CAPÍTULO
35
Entre el deber y el amor
Cuando Vicco le contó que el
encuentro del político y el abogado se produciría en el exclusivo club
masculino La Unión, Gaston dedujo que almorzarían en uno de los comedores
privados de la segunda planta. Tendría que pedir que lo anunciaran y confiar en
que ellos le concedieran el permiso.
Y, aunque eso fue lo que
finalmente ocurrió, la entrada al comedor fue tensa, con las miradas de los dos
hombres queriendo partirlo en dos y enviar los pedazos al infierno.
—Os preguntaréis qué hago aquí.
—Colocó un abultado sobre beige en su lado de la mesa—. No podía desaprovechar
la ocasión de encontraros juntos. Lo que tengo que decir os afecta a ambos,
aunque de forma más directa al «candidato a la presidencia» —aclaró mordaz.
—¿Cómo te has atrevido a
presentarte ante mí? —preguntó Pablo—. ¿Acaso la paliza te supo a poco y vienes
a ganarte otra?
Lo animó advertir el gesto de
sorpresa de Howard, el modo en que frunció el ceño y miró al senador y a él,
tratando de entender.
—La paliza fue impecable
—ironizó—. Si no le molesta, senador, para no borrar el buen recuerdo, preferiría
no recibir otra. —Sonrió y miró a su suegro—. Disculpa nuestra falta de
consideración al hablar de cosas que desconoces, Howard. Como habrás deducido,
fueron los matones del senador quienes casi me matan a golpes. Puede que lo
mereciera.
—¡Lárgate si no quieres que
llame a seguridad! —ordenó su suegro—. Si te sacan de aquí a patadas, mañana
estarás en todos los medios.
—Es
muy probable que los que salgan en todos los medios sean otros, dada su
habilidad para desviar fondos. —La alarma se encendió en los ojos de los dos
hombres, que se miraron con fugacidad, provocándole otra sonrisa—. Si quiere,
puedo hablarle de Swaine, Wooken y Madisson Export. De los informes que «no
hacen» a importantes empresas de este país y de las cantidades astronómicas que
cobran por ello, o de que todos esos dólares, íntegros, los donan a su campaña,
senador.
—Eso es ridículo —respondió Pablo
a la defensiva—. ¿Por qué íbamos a hacer algo tan rocambolesco cuando esas
empresas podrían contribuir a nuestra causa legalmente y con el dinero que
quisieran?
—Porque entonces resultaría muy
evidente que las leyes que llegaran a promover usted y su gobierno si llegara a
alcanzar la pesidencia, y que los favorecieran, serían pagos políticos.
—Nunca podrás demostrar eso —lo
desafió su suegro.
—Siempre dijiste que debía
ejercer lo que tú denominabas mi verdadera profesión. Lo he hecho —dijo Gaston
satisfecho—. He investigado, Howard. Sé lo de las empresas fantasma y lo del
desvío de fondos.
—Soy un simple aspirante a
ocupar el cargo de presidente de esta nación. ¿Pretendes que se me juzgue por
algo que tú aseguras que haré si consigo ganar las elecciones?
—Tengo pruebas —contestó
tamborileando con los dedos el papel beige.
—Ni siquiera sabes de qué estás
hablando.
—¿De verdad lo piensa?
—preguntó con firmeza—. Las reuniones con esas empresas han existido y se ha
acordado en qué van a consistir los pagos. Ya que parece no recordarlo,
senador, ¿quiere que le refresque un poco la memoria?
Pablo bajó la cabeza, mostrando
claramente que no se sentía orgulloso de eso.
—No es necesario —dijo, con
apenas un hilo de voz y, tras unos segundos, volvió a mirarlo de frente—. ¿Qué
vas a hacer ahora?
—Nada —respondió con calma.
El senador frunció el ceño,
confundido.
—Entonces, ¿qué es lo que
quieres?
—Tú no puedes darme lo que yo
quiero —lo tuteó por primera vez. Y volvió a rozar el sobre con los dedos,
ahora como una caricia, mientras su mirada se
ensombrecía—.
Pero existen dos mujeres a las que nunca haría daño. Al menos, no
intencionadamente —aclaró, mirando a su suegro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
Howard, sin entender de qué hablaba.
—Sé que debería hacer público
todo esto. Sé que es mi obligación de periodista mostrar a los verdaderos
dueños de este país a quién van a entregar su confianza. Decirles que no
cumplirás muchas de las promesas que les estás haciendo, pues por encima de
ellos estarán siempre los acuerdos con esas compañías. Pero esas mujeres están
por encima de todo. También de mi dignidad —concluyó, empujando el sobre hasta
el centro de la mesa.
