domingo, 5 de mayo de 2013

Donde siempre es otoño,capitulo 30


CAPÍTULO 30
El mensaje del senador
—¿Por qué no puedo ir? —preguntó Vicco, mientras miraba a Candela moviéndose por la cocina con aquella sensualidad innata que después de los años seguía volviéndolo loco.
Le había hecho el amor la noche anterior, la había despertado con caricias al amanecer para volver a amarla antes del desayuno y después la había echado de menos durante toda la mañana. A veces aborrecía el trabajo de su esposa, que la mantenía lejos la mitad de cada uno de los días que él pasaba en casa.
—Explícame por qué no puedo ir a ver a un amigo con problemas —repitió ante su silencio.
—Porque no puedes ir —contestó Candela volviéndose hacia él con una graciosa sonrisa—. Porque con quien tiene que arreglar las cosas es con su mujer, no contigo, y porque ya lo está haciendo —concluyó, arrugando la nariz.
—Veo que Lali se ha dado prisa en pasarte el informe —bromeó.
—Un informe bien completo —precisó con misterio, mientras pasaba junto a él y se dirigía al salón.
Vicco fue tras ella, intrigado. La vio sentarse en el sillón y abrir el periódico que él había comprado por la mañana.
—¿Qué has querido decir con eso?
—Que vuelven a empezar. Que ella no tendrá en cuenta sus infidelidades y que…
—¿Infidelidades? —la interrumpió, sin poder creer que Lali lo hubiera descubierto.
—Sí, infidelidades —confirmó mientras seguía ojeando el diario—. Él ha intentado confesárselo y ella le ha dicho que si van a seguir juntos no quiere saberlo.
—¿Y…?
Candela levantó los ojos del periódico y lo miró como si no lo comprendiera.
—Y ahora están viviendo su reconciliación y no necesitan que ningún amigo vaya a interrumpirlos con consejos.
—No me has entendido —dijo sentándose a su lado—. Quiero decir que de dónde sacáis vosotras lo de la infidelidad si él no lo ha mencionado.
—Si Lali dice que él le iba a confesar que le ha sido infiel, es que le iba a confesar que le ha sido infiel —replicó con satisfacción—. Las mujeres tenemos una sensibilidad especial para captar esas cosas.
—¡Esto es ridículo! —exclamó Vicco inquieto—. Él intenta explicarse, ella le dice que no hace falta que lo haga, ¿y el hecho queda igual que si hubiera confesado una infidelidad?
—Unas cuantas —aclaró ella.
—¿Unas cuantas? —Se levantó, nervioso, y se palpó los bolsillos buscando la cajetilla de tabaco—. Me dais miedo.
—Está en la mesilla.
Vicco la miró con el rabillo del ojo, preguntándose cómo había sabido ella lo que buscaba si no había apartado la atención del periódico, y fue al dormitorio a por un pitillo que le calmara la agitación interna que le habían provocado sus absurdos e inquietantes comentarios.


