miércoles, 29 de mayo de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo 38


CAPÍTULO 38
A cualquier precio
Un rojo y frío amanecer lo recibió al descender del avión en el aeropuerto internacional. Impaciente, se abrió paso entre los pasajeros más adormilados para encontrar la consigna y dejar allí su equipaje de mano. Después, entró en uno de los servicios de caballeros.
La tarde del día anterior, desesperado y sin tener esa vez contra quien volcar su dolor, había llamado a la compañía aérea para conseguir un pasaje en el primer . Después, mientras sacaba de los cajones lo más básico que se llevaría a ese repentino viaje, había llamado a Vicco para que le diera los datos precisos que necesitaba para encontrarla.
No había dormido. Y ahora se sentía un despojo.
Se acercó al lavabo, abrió el grifo y se inclinó para empaparse la cara con las manos llenas hasta que el frío terminó de despejarlo, aunque no era el sueño ni el cansancio lo que lo hundía, sino la angustia que lo encogía por dentro.
Arrancó una áspera toallita de papel del expendedor y se secó, mirándose al espejo. Estaba horrible, con unas profundas y sombrías ojeras y barba de no sabía cuántos días, pues hacía mucho que había dejado de preocuparle su aspecto.
El recinto médico del hospital Hopkins constaba de un conjunto de edificios construidos sobre más de diecisiete hectáreas de tierra del centro de Baltimore. Perfilada en la silueta de la ciudad, contra el horizonte, se podía apreciar una de sus marcas inconfundibles: la hermosa cúpula victoriana del edificio original del hospital. Gaston la había admirado como la fascinante obra arquitectónica que era, mientras recorría la ciudad al lado de Rocio. Sin embargo, esta vez, contemplarla desde el taxi que lo acercó al hospital le había llenado los ojos de lágrimas.
No trató de verla. Sabía que el personal del hospital no le daría información, menos aún la planta y el número de habitación en que se encontraba. Le pareció más prudente no llamar la atención. Ocupar un discreto asiento desde el que pudiera controlar la entrada al edificio y el ir y venir de la gente en los ascensores, mientras rezaba para que la suerte estuviera esa vez de su parte.
Habían transcurrido tres horas de impaciente espera cuando algo cambió. Las puertas de uno de los ascensores se abrieron y dos hombres con aspecto de gánster o de guardaespaldas salieron y flanquearon los costados. Gaston aguzó la mirada y contuvo el aliento hasta que vio salir a otro tipo al que conocía bien, porque había probado la cruda dureza de sus puños, y, tras él, la figura impecable y distinguida del senador, con gesto cansado tras haber acompañado durante toda la noche a su esposa.
Se quedó quieto, comprobando si Vicco tenía razón y el senador tardaba en regresar sólo el tiempo que le llevara tomarse un café, pero dispuesto a aguardar el día entero si fuera necesario.
Una hora después, lo vio entrar de nuevo en el recinto, vestido con ropa diferente y con aspecto de recién afeitado. Tragó saliva sin moverse y siguió con la mirada sus pasos hasta que desapareció, junto con sus escoltas, en uno de los ascensores.
Entonces se acercó, despacio y procurando no destacar, con los ojos clavados en los números luminosos que indicaban el piso por el que el elevador iba ascendiendo. Soltó todo el aire de golpe cuando vio que se detenía en el número cuatro.
Entró en otro ascensor. Los dedos le temblaban cuando pulsó el botón de la cuarta planta y aún no había conseguido controlarlos cuando salió y se encontró con la frustración de verse ante dos pasillos, ante dos direcciones. Se internó en el primero y maldijo al avistar a un par de sanitarias empujando un carro de limpieza. Tuvo que contenerse y no correr hacia el segundo pasillo, consciente de que sólo tendría una oportunidad y de que no podía malgastarla con su impaciencia.
Una mezcla de alivio y de temor lo invadió al ver, casi al fondo, a los escoltas conversando frente a la puerta de una de las habitaciones. Y sin detenerse a pensar en lo que haría al tenerlos delante, avanzó con paso rápido y seguro. Los tres hombres se volvieron a un tiempo, pero fue tropezarse con la mirada de quien lo molió a golpes lo que hizo que una corriente gélida le recorriera la columna vertebral. Siguió andando, hasta que los tres agentes le cerraron el paso y la mano abierta de Adam le impactó en el pecho, deteniéndolo en seco.
—¿Adónde crees que vas? —preguntó, con ruda prepotencia.
—Voy a entrar ahí —le respondió desafiante—. Así que hazte a un lado.
El escolta lo empujó con violencia. A punto de perder el equilibrio, Gaston tropezó con las dos sillas que había junto a la pared y éstas se desplazaron, chirriando
escandalosamente al arrastrarse sus patas metálicas contra el suelo.
—¡Lárgate! —le advirtió Adam—. Lárgate ahora, a no ser que prefieras que yo mismo te eche.
Iba a responderle cuando la puerta se abrió y salió el senador, cerrando con cuidado tras él.
—¿Qué es lo que pa…? —La pregunta quedó suspendida en el aire, repentinamente espeso e irrespirable. En el instante en que vio a Gaston, se lanzó hacia él, furioso, tratando de empujarlo lejos de la habitación en la que descansaba su esposa.
Adam lo ayudó. Cruzó con habilitad el pie tras él y se valió de su inestabilidad para arrastrarlo unos metros y lanzarlo contra la pared, facilitando que su jefe le colocara el brazo en el cuello y le apretara la tráquea.
