CAPÍTULO
38
A cualquier precio
Un rojo y frío amanecer lo
recibió al descender del avión en el aeropuerto internacional. Impaciente, se
abrió paso entre los pasajeros más adormilados para encontrar la consigna y
dejar allí su equipaje de mano. Después, entró en uno de los servicios de
caballeros.
La tarde del día anterior,
desesperado y sin tener esa vez contra quien volcar su dolor, había llamado a
la compañía aérea para conseguir un pasaje en el primer . Después, mientras
sacaba de los cajones lo más básico que se llevaría a ese repentino viaje,
había llamado a Vicco para que le diera los datos precisos que necesitaba para
encontrarla.
No había dormido. Y ahora se
sentía un despojo.
Se acercó al lavabo, abrió el
grifo y se inclinó para empaparse la cara con las manos llenas hasta que el
frío terminó de despejarlo, aunque no era el sueño ni el cansancio lo que lo
hundía, sino la angustia que lo encogía por dentro.
Arrancó una áspera toallita de
papel del expendedor y se secó, mirándose al espejo. Estaba horrible, con unas
profundas y sombrías ojeras y barba de no sabía cuántos días, pues hacía mucho
que había dejado de preocuparle su aspecto.
El recinto médico del hospital
Hopkins constaba de un conjunto de edificios construidos sobre más de
diecisiete hectáreas de tierra del centro de Baltimore. Perfilada en la silueta
de la ciudad, contra el horizonte, se podía apreciar una de sus marcas
inconfundibles: la hermosa cúpula victoriana del edificio original del
hospital. Gaston la había admirado como la fascinante obra arquitectónica que
era, mientras recorría la ciudad al lado de Rocio. Sin embargo, esta vez,
contemplarla desde el taxi que lo acercó al hospital le había llenado los ojos
de lágrimas.
No trató de verla. Sabía que el
personal del hospital no le daría información, menos aún la planta y el número
de habitación en que se encontraba. Le pareció más prudente no llamar la
atención. Ocupar un discreto asiento desde el que pudiera controlar la entrada
al edificio y el ir y venir de la gente en los ascensores, mientras rezaba para
que la suerte estuviera esa vez de su parte.
Habían
transcurrido tres horas de impaciente espera cuando algo cambió. Las puertas de
uno de los ascensores se abrieron y dos hombres con aspecto de gánster o de
guardaespaldas salieron y flanquearon los costados. Gaston aguzó la mirada y
contuvo el aliento hasta que vio salir a otro tipo al que conocía bien, porque
había probado la cruda dureza de sus puños, y, tras él, la figura impecable y
distinguida del senador, con gesto cansado tras haber acompañado durante toda
la noche a su esposa.
Se quedó quieto, comprobando si
Vicco tenía razón y el senador tardaba en regresar sólo el tiempo que le
llevara tomarse un café, pero dispuesto a aguardar el día entero si fuera
necesario.
Una hora después, lo vio entrar
de nuevo en el recinto, vestido con ropa diferente y con aspecto de recién
afeitado. Tragó saliva sin moverse y siguió con la mirada sus pasos hasta que
desapareció, junto con sus escoltas, en uno de los ascensores.
Entonces se acercó, despacio y
procurando no destacar, con los ojos clavados en los números luminosos que
indicaban el piso por el que el elevador iba ascendiendo. Soltó todo el aire de
golpe cuando vio que se detenía en el número cuatro.
Entró en otro ascensor. Los dedos
le temblaban cuando pulsó el botón de la cuarta planta y aún no había
conseguido controlarlos cuando salió y se encontró con la frustración de verse
ante dos pasillos, ante dos direcciones. Se internó en el primero y maldijo al
avistar a un par de sanitarias empujando un carro de limpieza. Tuvo que
contenerse y no correr hacia el segundo pasillo, consciente de que sólo tendría
una oportunidad y de que no podía malgastarla con su impaciencia.
