CAPÍTULO
30
El mensaje del senador
—¿Por qué no puedo ir?
—preguntó Vicco, mientras miraba a Candela moviéndose por la cocina con aquella
sensualidad innata que después de los años seguía volviéndolo loco.
Le había hecho el amor la noche
anterior, la había despertado con caricias al amanecer para volver a amarla
antes del desayuno y después la había echado de menos durante toda la mañana. A
veces aborrecía el trabajo de su esposa, que la mantenía lejos la mitad de cada
uno de los días que él pasaba en casa.
—Explícame por qué no puedo ir
a ver a un amigo con problemas —repitió ante su silencio.
—Porque no puedes ir —contestó Candela
volviéndose hacia él con una graciosa sonrisa—. Porque con quien tiene que arreglar
las cosas es con su mujer, no contigo, y porque ya lo está haciendo —concluyó,
arrugando la nariz.
—Veo que Lali se ha dado prisa
en pasarte el informe —bromeó.
—Un informe bien completo
—precisó con misterio, mientras pasaba junto a él y se dirigía al salón.
Vicco fue tras ella, intrigado.
La vio sentarse en el sillón y abrir el periódico que él había comprado por la
mañana.
—¿Qué has querido decir con
eso?
—Que vuelven a empezar. Que
ella no tendrá en cuenta sus infidelidades y que…
—¿Infidelidades? —la
interrumpió, sin poder creer que Lali lo hubiera descubierto.
—Sí, infidelidades —confirmó
mientras seguía ojeando el diario—. Él ha intentado confesárselo y ella le ha
dicho que si van a seguir juntos no quiere saberlo.
—¿Y…?
Candela
levantó los ojos del periódico y lo miró como si no lo comprendiera.
—Y ahora están viviendo su
reconciliación y no necesitan que ningún amigo vaya a interrumpirlos con
consejos.
—No me has entendido —dijo
sentándose a su lado—. Quiero decir que de dónde sacáis vosotras lo de la
infidelidad si él no lo ha mencionado.
—Si Lali dice que él le iba a
confesar que le ha sido infiel, es que le iba a confesar que le ha sido infiel
—replicó con satisfacción—. Las mujeres tenemos una sensibilidad especial para
captar esas cosas.
—¡Esto es ridículo! —exclamó Vicco
inquieto—. Él intenta explicarse, ella le dice que no hace falta que lo haga,
¿y el hecho queda igual que si hubiera confesado una infidelidad?
—Unas cuantas —aclaró ella.
—¿Unas cuantas? —Se levantó,
nervioso, y se palpó los bolsillos buscando la cajetilla de tabaco—. Me dais
miedo.
—Está en la mesilla.
Vicco la miró con el rabillo
del ojo, preguntándose cómo había sabido ella lo que buscaba si no había
apartado la atención del periódico, y fue al dormitorio a por un pitillo que le
calmara la agitación interna que le habían provocado sus absurdos e
inquietantes comentarios.
Sabía que le ocurriría durante
mucho tiempo, tal vez siempre, pero lo frustró comprobar que, una vez más, su
primer pensamiento al despertar fue para Rocio. Evitó mirar a su esposa para
protegerse esa vez del corrosivo sentimiento de culpabilidad, y apartó las
mantas para abandonar con sigilo la cama.
—¿Adónde vas? —preguntó la
somnolienta voz de Lali.
Gaston se dejó caer de espaldas
en el colchón.
—Buenos días, preciosa —dijo,
rozándole el cabello con los dedos—. Voy a buscarte el desayuno.
—Aún es muy pronto —ronroneó,
al tiempo que se acurrucaba contra él—. Yo
prepararé
el desayuno… un poco más tarde.
—No, preciosa. Hoy no comeremos
tus tostadas quemadas. Hoy iré hasta H & H Bagels y te traeré esos bagels4 que te gustan
tanto, y también el periódico con noticias frescas.
—Me encanta que me consientas
—dijo, feliz porque dos veces seguidas la hubiera llamado preciosa—. Pero ¿por
qué tan temprano y por qué ir tan lejos a buscarme panecillos?