Pablo lo acercó hacia sí,
incrédulo aún de que todo fuera a terminar con esa facilidad.
—¿Cómo sé que no tienes
archivos de todo esto?
—Los tenía, pero los he
destruido hace unas horas.
El político siguió mirándolo
con recelo.
—¿Quién es tu fuente?
—Nunca lo sabrás por mí
—aseguró con calma.
—La historia ha demostrado que,
la mayor parte de las veces, las filtraciones vienen desde dentro. Tengo un
traidor en mis filas, ¿no es cierto? —Gaston chasqueó la lengua mostrando que
no le preocupaba—. Si no me dices quién es, no servirá de nada lo que me
entregues. Ese judas contactará con otro periodista, si no lo ha hecho ya, y
conseguirá que salga esta información.
—No deberías pedirme lo que
sabes que no podré darte. Ya he hecho mucho hablándote de esto, ofreciéndote la
oportunidad de que intentes arreglarlo de alguna forma. —Se puso en pie
despacio, mientras los dos hombres evitaban su mirada—. Quedan dos semanas para
el seis de noviembre —comenzó a decir como despedida—. Muy poco tiempo para que
nadie consiga todas las pruebas que yo he reunido y que te acabo de entregar.
Las amistades que Gaston tenía
en la Universidad, no lo decepcionaron. Supuso un honor para ellos que el
escritor quisiera compartir sus conocimientos y experiencia, pero, debido a que
el curso estaba iniciado y el
profesorado
elegido, comenzó dando conferencias y haciendo sustituciones, a la espera de
que quedara vacante algún puesto en temas que dominara. Su última experiencia
lo había llevado a pensar que no estaba preparado para ejercer su profesión de
periodista y, en cuanto a volver a escribir novelas, ni siquiera iba a
intentarlo. Sólo deseaba tener menos tiempo para pensar, para echar de menos a Rocio,
para torturarse. Y lidiar cada día con jóvenes, en especial con jovencitas de
hormonas revolucionadas, que lo consideraban poco menos que un héroe romántico,
era difícil, pero al menos lo obligaba a centrarse en su trabajo. Las veces que
no lo hacía porque se dejaba llevar por los pensamientos, la clase se convertía
en un caos imposible de dominar después. Era tras sonar el timbre y una vez que
los chicos desaparecían y él volvía a casa, cuando comenzaba de nuevo su
calvario. Vicco, que había pasado a llamarlo con mayor frecuencia, le
aconsejaba que aceptara las invitaciones de algunas guapas profesoras que
habían mostrado claro interés por él o más bien por su faceta de seductor. Pero
Gaston no quería perder la poca dignidad que conservaba volviendo a poseer a
mujeres por las que no sintiera nada. Pues, tras haber tenido a todas cuantas
había deseado, había pasado a querer estar con Rocio o con nadie.
Pero sólo sabía de ella por las
noticias, que escuchaba con el expectante temor de que saltara el escándalo que
hundiría a Pablo y que, inevitablemente, destrozaría también a su esposa; la
hermosa Rocio, cuyo carisma, distante y dulce a un tiempo, tenía seducidos a
los norteamericanos, que cada vez con más fuerza la denominaban su primera
dama.
Y hasta esa nimiedad de que la
consideraran un poco suya lo llenaba de celos.
Lo único que esa semana lo
ayudó a sonreír a medias fue la llamada de Tess, la excéntrica amiga de Lali,
para contarle que iniciaban el viaje a Italia. Lali prefería no oír su voz
hasta que no se sintiera más fuerte, pero quería que supiera que estaba
haciendo planes, comprándose ropa nueva para pasear hermosa por Europa y que,
aunque abandonaba Manhattan mientras se trabajaba en el libro de relatos, se
mantendría en contacto para ser ella quien tomara las decisiones importantes.
Estaba ilusionada, le aseguró Tess, y lo estaría aún más en cuanto se alejara
de lo que le estaba haciendo daño.
—Cuídala mucho —le pidió Gaston
al despedirse—. No es tan fuerte como le gusta aparentar.
La respuesta, cariñosa pero
firme de la chica, lo tranquilizó. En ese momento de su vida, Lali necesitaba
tener cerca a alguien como ella: animosa, divertida y con el carácter
suficiente como para no permitirle que se viniera abajo.