Una mezcla de alivio y de temor
lo invadió al ver, casi al fondo, a los escoltas conversando frente a la puerta
de una de las habitaciones. Y sin detenerse a pensar en lo que haría al
tenerlos delante, avanzó con paso rápido y seguro. Los tres hombres se
volvieron a un tiempo, pero fue tropezarse con la mirada de quien lo molió a
golpes lo que hizo que una corriente gélida le recorriera la columna vertebral.
Siguió andando, hasta que los tres agentes le cerraron el paso y la mano
abierta de Adam le impactó en el pecho, deteniéndolo en seco.
—¿Adónde crees que vas? —preguntó,
con ruda prepotencia.
—Voy a entrar ahí —le respondió
desafiante—. Así que hazte a un lado.
El escolta lo empujó con
violencia. A punto de perder el equilibrio, Gaston tropezó con las dos sillas
que había junto a la pared y éstas se desplazaron, chirriando
escandalosamente
al arrastrarse sus patas metálicas contra el suelo.
—¡Lárgate! —le advirtió Adam—.
Lárgate ahora, a no ser que prefieras que yo mismo te eche.
Iba a responderle cuando la
puerta se abrió y salió el senador, cerrando con cuidado tras él.
—¿Qué es lo que pa…? —La
pregunta quedó suspendida en el aire, repentinamente espeso e irrespirable. En
el instante en que vio a Gaston, se lanzó hacia él, furioso, tratando de
empujarlo lejos de la habitación en la que descansaba su esposa.
Adam lo ayudó. Cruzó con
habilitad el pie tras él y se valió de su inestabilidad para arrastrarlo unos
metros y lanzarlo contra la pared, facilitando que su jefe le colocara el brazo
en el cuello y le apretara la tráquea.
—No sé aún cómo definirte —dijo
Pablo entre dientes—. Si como a un loco inconsciente, un prepotente necio o
directamente un hijo de puta que se ha propuesto joderme. Pero seas lo que
seas, te aseguro que te has metido con el hombre equivocado.
—Sólo quiero verla —dijo con
voz ahogada—. Y ya no volveré a molestarla.
—Quieres verla —repitió con
calma el senador—. A mi mujer. Quieres que yo te permita ver a mi mujer y me
prometes que después la dejarás tranquila. Es eso, ¿no? —Gaston asintió con un
gesto y Pablo estalló, oprimiéndole con más saña el cuello—. ¡Maldito cabrón
desgraciado! Te quiero lejos de mi esposa y, si no eres capaz de cumplir eso,
me obligarás a hacer algo más drástico que darte un simple aviso.
—Juro que desapareceré después
de verla.
—¡Claro que desaparecerás! De
un modo u otro, desaparecerás de su vida para siempre. Y, por deferencia a
nuestros breves pero buenos tiempos, te voy a dar una última oportunidad de
elegir cómo quieres hacerlo. El rancho de Laredo es una buena opción, siempre y
cuando te quedes allí y no te muevas ni hagas ruido. Te aseguro que cualquiera
de las otras alternativas en las que estoy pensando te gustará infinitamente
menos que ésa.
—Antes quiero verla —insistió
con terquedad.
Pablo le encajó un golpe secó
en la boca del estómago y apretó con fuerza contra la tráquea cuando trató de
doblarse de dolor.
—No has entendido nada,
¿verdad? —bramó, pegado a su rostro—. No te he
dado
la opción de verla, sino la oportunidad de que desaparezcas del modo menos
doloroso para ti.
—Lo haré. Doy mi palabra de que
me iré, pero sólo después de que le haya dicho que estoy aquí y que quiero
verla.
—A ver si lo he entendido —dijo
con mofa—. ¿Yo le digo a mi esposa que estás aquí y tú recoges tus cosas y
corres a esconderte al otro extremo del país sin haberla visto?
—Sí, si ella se niega a
recibirme.
