de pensar en Rocio y no podría hacerlo solo.
Y al abrir se encontró con la exuberante belleza sureña con la que ya una vez compartió unas horas de absoluta lujuria. Ya no lucía un traje rancio, que disfrazara su naturaleza sensual, y el estricto moño se había convertido en la melena aleonada que antes de que se dejara seducir por la política fue su seña de identidad.
—Elegí el bando equivocado —dijo ella arrugando el ceño mientras sujetaba en la mano derecha una botella de champán Chardonnay—. Necesito desahogar mi frustración con alguien que la comprenda.
—Y quién mejor que otro perdedor, ¿no? —preguntó irónico.
—Ninguno de los dos hemos conseguido lo que queríamos en esta campaña de Martinez. ¿O me equivoco y tú buscabas justo lo que obtuviste?
Gaston soltó una risa corta y amarga y le abrió paso.
—Bienvenida al bando de los perdedores —bromeó, mientras pensaba que estaban ahí por haber ambicionado demasiado. Disfrutar de Rocio durante una
noche ya fue una osadía. Soñar con tenerla al lado la vida entera era una quimera imposible con la que ni se atrevía a fantasear.
—Se dice que estabas al tanto de lo que iba a ocurrir —dijo Eugenia, tras dejar la botella en el sillón y junto a ella el abrigo—. Que eres tú quien ha comenzado esto.
—No tengo nada que ver —le aseguró, al tiempo que se dejaba caer en un extremo del sofá.
—Entonces, ¿por qué se murmura tu nombre cuando se habla de las filtraciones que llevaron a Pablo a la derrota?
—¿Desocupados que adoran inventar? —preguntó él a su vez, levantando las cejas, como si en verdad quisiera una respuesta.
Eugenia se quedó en silencio, volvió a tomar la botella y comenzó a quitarle con lentitud el aluminio dorado que cubría el corcho.
—Supongo que hubieras preferido un Armand de Brignac, pero mi cuenta corriente no está para derroches —bromeó pensativa.
—También me gusta el Chardonnay, especialmente si lo que celebramos es un fracaso de este calibre.
—Tal vez, si hubieras desenmascarado a quien pasaba la información… —comentó, demostrando que sabía de lo que hablaba.
—Eres periodista. Tú mejor que nadie sabes que jamás se traiciona a la fuente. Un profesional debe estar dispuesto incluso a pagar con la cárcel su silencio.
—Lo sé. Sé que velar por que todo saliera bien no era tu trabajo, pero a veces no puedo evitar pensar que podrías haber cambiado las cosas —dijo con pena, mientras liberaba la botella de la fina malla de alambre.
—¿Cómo está ella? —preguntó Gaston sin rodeos—. ¿Cómo está llevando todo esto?
—En apariencia bien, pero sé que es él quien la está consolando, asegurándole que demostrará su honradez y que, cuando lo haga, volverá a presentarse a presidente. Como si no supiera que está quemado y que su ambición podrá llevarlo a cargos importantes, pero difícilmente a la presidencia . —Un gesto de Gaston le hizo arrugar el ceño y preguntar—: ¿Lo sientes?
—Puede que un poco —admitió—. Está pagando por sus errores, pero debo reconocer que me gustaba su estilo en política; me caía bien.
—Te caía bien pero te acostabas con su mujer —comentó con una sonrisa maliciosa, mientras hacía saltar el corcho—. Sigues siendo el mismo cínico canalla que conocí,
y eso me gusta.
—Deberías comenzar a fijarte en los hombres decentes.
—¿Lo has bebido a morro alguna vez? —preguntó, mientras se acercaba—. ¿Y lo has lamido derramado sobre el cuerpo caliente de una mujer capaz de hacerlo hervir?
—Sí, a ambas preguntas —respondió sin inmutarse.
Eugenia se alzó el vestido hasta el inicio de las caderas, dejando al descubierto los primeros encajes de su braguita negra, pasó una pierna sobre las de Gaston y se sentó a horcajadas sobre él.
—Cuando acabe contigo, tendrás que reconocer que nadie te ha follado con champán como lo voy a hacer yo —susurró, inclinando la botella para derramársela sobre la boca.
Él la retuvo, sujetándola por la muñeca.
—No me apetece jugar a esto, Eugenia.
—¿Y a qué te apetece jugar? —susurró con sensualidad, desabrochándose varios botones que dejaron al descubierto los generosos senos desbordando el sujetador, y se los acercó al rostro.
Gaston tragó saliva. Hacía una eternidad que no gozaba de unos pechos grandes y turgentes que encendieran su lujuria y lo empujaran a hacer locuras. Y tampoco recordaba cuándo había mordido unos labios carnosos y pintados de rojo pasión como los de Eugenia, pensó, al levantar la mirada hacia su rostro perfecto. Una mujer como ella sería la adecuada para comenzar a olvidar. Sólo tenía que dejarse llevar, o, más sencillo aún, cerrar los ojos y dejar que ella hiciera el resto…
Y cerró los ojos, expulsó de golpe el aire y volvió a abrirlos al instante.
—Lo siento —murmuró—. No puedo hacerlo.
Ella lo miró largamente, analizando si en verdad el perfecto canalla se había convertido en un caso perdido. Hasta que sonrió comprensiva mientras volvía a cerrarse la blusa. Luego se apartó y se bajó la falda.
—Sé que no necesitas que te lo diga, pero de todos modos voy a hacerlo. —Se sentó a su lado y le palmeó el muslo con suavidad—. No puedes seguir así. No entiendo cómo un hombre como tú se ha dejado enredar por esta locura, pero tienes que sacártela de la cabeza cuanto antes.
Él rió frustrado.
—Eso me gustaría hacer.
Eugenia volvió a palmearle la pierna, dándole ánimos, y se levantó para ponerse el abrigo y tomar el bolso.
—De todos modos, si en algún momento me necesitas, ya sabes cómo localizarme.
—Suerte en tu próximo proyecto —le deseó, sin moverse del sofá.
Ella continuó hasta la puerta y, cuando estaba a punto de cruzarla, se volvió con una fascinante sonrisa.
—La tendré. No sé cuándo ni cómo, pero lograré llegar a donde quiero. Es relativamente sencillo —presumió con cinismo.
—Aunque no lo creas, lo celebraré cuando lo consigas —le aseguró él como despedida.
Después, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos para dejar que en su mente se formara la figura de Rocio subiendo a la avioneta y calculó la diferencia horaria. En las Caimán era una hora menos. Estaría anocheciendo y ellos pasarían la primera noche en la isla. Muy probablemente con una cena romántica a la luz de la luna, junto a las arenas blancas de alguna playa solitaria. Después, harían el amor en una alcoba iluminada por aquella misma luna, mientras él seguiría sumido en la oscuridad. Una oscuridad profunda. Una oscuridad doliente y eterna.


