Capitulo 20
Durante las seis primeras semanas de vida de Aleli,
desarrollamos hábitos que, después, nos resultó imposible cambiar. Algunos
incluso los conservaríamos durante toda la vida.
Mi madre se recuperó con lentitud, tanto espiritual
como físicamente. El nacimiento del bebé la había agotado de una forma que yo
no podía comprender. Ella todavía reía y sonreía, todavía me abrazaba y me
preguntaba cómo me había ido el día en el colegio. Su peso disminuyó hasta que
casi tuvo la misma figura que tenía antes. Sin embargo, algo no iba bien. Y yo
no lograba averiguar de qué se trataba. Se trataba de la desaparición sutil de algo
que antes estaba allí.
Tina me explicó que mi madre, simplemente, estaba
cansada. Cuando estabas embarazada, tu cuerpo experimentaba cambios durante
nueve meses y se necesitaba, al menos, el mismo periodo de tiempo para volver a
la normalidad.
Lo más importante, declaró Tina, era que mi madre
recibiera mucha ayuda y comprensión.
Yo quería ayudar, no sólo por ella, sino porque
quería a Aleli de una forma apasionada. Todo en ella me encantaba: su piel
sedosa de bebé, sus rizos plateados, la forma en que chapoteaba en la bañera,
como si fuera una sirenita... Sus ojos habían adquirido el mismo tono azul verdoso de la pasta de dientes
Aquafresh. Su mirada me seguía a todas partes mientras su mente estaba llena de
pensamientos que todavía no podía expresar.
Mis amigas y mi vida social no me interesaban tanto
como mi hermana. Yo sacaba a Aleli de paseo en su carrito, la alimentaba,
jugaba con ella y le cambiaba los pañales. Esto no siempre me resultaba fácil,
pues Aleli era bastante inquieta y le faltaba muy poco para padecer de cólico
del lactante.
El pediatra nos explicó que, para realizar un
diagnóstico oficial de cólico del lactante, el bebé tenía que llorar tres horas
al día. Aleli lloraba unas dos horas cincuenta y cinco minutos y el resto del
día estaba muy nerviosa. El farmacéutico nos preparó una mezcla de algo que él
llamaba «agua de retorti», que consistía en un líquido de aspecto lechoso que
olía a regaliz. Administramos a Aleli unas gotas de aquel líquido antes y
después del biberón y pareció ayudar un poco.
Como su cuna estaba en mi dormitorio, en general,
yo era la primera en oírla durante la noche y era yo quien la consolaba. Aleli
se despertaba tres o cuatro veces durante la noche y pronto aprendí que lo
mejor era preparar todos sus biberones nocturnos y guardarlos en el
refrigerador antes de acostarme. También aprendí a dormir de una forma
superficial, con una oreja pegada a la almohada y la otra esperando cualquier
señal de Aleli. En cuanto la oía resoplar o gimotear, saltaba de la cama,
corría a calentar uno de los biberones en el microondas y se lo daba. Era mejor
cogerla nada más empezar, pues cuando lloraba a pleno pulmón, costaba un poco
tranquilizarla.
Yo me sentaba en la mecedora e inclinaba el biberón
para que Aleli no tragara aire mientras sus deditos tamborileaban sobre los
míos. Por la noche, me sentía tan cansada que casi desvariaba, y Aleli también,
de modo que ambas deseábamos introducir la mezcla del biberón en su estómago lo
antes posible para volver a dormir. Cuando había bebido unos ciento veinte
gramos, yo la incorporaba en mi regazo y la apoyaba en mi mano, y su cuerpo se
amoldaba a ésta como un muñeco relleno de bolitas de polietileno. En cuanto
eructaba, yo volvía a acostarla en la cuna y me arrastraba hasta mi cama como
un animal herido. Nunca sospeché que podría alcanzar un grado de agotamiento
que, materialmente, me produjera dolor o que dormir se convirtiera en algo tan
preciado que habría vendido mi alma a cambio de otra hora de sueño.
Como es lógico, cuando las clases volvieron a
empezar, mis notas no fueron ninguna maravilla. No lo hice mal en las materias
que siempre me habían resultado fáciles, como el inglés, la historia y las
ciencias sociales, pero en matemáticas era un autentico desastre. Cada día
retrocedía un poco más y cada laguna en mis conocimientos provocaba que las
siguientes lecciones me resultaran mucho más difíciles, hasta que, al final,
asistía a las clases de matemáticas con náuseas y el pulso de un chihuahua. A
mitad de semestre nos sometían a un examen de aptitud. Estaba segura de que lo
suspendería, con lo cual tampoco podría aprobar el segundo semestre.