—Como esto parece una puta
negociación, yo también voy a ampliar mis exigencias —dijo Pablo—. Te vas, pero
además dejas de escribir. Ni novelas ni periodismo ni artículos… Nada. Nada que
ella pueda ver y que le recuerde al maldito hijo de puta que eres.
—De acuerdo —respondió sin
dudarlo.
—¡¿Y ya está?! —preguntó
sarcástico—. ¿Esto es todo lo que piensas pelear? No entiendo qué le pudo
deslumbrar a mi pequeña de un cobarde como tú —dijo con desprecio.
El desconcierto paralizó a Gaston
durante un instante. De haber estado en otra situación, en unas circunstancias
diferentes a aquella que le encogía el alma de miedo, y de no haber creído que
para ella no era nadie, las palabras del senador, que oía sin escuchar, le
hubieran creado la ilusión de que, al menos, no todo lo que pasó entre ellos
fue mentira.
—He aceptado lo que me ha
pedido, senador. Cumpla ahora con su parte.
—Preocúpate tú de cumplir con
la tuya, porque te juro que a partir de hoy se acabaron los avisos. O
desapareces tú o te hago desaparecer yo mismo.
Después se dirigió hacia el
cuarto de Rocio, preguntándose qué clase de demente era aquel hombre que le
había traicionado. Se había dejado humillar y había aceptado todas las
condiciones que le había impuesto a cambio tan sólo de verla y, por más vueltas
que le daba, no entendía por qué.
—No ha sido nada, pequeña —dijo
para tranquilizarla, cuando entró en la habitación—. Una falsa alarma. Ya
conoces a Adam. Se pone nervioso en cuanto
cree
ver a un periodista.
—Sé que está ahí —dijo ella,
reviviendo la angustia que sintió la mañana en que él le reprochó bajo la
lluvia—. Lo he oído.
Además de un extraño
desasosiego en su voz, Pablo creyó apreciar alivio en sus ojos porque el
escritor hubiera ido a verla y esa inexplicable mezcla de sentimientos lo
confundió.
—Cariño… —dijo en tono de
disculpa, comenzando a explicarle por qué había tratado de engañarla.
—Quiero verlo —le interrumpió
ella, impaciente.
Pablo resopló, superado por una
situación que no había sabido controlar.
—No lo entiendo, pequeña.
—Ayúdame a mejorar un poquito
mi aspecto —dijo nerviosa, sin reparar siquiera en su protesta—. También a
recoger estas revistas. —Comenzó a amontonar las que tenía al lado, sobre la
cama—. Quiero tener buena apariencia cuando me vea.
El senador guardó silencio aun
cuando su corazón se retorcía de dolor y de preocupación.
Recogió pensativo las revistas,
colocándolas en la balda inferior de la mesilla. Todo lo demás estaba en orden.
Le enfermaba la decisión de su esposa de recibir a aquel tipo, pero prefirió no
opinar en ese momento. Sacó del cuarto de baño un paquete de kleenex y un
cepillo para el cabello y se los entregó, también en silencio. Quieto frente a
la cama, observó cómo el cansancio de sus ojos se había transformado en un
brillo ilusionado, mientras a él la preocupación le roía por dentro.
Tras cepillarse el pelo, Rocio
volvió a recogérselo con una estrecha cinta blanca; la misma con que lo llevaba
atado desde que ingresó en el hospital. Pablo le sonrió con cariño mientras
tiraba de un extremo para deshacerle la lazada.
—Déjatelo suelto. —Ella le
sonrió. Él se enrolló la cinta en los dedos y se la guardó en el bolsillo de la
chaqueta—. Estás mucho más bonita.

haayy dios!!.. no puedo creer que rochi este ahi postrada en un hospital con cancer... dios quiera que ocurra un milagro y la salve.. y que al verlo a gas mejore algo.
ResponderEliminarNo puedo esperar para leer el proximo ogbjibhigj muero ♥
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