—No sé aún cómo definirte —dijo Pablo entre dientes—. Si como a un loco inconsciente, un prepotente necio o directamente un hijo de puta que se ha propuesto joderme. Pero seas lo que seas, te aseguro que te has metido con el hombre equivocado.
—Sólo quiero verla —dijo con voz ahogada—. Y ya no volveré a molestarla.
—Quieres verla —repitió con calma el senador—. A mi mujer. Quieres que yo te permita ver a mi mujer y me prometes que después la dejarás tranquila. Es eso, ¿no? —Gaston asintió con un gesto y Pablo estalló, oprimiéndole con más saña el cuello—. ¡Maldito cabrón desgraciado! Te quiero lejos de mi esposa y, si no eres capaz de cumplir eso, me obligarás a hacer algo más drástico que darte un simple aviso.
—Juro que desapareceré después de verla.
—¡Claro que desaparecerás! De un modo u otro, desaparecerás de su vida para siempre. Y, por deferencia a nuestros breves pero buenos tiempos, te voy a dar una última oportunidad de elegir cómo quieres hacerlo. El rancho de Laredo es una buena opción, siempre y cuando te quedes allí y no te muevas ni hagas ruido. Te aseguro que cualquiera de las otras alternativas en las que estoy pensando te gustará infinitamente menos que ésa.
—Antes quiero verla —insistió con terquedad.
Pablo le encajó un golpe secó en la boca del estómago y apretó con fuerza contra la tráquea cuando trató de doblarse de dolor.
—No has entendido nada, ¿verdad? —bramó, pegado a su rostro—. No te he
dado la opción de verla, sino la oportunidad de que desaparezcas del modo menos doloroso para ti.
—Lo haré. Doy mi palabra de que me iré, pero sólo después de que le haya dicho que estoy aquí y que quiero verla.
—A ver si lo he entendido —dijo con mofa—. ¿Yo le digo a mi esposa que estás aquí y tú recoges tus cosas y corres a esconderte al otro extremo del país sin haberla visto?
—Sí, si ella se niega a recibirme.
—Como esto parece una puta negociación, yo también voy a ampliar mis exigencias —dijo Pablo—. Te vas, pero además dejas de escribir. Ni novelas ni periodismo ni artículos… Nada. Nada que ella pueda ver y que le recuerde al maldito hijo de puta que eres.
—De acuerdo —respondió sin dudarlo.
—¡¿Y ya está?! —preguntó sarcástico—. ¿Esto es todo lo que piensas pelear? No entiendo qué le pudo deslumbrar a mi pequeña de un cobarde como tú —dijo con desprecio.
El desconcierto paralizó a Gaston durante un instante. De haber estado en otra situación, en unas circunstancias diferentes a aquella que le encogía el alma de miedo, y de no haber creído que para ella no era nadie, las palabras del senador, que oía sin escuchar, le hubieran creado la ilusión de que, al menos, no todo lo que pasó entre ellos fue mentira.
—He aceptado lo que me ha pedido, senador. Cumpla ahora con su parte.
—Preocúpate tú de cumplir con la tuya, porque te juro que a partir de hoy se acabaron los avisos. O desapareces tú o te hago desaparecer yo mismo.
Después se dirigió hacia el cuarto de Rocio, preguntándose qué clase de demente era aquel hombre que le había traicionado. Se había dejado humillar y había aceptado todas las condiciones que le había impuesto a cambio tan sólo de verla y, por más vueltas que le daba, no entendía por qué.
—No ha sido nada, pequeña —dijo para tranquilizarla, cuando entró en la habitación—. Una falsa alarma. Ya conoces a Adam. Se pone nervioso en cuanto
cree ver a un periodista.
—Sé que está ahí —dijo ella, reviviendo la angustia que sintió la mañana en que él le reprochó bajo la lluvia—. Lo he oído.
Además de un extraño desasosiego en su voz, Pablo creyó apreciar alivio en sus ojos porque el escritor hubiera ido a verla y esa inexplicable mezcla de sentimientos lo confundió.
—Cariño… —dijo en tono de disculpa, comenzando a explicarle por qué había tratado de engañarla.
—Quiero verlo —le interrumpió ella, impaciente.
Pablo resopló, superado por una situación que no había sabido controlar.
—No lo entiendo, pequeña.
—Ayúdame a mejorar un poquito mi aspecto —dijo nerviosa, sin reparar siquiera en su protesta—. También a recoger estas revistas. —Comenzó a amontonar las que tenía al lado, sobre la cama—. Quiero tener buena apariencia cuando me vea.
El senador guardó silencio aun cuando su corazón se retorcía de dolor y de preocupación.
Recogió pensativo las revistas, colocándolas en la balda inferior de la mesilla. Todo lo demás estaba en orden. Le enfermaba la decisión de su esposa de recibir a aquel tipo, pero prefirió no opinar en ese momento. Sacó del cuarto de baño un paquete de kleenex y un cepillo para el cabello y se los entregó, también en silencio. Quieto frente a la cama, observó cómo el cansancio de sus ojos se había transformado en un brillo ilusionado, mientras a él la preocupación le roía por dentro.
Tras cepillarse el pelo, Rocio volvió a recogérselo con una estrecha cinta blanca; la misma con que lo llevaba atado desde que ingresó en el hospital. Pablo le sonrió con cariño mientras tiraba de un extremo para deshacerle la lazada.
—Déjatelo suelto. —Ella le sonrió. Él se enrolló la cinta en los dedos y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta—. Estás mucho más bonita. 

2 comentarios:

  1. haayy dios!!.. no puedo creer que rochi este ahi postrada en un hospital con cancer... dios quiera que ocurra un milagro y la salve.. y que al verlo a gas mejore algo.

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  2. No puedo esperar para leer el proximo ogbjibhigj muero ♥

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