El día antes del examen, yo estaba destrozada. Mi
ansiedad contagió a Aleli, quien lloraba cada vez que la cogía en brazos y
berreaba cuando la dejaba en la cuna. Aquel día, las compañeras de trabajo de
mi madre la habían invitado a cenar fuera, lo cual significaba que no
regresaría hasta las ocho o las nueve. Aunque yo había planeado pedirle a Tina
que cuidara de Aleli un par de horas más, cuando regresé del colegio ella me
recibió en la puerta de su casa con una bolsa de hielo en la cabeza. Según me
contó, tenía una migraña terrible y, en cuanto yo me llevara a mi hermana, se
tomaría un medicamento y se metería en la cama.
No tenía salvación. Claro que, aunque hubiera
tenido tiempo de estudiar, tampoco habría resuelto nada. Desesperada y hundida
en una sensación de frustración insoportable, sostuve a Aleli contra mi pecho
mientras ella berreaba junto a mi oreja. Yo quería que se callara y estuve tentada
de taparle la boca con la mano. Habría hecho cualquier cosa para que dejara de
llorar.
— ¡Cállate! — Exclamé furiosa con los ojos
ardientes y llenos de lágrimas—. ¡Cállate ahora mismo!
La rabia de mi voz hizo que Aleli berreara todavía
más, hasta que se atragantó. Yo estaba convencida de que nuestros gritos se
oían desde el exterior y que cualquiera que pasara por allí pensaría que la
estaba matando.
Alguien llamó a la puerta. Yo me acerqué a
trompicones mientras rezaba para que se tratara de mi madre, para que la cena
se hubiera cancelado y ella hubiera regresado antes de lo previsto. Abrí la
puerta con mi hermana retorciéndose en mis brazos y, a través de las lágrimas
que empañaban mis ojos, vi la alta figura de Gaston Dalmau en el umbral. ¡Oh,
Dios mío! No sabía si él era la persona que
más quería ver en aquellos momentos o la última.
— Valeria... — Gaston entró y me miró con desconcierto—. ¿Qué ocurre? ¿Tu hermana está bien? ¿Os habéis hecho daño?
— Valeria... — Gaston entró y me miró con desconcierto—. ¿Qué ocurre? ¿Tu hermana está bien? ¿Os habéis hecho daño?
Yo negué con un movimiento de la cabeza e intenté hablar,
pero, de repente, rompí a llorar con tanta intensidad como Aleli. Cuando Gaston
la tomó de mis brazos, gimoteé aliviada. Él la apoyó en su hombro, y Aleli se
tranquilizó enseguida.
— Decidí pasar por aquí para ver qué tal les iba — declaró
él.
— ¡Oh, estamos muy bien! — afirmé yo mientras me
secaba los ojos con el revés de la manga.
Gaston me abrazó con su brazo libre y me acercó a
él.
— Cuéntamelo — murmuró junto a mi cabello—.
Cuéntame qué te ocurre, guapa.
Entre respingos y con voz entrecortada, yo le conté
lo de las matemáticas, lo del bebé y lo de la falta de sueño mientras Gaston me
acariciaba la espalda con lentitud. No parecía en absoluto desconcertado por el
hecho de tener a dos mujeres llorosas en sus brazos, sólo nos sostuvo hasta que
la casa quedó en silencio.
— Tengo un pañuelo en el bolsillo trasero — declaró
Gaston mientras deslizaba los labios por mi mejilla húmeda.
Yo lo busqué y me sonrojé cuando mi mano rozó la
superficie firme de su espalda. Me soné de una forma ruidosa y, a continuación,
Aleli soltó un eructo sonoro. Yo sacudí la cabeza con impotencia y demasiado
cansada para avergonzarme por el hecho de que mi hermana y yo fuéramos
desagradables, molestas y estuviéramos por completo fuera de control.
Gaston rió entre dientes, levantó mi barbilla y
contempló mis ojos enrojecidos.
— Tienes un aspecto horrible — declaró con
franqueza—. ¿Estás enferma o sólo cansada?
— Cansada — contesté con voz ronca.
Él me acarició el cabello.
— Ve a dormir un rato.
Su propuesta sonaba tan bien, y tan imposible, que
tuve que contener otra oleada de sollozos.
— No puedo..., el bebé..., el examen de
matemáticas...
— Ve a dormir — repitió él con dulzura—. Te
despertaré dentro de una hora.
— Pero...
— No discutas. — Gaston me
empujó en dirección al dormitorio—. Vamos.
La sensación que me produjo delegar la
responsabilidad en otra persona, permitir que Gaston asumiera el control,
constituyó para mí un alivio que no podría definir con palabras. Yo me dirigí
con esfuerzo al dormitorio, como si avanzara entre arenas movedizas, y me dejé
caer en la cama. Mi agotada mente insistía en que no debía traspasar mi carga a
Gaston. Como mínimo, debería haberle explicado cómo preparar los biberones y
dónde estaban los pañales y las toallitas. Sin embargo, tan pronto como mi
cabeza descansó en la almohada, caí dormida.
Continuara...
*Mafe*

me gusto =D
ResponderEliminar