lunes, 27 de mayo de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 20



Capitulo 20




Durante las seis primeras semanas de vida de Aleli, desarrollamos hábitos que, después, nos resultó imposible cambiar. Algunos incluso los conservaríamos durante toda la vida.
Mi madre se recuperó con lentitud, tanto espiritual como físicamente. El nacimiento del bebé la había agotado de una forma que yo no podía comprender. Ella todavía reía y sonreía, todavía me abrazaba y me preguntaba cómo me había ido el día en el colegio. Su peso disminuyó hasta que casi tuvo la misma figura que tenía antes. Sin embargo, algo no iba bien. Y yo no lograba averiguar de qué se trataba. Se trataba de la desaparición sutil de algo que antes estaba allí.
Tina me explicó que mi madre, simplemente, estaba cansada. Cuando estabas embarazada, tu cuerpo experimentaba cambios durante nueve meses y se necesitaba, al menos, el mismo periodo de tiempo para volver a la normalidad.
Lo más importante, declaró Tina, era que mi madre recibiera mucha ayuda y comprensión.
Yo quería ayudar, no sólo por ella, sino porque quería a Aleli de una forma apasionada. Todo en ella me encantaba: su piel sedosa de bebé, sus rizos plateados, la forma en que chapoteaba en la bañera, como si fuera una sirenita... Sus ojos habían adquirido el mismo tono azul verdoso de la pasta de dientes Aquafresh. Su mirada me seguía a todas partes mientras su mente estaba llena de pensamientos que todavía no podía expresar.
Mis amigas y mi vida social no me interesaban tanto como mi hermana. Yo sacaba a Aleli de paseo en su carrito, la alimentaba, jugaba con ella y le cambiaba los pañales. Esto no siempre me resultaba fácil, pues Aleli era bastante inquieta y le faltaba muy poco para padecer de cólico del lactante.
El pediatra nos explicó que, para realizar un diagnóstico oficial de cólico del lactante, el bebé tenía que llorar tres horas al día. Aleli lloraba unas dos horas cincuenta y cinco minutos y el resto del día estaba muy nerviosa. El farmacéutico nos preparó una mezcla de algo que él llamaba «agua de retorti», que consistía en un líquido de aspecto lechoso que olía a regaliz. Administramos a Aleli unas gotas de aquel líquido antes y después del biberón y pareció ayudar un poco.
Como su cuna estaba en mi dormitorio, en general, yo era la primera en oírla durante la noche y era yo quien la consolaba. Aleli se despertaba tres o cuatro veces durante la noche y pronto aprendí que lo mejor era preparar todos sus biberones nocturnos y guardarlos en el refrigerador antes de acostarme. También aprendí a dormir de una forma superficial, con una oreja pegada a la almohada y la otra esperando cualquier señal de Aleli. En cuanto la oía resoplar o gimotear, saltaba de la cama, corría a calentar uno de los biberones en el microondas y se lo daba. Era mejor cogerla nada más empezar, pues cuando lloraba a pleno pulmón, costaba un poco tranquilizarla.

Yo me sentaba en la mecedora e inclinaba el biberón para que Aleli no tragara aire mientras sus deditos tamborileaban sobre los míos. Por la noche, me sentía tan cansada que casi desvariaba, y Aleli también, de modo que ambas deseábamos introducir la mezcla del biberón en su estómago lo antes posible para volver a dormir. Cuando había bebido unos ciento veinte gramos, yo la incorporaba en mi regazo y la apoyaba en mi mano, y su cuerpo se amoldaba a ésta como un muñeco relleno de bolitas de polietileno. En cuanto eructaba, yo volvía a acostarla en la cuna y me arrastraba hasta mi cama como un animal herido. Nunca sospeché que podría alcanzar un grado de agotamiento que, materialmente, me produjera dolor o que dormir se convirtiera en algo tan preciado que habría vendido mi alma a cambio de otra hora de sueño.

Como es lógico, cuando las clases volvieron a empezar, mis notas no fueron ninguna maravilla. No lo hice mal en las materias que siempre me habían resultado fáciles, como el inglés, la historia y las ciencias sociales, pero en matemáticas era un autentico desastre. Cada día retrocedía un poco más y cada laguna en mis conocimientos provocaba que las siguientes lecciones me resultaran mucho más difíciles, hasta que, al final, asistía a las clases de matemáticas con náuseas y el pulso de un chihuahua. A mitad de semestre nos sometían a un examen de aptitud. Estaba segura de que lo suspendería, con lo cual tampoco podría aprobar el segundo semestre.