Sin apartar la mirada de las
luces y las sombras que se dibujaban en el techo, la abrazó por los hombros y
la apretó contra sí.
—Voy a tratar de escribir
—confesó, bajando la voz—. Voy a dar un largo paseo, igual que hago en Crystal
Lake cada amanecer para comenzar a ordenar ideas, y después intentaré escribir
durante toda la mañana.
—Sería bonito que escribieras
tus novelas aquí, sin tener que alejarte de casa durante tanto tiempo.
—Sí, sería bonito —aceptó, sin
pensarlo siquiera. Y cuando sintió la mano de Lali descendiendo pegada a su
vientre, trató de incorporarse—. Mis planes se irán al traste si no me voy
ahora —susurró, esperando que se detuviera y le permitiera levantarse.
Ella se movió entre las sábanas
hasta posar los antebrazos en su torso desnudo y acercó el rostro al suyo.
—Nuestros planes no se irán a
ninguna parte —aseguró, dándole un beso en la boca. Después lo empujó, riendo,
para que saliera cuanto antes de la cama.
—Gracias por entenderme
—murmuró, y le estampó otro rápido beso de despedida en la frente.
Un hermoso cielo rojo se
reflejaba en las frías aguas. Bandadas de escandalosas gaviotas buscaban
alimento en los bancos de peces más cercanos a la superficie. Todo despertaba
con lentitud cuando Gaston salió de casa, sin prestar
atención
a los tres tipos que, en un coche oscuro, tomaban café en vasos térmicos de
polietileno. Se detuvo ante el semáforo en rojo, dándoles tiempo a reponerse de
la sorpresa de verlo aparecer a tan temprana hora. A los pocos segundos, cruzó
y continuó hasta la barandilla para contemplar el tortuoso cielo reflejado en
la bahía.
Mirando esos tonos rojizos,
sombreados por el vuelo rasante de las gaviotas, se preguntó qué ideas iba a
ordenar. Tenía los datos, tenía la historia, tenía planeado un magnífico
comienzo. Esta vez no era la falta de inspiración la que lo estancaba. Era la
falta de ganas, la falta de ilusión, el frío y extenuante desánimo. Y se
preguntó si no habría llegado el momento de dejar de escribir apasionadas
historias de amores imposibles con finales felices y dedicarse de lleno a la
profesión de periodista. Podía hacerlo. Siempre se le había dado bien, y la
relativa facilidad con que estaba acumulando información importante le
demostraba que no había perdido el olfato para la investigación. El problema
era que revolver en los turbios asuntos del senador le recordaba constantemente
a Rocio y al dolor que todo eso iba a causarle. Pero no podía dejarlo.
Necesitaba seguir averiguando por ella, por Lali, y también por su propia
necesidad de saber.
—Bonito amanecer que no vas a
olvidar en toda tu puta vida —oyó que alguien decía con desprecio.
Un escalofrío le recorrió la
espina dorsal. Y se volvió dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. Cuando vio a
los tres hombres que lo acorralaban contra la valla, comprendió que sus
problemas iban en aumento.
Reconoció al que parecía estar
al mando. Lo había visto formando parte del cuerpo de seguridad del senador,
incluso había oído cómo éste lo definía como su mejor y más curtido escolta y
hombre de confianza.
—Te conozco —le dijo intentando
detener lo que parecía inevitable.
—No del todo, pero eso lo vamos
a solucionar enseguida —respondió con guasa.
La chulería de los tres
hombres, en especial la del tal Adam, lo enfureció. Pero estaba en clara
desventaja y decidió ser cauto. Miró alrededor, buscando algún rastro de Pablo.
—¿No ha venido él a solucionar
personalmente el problema que cree tener conmigo?
—Jamás se mancha las manos con
gente de tu calaña. Soy yo quien se ocupa de sacar la basura.
Un
paso lo separaba de Adam y otro de cada uno de los tipos que se le habían
colocado a los costados. No dudó que el primer golpe le llegaría del matón de
más de dos metros que tenía enfrente.
—Todo se puede explicar —dijo,
aun sabiendo que nada iba a detenerlos—. Llámalo y dile que quiero hablar con
él de lo que sea que le haya molestado.
