Capitulo 19
A las siete de la tarde nació Aleli. Yo había
escogido el nombre de uno de los culebrones que a mi madre y a mí nos gustaba
ver. La enfermera la lavó, la envolvió como a una momia en miniatura y la
colocó en mis brazos mientras el médico se ocupaba de mi madre y cosía los
tejidos que mi hermana había desgarrado.
— Siete libras, siete onzas — declaró la enfermera,
y sonrió al ver la expresión de mi rostro.
Durante el parto, nuestra relación había mejorado
un poco. Yo no había molestado tanto como ella esperaba. Además, ante el
milagro de una nueva vida, resultaba difícil no sentirse conectado, al menos
temporalmente.
«Siete, el número de la suerte», pensé yo mientras
contemplaba a mi hermana pequeña. Hasta entonces, yo no había tenido mucho
contacto con bebés, y nunca había sostenido en brazos a un recién nacido. El
rostro de Aleli era de un rosa intenso y estaba arrugado y sus ojos eran de un
gris azulado y muy redondos. Tenía la cabeza cubierta de pelo, el cual me
recordaba a las pálidas plumas de un polluelo mojado. Pesaba, más o menos, como
un saquito de azúcar, y resultaba frágil y blanda
al tacto. Yo intenté que se sintiera
cómoda y la levanté con torpeza hasta que quedó apoyada en mi hombro.
La bola redonda de su cabeza encajó a la perfección en mi cuello. Note que su
espalda se hinchaba, exhaló un suspiro de gatito y después se quedó quieta.
— Dentro de un minuto tendré que llevármela — declaró
la enfermera, y sonrió al ver mi expresión—. Tienen que examinarla y lavarla.
Yo no quería soltar a mi hermana, y una oleada de
posesividad recorrió mi cuerpo. Me sentía como si fuera mi bebé..., una parte
de mi cuerpo..., como si estuviera atada a mi alma. Emocionada hasta el punto
de estar a punto de llorar, volví el rostro hacia ella y le susurré:
— Eres el amor de mi vida, Aleli. El amor de mi
vida.
Tina trajo un ramo de rosas de color rosa y una
caja de cerezas cubiertas de chocolate para mi madre y una manta de lana
ribeteada con una franja de ganchillo que ella misma había confeccionado para Aleli.
Después de admirar y acunar a mí hermana durante unos minutos, Tina me la
devolvió y centró de nuevo su atención en mi madre: fue a buscar un vaso de
hielo picado, pues la enfermera tardaba mucho; reguló los mandos de la cama y
la ayudó a ir al lavabo.
Yo me sentí muy aliviada cuando Gaston apareció al
día siguiente con un sedán que le había prestado un vecino para acompañarnos a
casa. Mientras mi madre firmaba unos papeles y recibía de la enfermera una
carpeta con instrucciones para después del parto, yo vestí a Aleli con su ropa de calle, que consistía en un vestido azul de
mangas largas. Gaston estaba a mi lado, junto a la cama del ambulatorio, y me
observó mientras yo intentaba pasar las diminutas manos de Aleli por el
interior de las mangas del vestido. Sus deditos cogían y agarraban la tela sin
cesar y resultaba difícil vestirla.
— Es como intentar pasar un espagueti hervido por
una pajita — comentó Gaston.
Aleli gemía y refunfuñaba, pero al final conseguí
pasar su mano por la manga. Cuando me centré en el otro brazo, ella sacó de
nuevo la mano de la primera manga. Yo solté un resoplido de desesperación, y Gaston
se rió por lo bajo.
— A lo mejor es que no le gusta el vestido — declaró
él.
— ¿Quieres intentarlo tú? — le pregunté.
— ¡Demonios, no! Yo soy bueno quitándoles el
vestido a las chicas, no poniéndoselo.
Gaston nunca había hecho aquel tipo de comentarios
en mi presencia y no me gustó.
— No sueltes palabrotas delante del bebé — declaré
con severidad.