El día antes del examen, yo estaba destrozada. Mi ansiedad contagió a Aleli, quien lloraba cada vez que la cogía en brazos y berreaba cuando la dejaba en la cuna. Aquel día, las compañeras de trabajo de mi madre la habían invitado a cenar fuera, lo cual significaba que no regresaría hasta las ocho o las nueve. Aunque yo había planeado pedirle a Tina que cuidara de Aleli un par de horas más, cuando regresé del colegio ella me recibió en la puerta de su casa con una bolsa de hielo en la cabeza. Según me contó, tenía una migraña terrible y, en cuanto yo me llevara a mi hermana, se tomaría un medicamento y se metería en la cama.
No tenía salvación. Claro que, aunque hubiera tenido tiempo de estudiar, tampoco habría resuelto nada. Desesperada y hundida en una sensación de frustración insoportable, sostuve a Aleli contra mi pecho mientras ella berreaba junto a mi oreja. Yo quería que se callara y estuve tentada de taparle la boca con la mano. Habría hecho cualquier cosa para que dejara de llorar.

— ¡Cállate! — Exclamé furiosa con los ojos ardientes y llenos de lágrimas—. ¡Cállate ahora mismo!

La rabia de mi voz hizo que Aleli berreara todavía más, hasta que se atragantó. Yo estaba convencida de que nuestros gritos se oían desde el exterior y que cualquiera que pasara por allí pensaría que la estaba matando.

Alguien llamó a la puerta. Yo me acerqué a trompicones mientras rezaba para que se tratara de mi madre, para que la cena se hubiera cancelado y ella hubiera regresado antes de lo previsto. Abrí la puerta con mi hermana retorciéndose en mis brazos y, a través de las lágrimas que empañaban mis ojos, vi la alta figura de Gaston Dalmau en el umbral. ¡Oh, Dios mío! No sabía si él era la persona que más quería ver en aquellos momentos o la última.

— Valeria... — Gaston entró y me miró con desconcierto—. ¿Qué ocurre? ¿Tu hermana está bien? ¿Os habéis hecho daño?


Yo negué con un movimiento de la cabeza e intenté hablar, pero, de repente, rompí a llorar con tanta intensidad como Aleli. Cuando Gaston la tomó de mis brazos, gimoteé aliviada. Él la apoyó en su hombro, y Aleli se tranquilizó enseguida.

— Decidí pasar por aquí para ver qué tal les iba — declaró él.
— ¡Oh, estamos muy bien! — afirmé yo mientras me secaba los ojos con el revés de la manga.

Gaston me abrazó con su brazo libre y me acercó a él.

— Cuéntamelo — murmuró junto a mi cabello—. Cuéntame qué te ocurre, guapa.

Entre respingos y con voz entrecortada, yo le conté lo de las matemáticas, lo del bebé y lo de la falta de sueño mientras Gaston me acariciaba la espalda con lentitud. No parecía en absoluto desconcertado por el hecho de tener a dos mujeres llorosas en sus brazos, sólo nos sostuvo hasta que la casa quedó en silencio.

— Tengo un pañuelo en el bolsillo trasero — declaró Gaston mientras deslizaba los labios por mi mejilla húmeda.

Yo lo busqué y me sonrojé cuando mi mano rozó la superficie firme de su espalda. Me soné de una forma ruidosa y, a continuación, Aleli soltó un eructo sonoro. Yo sacudí la cabeza con impotencia y demasiado cansada para avergonzarme por el hecho de que mi hermana y yo fuéramos desagradables, molestas y estuviéramos por completo fuera de control.

Gaston rió entre dientes, levantó mi barbilla y contempló mis ojos enrojecidos.

— Tienes un aspecto horrible — declaró con franqueza—. ¿Estás enferma o sólo cansada?
— Cansada — contesté con voz ronca.

Él me acarició el cabello.

— Ve a dormir un rato.

Su propuesta sonaba tan bien, y tan imposible, que tuve que contener otra oleada de sollozos.

— No puedo..., el bebé..., el examen de matemáticas...
— Ve a dormir — repitió él con dulzura—. Te despertaré dentro de una hora.
— Pero...
— No discutas. — Gaston me empujó en dirección al dormitorio—. Vamos.

La sensación que me produjo delegar la responsabilidad en otra persona, permitir que Gaston asumiera el control, constituyó para mí un alivio que no podría definir con palabras. Yo me dirigí con esfuerzo al dormitorio, como si avanzara entre arenas movedizas, y me dejé caer en la cama. Mi agotada mente insistía en que no debía traspasar mi carga a Gaston. Como mínimo, debería haberle explicado cómo preparar los biberones y dónde estaban los pañales y las toallitas. Sin embargo, tan pronto como mi cabeza descansó en la almohada, caí dormida.


Continuara...
 *Mafe*

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