—Los tíos como tú sólo
entendéis un idioma.
Captó movimiento en los hombres
que lo flanqueaban y se tensó, dispuesto a parar y devolver golpes. Pero el
trallazo le llegó de frente y desde abajo, hundiéndole el estómago hasta los
pulmones. Se doblaba de dolor y boqueaba buscando oxígeno cuando un rodillazo
le impactó en pleno rostro, impulsándolo hacia atrás con violencia.
Todo se oscureció en un
segundo, mientras se desplomaba contra el suelo, sangrando por la nariz y la
boca. Trataba de levantarse para presentar pelea cuando sintió que lo sujetaban
por los brazos y lo alzaban hasta ponerlo de nuevo frente a la sonrisa burlona
del matón.
—Esto sí que lo has entendido,
¿no es verdad, cabrón de mierda? —lo insultó mientras se frotaba los nudillos
de la mano derecha.
Gaston se lamió la sangre del
labio magullado mientras sentía un extraño y tortuoso alivio. Estaba herido;
herido ahora de verdad y al fin podía gritar de dolor, podía tocar sus
desgarros, podía desahogarse. Desahogarse de todo ese sufrimiento que llevaba
apresado muy adentro.
—¡¿Esto es todo lo fuerte que…
puedes golpear?! —trató de provocarle con furia—. Mucho músculo, pe… pero pegas
como una nena.
La ofensiva risa del guardaespaldas
se mezcló con los ruidosos chillidos de las gaviotas.
—Al parecer, nos has salido
graciosillo. Es una pena que no tengamos tiempo para intimar —bromeó,
acercándose a él—. Tengo que trasladarte el mensaje y quiero hacerlo ahora que
aún estás consciente —explicó con un amenazante susurro—: no vuelvas a
acercarte a su mujer o lo siguiente no será un cariñoso aviso como éste
—aseguró, al tiempo que le encajaba un puñetazo en el costado que le hizo
aullar de dolor.
—Me gustan… los avisos cariñosos
—consiguió balbucear.
—¡Y a mí los listos como tú me
tocan las pelotas! —explotó rabioso al tiempo que comenzaba a castigarlo sin
piedad y sin descanso.
Cada
golpe fue provocándole un nuevo dolor, más agudo que los que ya soportaba, y le
fue robando la conciencia. Hasta que dejó de sentirlos y sólo deseó que lo
soltaran y lo dejaran morir en el suelo. Pero en lugar de descanso, sintió que
le tiraban del pelo, obligándolo a alzar el rostro. Le costó abrir los ojos
para mirar a quien lo estaba rompiendo por dentro y le costó aún más esfuerzo
entender lo que le dijo entre dientes.
—No te atrevas ni a mirarla de
lejos, cabrón. Las mujeres como ella no se han hecho para tipos como tú.
Una patada con la planta del
pie en el pecho lo arrancó de las manos de los dos tipos y lo lanzó de espaldas
al suelo. Ni siquiera tuvo fuerzas para encogerse, intentando sujetar la vida
que parecía abandonarlo. No hizo ningún esfuerzo por respirar. Pensó que sería
una bendición si el oxígeno no le llegaba por sí mismo y esos eran los últimos
segundos de su existencia. No era un mal día para morir. Ninguno lo era, desde
que supo que tendría que vivir sin ella. Y ya estaba cansado de intentarlo.
Sólo una cosa le dolía más que los golpes que lo habían destrozado: irse sin
haberla mirado a los ojos una última vez y haberle confesado cuánto la amaba;
irse con la pena de presentir que ella le hubiera pedido a Pablo que le dieran
ese inhumano escarmiento.
De pronto, sintió que algo le
aplastaba la garganta y lo ahogaba. Abrió los ojos y vio la imagen borrosa de
su agresor, que apretaba el pie contra su tráquea. Trató de apartar el rígido
zapato que se le clavaba sin piedad, pero no encontró fuerzas.
—¿Con qué mano escribes? —oyó
que preguntaba con mofa—. Cuanto antes respondas, antes encontrarás aire.

dios mio lfvnugbvijg pobre Gastoooooooon!! desespero completamente :'(
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