domingo, 26 de mayo de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo 37


CAPÍTULO 37
Antes del último adiós
La Universidad quedaba relativamente cerca de su apartamento. Apenas tres kilómetros de ciudad que, con tráfico fluido, se podían recorrer en unos quince minutos. Gaston no recordaba la última vez que había conducido por las calles del centro con tranquilidad, pero tampoco le preocupaba cuánto se demoraba en ese desplazamiento casi diario. Si de algo andaba sobrado era de un tiempo que no sabía cómo utilizar.
Durante uno de esos complicados trayectos, una noticia en la radio de su automóvil lo llenó de angustia. El senador y su esposa habían interrumpido de forma inesperada sus vacaciones y no se sabía dónde se encontraban después de su precipitada marcha. Las especulaciones eran muchas, pero la que lo llenó de miedo fue la que insinuaba que el motivo podía estar en ella.
Entonces sí se desesperó por la lentitud con que avanzaba, engullido por una marea de automóviles, y pulsó repetidamente y con desesperación el claxon. En cuanto llegó a su destino y detuvo el coche, llamó por teléfono al único que podía ayudarlo a averiguar lo que ocurría: Vicco.
Y su amigo, sin atreverse a reprocharle que, después de todo lo pasado, siguiera interesándose por la señora Martinez, comenzó en ese mismo instante su peregrinación por todos sus contactos.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí, sentado en el sofá, con los brazos apoyados en los muslos y mirando al suelo. El mundo se le había terminado de desmoronar al oír a Vicco. Porque si Rocio no estaba bien, a él no le quedaba nada en lo que encontrar consuelo.
Se sobresaltó al notar el brazo de su amigo posarse en sus hombros y se secó las lágrimas con rapidez.
—Lo superará —le oyó decir, sabía bien que para infundirle un poco de esperanza—. Es una mujer joven y fuerte. Saldrá adelante.
—Pero estará sufriendo —dijo, con el nudo oprimiéndole aún la garganta—. Pasar por un cáncer no debe de ser fácil. —Vicco le presionó el hombro con suavidad, sin saber qué decir y se tensó al oírle preguntar—: ¿Dónde está?
—No me preguntes eso —le rogó con preocupación—. No necesitas saberlo. Yo me informaré cada día, cada hora si quieres, pero no me pidas que te ayude a verla.
—Lo necesito.
—¿Para qué? ¿Para ganarte otra paliza? Me han dicho que el senador la acompaña día y noche. Al parecer, un par de veces al día sale a tomarse un café, a comer y poco más. ¿Qué le dirás cuándo te lo encuentres? ¿Vengo a ver a tu mujer porque no me preocupa la advertencia que me hiciste de que ni siquiera la mirara?
—Le suplicaré, me arrastraré… lo que sea para que me deje verla unos minutos.
—Y él lo hará, por supuesto —dijo enfadado—. Tiene motivos para estarte agradecido.
Gaston se levantó y se alejó con paso vacilante. Se detuvo frente a la cristalera y miró a lo lejos, por encima de la balaustrada de piedra, hacia las copas de los árboles medio desnudas ya de hojas doradas.
—¿Qué harías tú si algo así le ocurriera a Candela?
—Es distinto —opinó, observando desde el sofá sus hombros hundidos y su actitud ausente.
—Es lo mismo —afirmó Gaston, y sus ojos, nuevamente vidriosos, convirtieron las ramas en una mancha dorada sobre un fondo cada vez más oscuro—. La amo. La amo con toda mi alma. La amo más que a mi vida.
Vicco suspiró, se acercó al ventanal y apoyó la espalda y la cabeza en el cristal para poder ver el rostro de su amigo.
—Pero ella no te ama a ti —dijo, para hacerlo reaccionar—. No hay nada que puedas hacer salvo olvidarla.
—¿Olvidarías tú a Candela si ella dejara de amarte?
Vicco cerró los ojos. Hacía meses que le atormentaba la idea de perderla y, desde hacía poco, cada vez que se encontraba con una mujer bonita, huía como el diablo de la cruz para evitar caer en la tentación.
—Antes muerto que sin ella —susurró sin dudar.
Los dos se quedaron en silencio, Gaston contemplando cómo el viento frío agitaba las escasas hojas de los árboles, Vicco con los ojos aún cerrados.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar tras unos segundos.
Su pregunta no rompió la tensión callada, que siguió apoderándose de ellos, de sus pensamientos, de sus deseos y de sus miedos. Vicco volvió la cabeza para mirarlo y se encontró con los ojos suplicantes de Gaston.
—No me ha sido fácil averiguarlo. Muy pocos lo saben. Su enfermedad ha sido y seguirá siendo un secreto.
—¿Dónde? —insistió.
—Nada te hará cambiar de opinión, ¿verdad?
—No, mientras no pueda mirarla a los ojos y comprobar que, a pesar de todo, está bien.
—No sé si yo podría amar tanto, sabiendo que nunca sería correspondido —dijo con emoción.
—Podrías. Claro que podrías. Los dos lo sabemos.
Vicco suspiró resignado.
—Hospital Hopkins. La está tratando el doctor Carlson, un eminente oncólogo amigo de la familia Martinez.
La punzante angustia se le entremezcló con un ligero soplo de alivio. Sonrió agradecido y, sin una palabra, salió a la terraza.
Un viento gélido invadió el salón a través de la puerta abierta. Y Vicco vio, desde el amparo del cristal, cómo arrastraba los pies hasta la balaustrada y se quedaba mirando. Durante unos segundos, dudó si marcharse y dejarlo a solas o abrigarse y salir a hacerle compañía. Y cuando a sus oídos llegaron sus sollozos desesperados, comprendió que aquélla era una de esas veces en las que uno prefiere sufrir y vaciarse en total soledad.
Salió, se acercó a él en silencio y le colocó sobre los hombros un grueso abrigo negro. Después regresó a su hogar, necesitado de abrazarse a su mujer para repetirle sin descanso cuánto la amaba. 

2 comentarios:

  1. Lloro la puta madre! juro que lloro!. como que tiene cancer. COMO! decime que se recupera, por favor, decirme que se recupera!

    ResponderEliminar
  2. Estoy llorando!!! no puede ser mas triste este capitulo!!! Espero final feliz en todo esto!!

    ResponderEliminar