— Sí, señora.
El enfado que sentía me hizo ser menos delicada con
Aleli y por fin conseguí vestirla. Después le recogí el pelo en la parte
superior de la cabeza y se lo até con una cinta. Gaston, con mucho tacto, se
volvió de espaldas mientras yo le cambiaba los pañales, que eran del tamaño de
una servilleta de aperitivo.
— Ya estoy lista — declaró la voz de mi madre a mis
espaldas.
Yo cogí a Aleli en brazos.
Mi madre estaba sentada en una silla de ruedas,
llevaba puesto un vestido azul nuevo y unos zapatos a juego y sostenía en su
regazo las flores que Tina le había regalado.
— ¿Quieres que yo lleve las flores y tú llevas a Aleli?
— le pregunté con poco convencimiento.
Ella negó con la cabeza.
— Llévala tú, cariño.
La silla para bebés del coche tenía suficientes
correas para sujetar a un piloto de caza. Yo coloqué con cuidado el escurridizo
cuerpo de Aleli en el asiento y, cuando empecé a atar las correas a su
alrededor, ella se puso a berrear.
— Es un sistema de cinco puntos de sujeción — le
expliqué—. La revista Consumer Reports
dice que es el mejor del mercado.
— Supongo que ella no ha leído ese ejemplar — declaró
Gaston mientras subía al coche por el otro lado para ayudarme.
Yo estuve tentada de contestarle que no se hiciera
el jodido listo conmigo, pero recordé mi regla de no hablar mal delante de Aleli
y guardé silencio. Gaston me sonrió.
— Vamos allá — declaró mientras desenredaba una de
las correas—. Sujeta esta hebilla en tu lado y pásame la otra correa.
Juntos conseguimos atar a Aleli en la silla de una
forma segura. Ella berreaba cada vez más y se retorcía ante la indignidad de
verse atada. Yo coloque mi mano sobre su agitado pecho.
— Está bien... — murmuré—. Está bien, Aleli, no
llores.
— Intenta calmarla cantándole algo — sugirió Gaston.
— Yo no sé cantar — respondí mientras trazaba círculos sobre el pecho de Aleli con los dedos—. Hazlo tú.
Él sacudió la cabeza.
— Ni pensarlo. Cuando canto parezco un gato
atropellado por una apisonadora.
Yo intenté cantar el tema principal de la serie Mister Rogers'Neighborhood, que
había visto todos los días cuando era una niña. Cuando llegué a la última frase
de la canción, Aleli había dejado de llorar y me miraba con ojos maravillados y
miopes.
Gaston rió en voz baja, sus dedos se deslizaron
sobre los míos y, durante unos instantes, permanecimos de aquella forma, con
nuestras manos apoyadas levemente sobre Aleli. Yo contemplé su mano y pensé que
no podía confundirse con ninguna otra. Sus dedos ásperos debido al trabajo
estaban salpicados de diminutas cicatrices de forma estrellada, resultado de
sus encuentros con martillos, clavos y alambre de espino. Sus dedos eran tan
fuertes que podrían doblar con facilidad un clavo de grandes dimensiones.
Yo levanté la cabeza y vi que Gaston había bajado
los párpados para ocultar sus pensamientos. Parecía estar absorbiendo la
sensación de mis dedos debajo de los suyos.
De repente, Gaston retiró la mano, salió del coche
y acudió a ayudar a mi madre a subir al asiento del copiloto. Yo me quedé
lidiando con la omnipresente fascinación que sentía por él y que parecía
haberse convertido en una parte de mí con tanta certeza como un pie o una mano. En cualquier caso, aunque Gaston no me quisiera, o no se
permitiera quererme, yo ahora tenía a alguien en quien volcar todo mi afecto.
Mantuve mi mano sobre el pecho de Aleli durante todo el trayecto a casa
mientras absorbía el ritmo de su respiración.
Continuara...
*Mafe*

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