Aún
no había amanecido cuando Rocio, con el cabello revuelto y una bata de seda
sobre el camisón, devoraba el amplio artículo de The New Times. Pablo,
impecablemente vestido, caminaba de un extremo a otro de la suite, bufando y
maldiciendo. Su teléfono había sonado a las cuatro de la mañana, en cuanto los
primeros ejemplares comenzaron a repartirse por los puntos de venta. Pero la
rapidez y la eficacia de la maquinaria del partido no iba a servirle en esa
ocasión y él lo sabía mejor que nadie. Sólo esperaba a que dieran las siete
para asistir a la urgente reunión de crisis en la que decidirían cómo afrontar
el desastre.
—¿Es cierto? —preguntó Rocio
cuando hubo leído hasta la última palabra—. ¿Tú has hecho todo esto?
Pablo hubiera querido decirle
que no para borrar su gesto de decepción, pero asintió con la cabeza.
—Yo acepté que se hiciera, sí.
No fue idea mía, pero la acepté.
—¿Por qué? —insistió,
conteniendo las lágrimas—. Siempre has sido un hombre y un político íntegro.
¿Por qué tenías que hacer algo así?
Pablo se acercó, se sentó a su
lado y le tomó las manos entre las suyas.
—Porque era necesario, pequeña.
Porque, desgraciadamente, en este país nadie es elegido presidente si no ha
hecho antes una gran campaña y para eso se necesitan cantidades astronómicas de
dólares.
—Hay muchas formas legales de
reunir fondos.
—Las hemos utilizado todas.
Pero no es suficiente. Nunca es suficiente.
—Podíamos haber celebrado más
cenas de gala, más encuentros con…
—Tampoco habría sido suficiente
—insistió—. Yo sabía el riesgo que corría con esto, pero tenía que hacerlo si
quería tener alguna posibilidad frente al gran Murray.
—Pero… si todo esto es cierto,
te habrías atado las manos —dijo ella, señalando el diario—. Imagino que lo que
les ibas a conceder a esas empresas no te dejaría cumplir todas las promesas
que les estás haciendo a tus votantes.
—¡Despierta! —le aconsejó él
con cariño—. No vivimos en una democracia, sino en una plutocracia. Aquí
gobiernan los ricos y los poderosos. Se da por hecho que la labor de quien salga
elegido presidente será defender el sistema ya
implantado,
nunca fomentar cambios radicales que puedan resquebrajarlo. —Resopló con gesto
de abatimiento—. No me gusta, pero desgraciadamente, es lo que hay. Se pueden
hacer pequeñas cosas que mejoren la vida de la gente común, sí, pero, ante
todo, tienen que seguir ganando los de siempre.
—¿Pueden procesarte por esto?
—preguntó Rocio ante la repentina visión de Pablo en el banquillo de los
acusados.
—No. Eso no —trató de
tranquilizarla—. No encontrarán a ningún responsable a quien inculpar por el
desvío de fondos de esas empresas fantasma. El abogado Esposito se ocupó de los
asuntos legales y no dejó ningún cabo suelto. Quien conoce con precisión la
ley, conoce los resquicios por los que esquivarla.
Rocio suspiró, ligeramente
aliviada, pero al instante la angustia volvió a oprimirle el pecho. Conocía
bien a Pablo y sabía que su entereza era sólo apariencia.
—¿Qué vamos a hacer?
—No vamos a rendirnos.
Trataremos de demostrar mi honradez, aunque faltando tan pocos días, va a ser
imposible. Recuperarse de un descalabro como el que nos espera hoy, llevaría un
tiempo del que no disponemos.
—Murray utilizará esto para…
—Murray no necesita hacer nada,
pequeña —le aseguró él con media sonrisa triste—. Ya estoy hundido. Pelearé
hasta el final, como me han enseñado, pero ya estoy hundido.
Rocio se apresuró Se abrazó con
fuerza a su cuello, dispuesta a consolarlo sin haber derramado ni una lágrima.
Pero cuando él la rodeó por la cintura y la estrechó contra sí, notó el
alarmante temblor de su cuerpo; sintió su angustia, su absoluto sentimiento de
derrota, sus ganas de gritar hasta romperse.
Le acarició con mimo la cabeza
al tiempo que le rogaba que llorara con ella, que se desahogara, y que después
afrontarían, también juntos, cualquier cosa que fuera a ocurrir.
Y él lloró, sí, pero en
silencio, como creía que debían llorar los hombres cuando por sus propias
equivocaciones se les truncaban los sueños.

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