Rocio inspiró el olor a sal. La suite con el entarimado de madera sobre el agua, turquesa a la luz del día y transparente hasta por las noches, era lo más cercano al paraíso que había disfrutado nunca, exceptuando la naturaleza casi salvaje de Crystal Lake mientras estuvo con Gaston, o la ciudad de Baltimore, que también fue otro paraíso cuando la recorrió a su lado.
Suspiró, resignada a seguir sobreviviendo de recuerdos, y se sentó en el borde de madera. Cabizbaja, observó cómo sus pies descalzos se hundían en el agua, rompiendo el espejo plateado en que la convertía esa noche de luna llena. Y se preguntó dónde y con quién estaría él en ese momento. Le dolía imaginarlo solo. Ya no podía pensar que tenía el apoyo y el cariño de su esposa. Y eso la angustiaba. La angustiaba no saber si alguien iba a abrazarlo cuando la soledad lo
llenara de frío; si alguien estaría a su lado para calmarlo cada vez que se sintiera vencido por el desconsuelo.
Se volvió ante un leve crujido y sonrió al ver la silueta oscura de Pablo recortada contra la cálida luz de la suite, con dos delicadas copas de champán en las manos. Se sentó junto a ella, doblando una pierna sobre el entarimado y hundiendo la otra en el agua.
—Quiero brindar por ti —dijo, con una esplendida sonrisa—. Nunca, un candidato a presidente, ha tenido al lado a una primera dama como tú. De no haber sido por mi estupidez, con tu ayuda podría haber conquistado el mundo.
—No necesitas la ayuda de nadie para conquistar lo que te propongas. Lo peor de esto, es que has elegido una profesión en la que las buenas acciones se olvidan pronto y los errores no se olvidan nunca.
—A veces sí, pequeña. A veces sí. Recuerda a Nixon —dijo, mientras le entregaba una de las copas—. Él perdió, aunque de una forma un tanto oscura, las elecciones frente a Kennedy en el sesenta, y sufrió un deshonroso fracaso cuando tampoco fue elegido gobernador de California en el sesenta y dos. Todos lo consideraron políticamente muerto, pero resurgió de sus cenizas y en el sesenta y ocho ganó las elecciones presidenciales.
—Pero entonces la impopular guerra de Vietnam jugó en contra del que fue su adversario —opinó Rocio.
—Y más cosas le funcionaron, como adoptar una estrategia moderada en el norte y el oeste y más derechista en el sur. —Chasqueó la lengua al pensar en la complejidad que encerraba una campaña—. En mi caso sería más fácil y a la vez más difícil. Porque, como reza la famosa frase, «la mujer del César no sólo debe ser honrada, sino parecerlo». Y yo no he parecido honrado en estas elecciones —dijo, aceptando una vez más su culpabilidad—. No olvidaré eso cuando vuelva a intentarlo dentro de cuatro años.
—Sé que lo conseguirás.
—Con tu apoyo, sin ninguna duda. No sé qué habría hecho si no te hubiera tenido esta vez a mi lado —dijo, contemplándola con fascinación.
—¿Y qué habría hecho yo de no tenerte al mío? —preguntó sonriente.
Él le rozó la mejilla con los dedos, y le colocó con cuidado un mechón de pelo tras la oreja.
—Siempre estaré para ti. Pase lo que pase, hagas lo que hagas, yo siempre estaré para ti, pequeña.
—Lo sé —dijo emocionada, y levantó su copa—. Por eso quiero que brindemos por ti, que eres el mejor hombre y el mejor político del mundo.
—Por los dos, entonces —concedió—. Porque nuestros sueños se cumplan, en especial ése tan importante que tenemos en común. 

1 comentario:

  1. Me lei toda la nove!:.
    En el anterior casi lloro. te juro que tenia mis ojos llenos de lagrimas. Es increible como con palabras te hace sentir lo que sienten estos personajes.
    Hay algo que no logro comprender, que es lo que rochi quiere? porque ama a gaston pero no quiere alejarse de pablo. eso me pone histerica. jajaj

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