Sabía que le ocurriría durante mucho tiempo, tal vez siempre, pero lo frustró comprobar que, una vez más, su primer pensamiento al despertar fue para Rocio. Evitó mirar a su esposa para protegerse esa vez del corrosivo sentimiento de culpabilidad, y apartó las mantas para abandonar con sigilo la cama.
—¿Adónde vas? —preguntó la somnolienta voz de Lali.
Gaston se dejó caer de espaldas en el colchón.
—Buenos días, preciosa —dijo, rozándole el cabello con los dedos—. Voy a buscarte el desayuno.
—Aún es muy pronto —ronroneó, al tiempo que se acurrucaba contra él—. Yo
prepararé el desayuno… un poco más tarde.
—No, preciosa. Hoy no comeremos tus tostadas quemadas. Hoy iré hasta H & H Bagels y te traeré esos bagels4 que te gustan tanto, y también el periódico con noticias frescas.
—Me encanta que me consientas —dijo, feliz porque dos veces seguidas la hubiera llamado preciosa—. Pero ¿por qué tan temprano y por qué ir tan lejos a buscarme panecillos?
Sin apartar la mirada de las luces y las sombras que se dibujaban en el techo, la abrazó por los hombros y la apretó contra sí.
—Voy a tratar de escribir —confesó, bajando la voz—. Voy a dar un largo paseo, igual que hago en Crystal Lake cada amanecer para comenzar a ordenar ideas, y después intentaré escribir durante toda la mañana.
—Sería bonito que escribieras tus novelas aquí, sin tener que alejarte de casa durante tanto tiempo.
—Sí, sería bonito —aceptó, sin pensarlo siquiera. Y cuando sintió la mano de Lali descendiendo pegada a su vientre, trató de incorporarse—. Mis planes se irán al traste si no me voy ahora —susurró, esperando que se detuviera y le permitiera levantarse.
Ella se movió entre las sábanas hasta posar los antebrazos en su torso desnudo y acercó el rostro al suyo.
—Nuestros planes no se irán a ninguna parte —aseguró, dándole un beso en la boca. Después lo empujó, riendo, para que saliera cuanto antes de la cama.
—Gracias por entenderme —murmuró, y le estampó otro rápido beso de despedida en la frente.
Un hermoso cielo rojo se reflejaba en las frías aguas. Bandadas de escandalosas gaviotas buscaban alimento en los bancos de peces más cercanos a la superficie. Todo despertaba con lentitud cuando Gaston salió de casa, sin prestar
atención a los tres tipos que, en un coche oscuro, tomaban café en vasos térmicos de polietileno. Se detuvo ante el semáforo en rojo, dándoles tiempo a reponerse de la sorpresa de verlo aparecer a tan temprana hora. A los pocos segundos, cruzó y continuó hasta la barandilla para contemplar el tortuoso cielo reflejado en la bahía.
Mirando esos tonos rojizos, sombreados por el vuelo rasante de las gaviotas, se preguntó qué ideas iba a ordenar. Tenía los datos, tenía la historia, tenía planeado un magnífico comienzo. Esta vez no era la falta de inspiración la que lo estancaba. Era la falta de ganas, la falta de ilusión, el frío y extenuante desánimo. Y se preguntó si no habría llegado el momento de dejar de escribir apasionadas historias de amores imposibles con finales felices y dedicarse de lleno a la profesión de periodista. Podía hacerlo. Siempre se le había dado bien, y la relativa facilidad con que estaba acumulando información importante le demostraba que no había perdido el olfato para la investigación. El problema era que revolver en los turbios asuntos del senador le recordaba constantemente a Rocio y al dolor que todo eso iba a causarle. Pero no podía dejarlo. Necesitaba seguir averiguando por ella, por Lali, y también por su propia necesidad de saber.
—Bonito amanecer que no vas a olvidar en toda tu puta vida —oyó que alguien decía con desprecio.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Y se volvió dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. Cuando vio a los tres hombres que lo acorralaban contra la valla, comprendió que sus problemas iban en aumento.
Reconoció al que parecía estar al mando. Lo había visto formando parte del cuerpo de seguridad del senador, incluso había oído cómo éste lo definía como su mejor y más curtido escolta y hombre de confianza.
—Te conozco —le dijo intentando detener lo que parecía inevitable.
—No del todo, pero eso lo vamos a solucionar enseguida —respondió con guasa.
La chulería de los tres hombres, en especial la del tal Adam, lo enfureció. Pero estaba en clara desventaja y decidió ser cauto. Miró alrededor, buscando algún rastro de Pablo.
—¿No ha venido él a solucionar personalmente el problema que cree tener conmigo?
—Jamás se mancha las manos con gente de tu calaña. Soy yo quien se ocupa de sacar la basura.
Un paso lo separaba de Adam y otro de cada uno de los tipos que se le habían colocado a los costados. No dudó que el primer golpe le llegaría del matón de más de dos metros que tenía enfrente.
—Todo se puede explicar —dijo, aun sabiendo que nada iba a detenerlos—. Llámalo y dile que quiero hablar con él de lo que sea que le haya molestado.
—Los tíos como tú sólo entendéis un idioma.
Captó movimiento en los hombres que lo flanqueaban y se tensó, dispuesto a parar y devolver golpes. Pero el trallazo le llegó de frente y desde abajo, hundiéndole el estómago hasta los pulmones. Se doblaba de dolor y boqueaba buscando oxígeno cuando un rodillazo le impactó en pleno rostro, impulsándolo hacia atrás con violencia.
Todo se oscureció en un segundo, mientras se desplomaba contra el suelo, sangrando por la nariz y la boca. Trataba de levantarse para presentar pelea cuando sintió que lo sujetaban por los brazos y lo alzaban hasta ponerlo de nuevo frente a la sonrisa burlona del matón.
—Esto sí que lo has entendido, ¿no es verdad, cabrón de mierda? —lo insultó mientras se frotaba los nudillos de la mano derecha.
Gaston se lamió la sangre del labio magullado mientras sentía un extraño y tortuoso alivio. Estaba herido; herido ahora de verdad y al fin podía gritar de dolor, podía tocar sus desgarros, podía desahogarse. Desahogarse de todo ese sufrimiento que llevaba apresado muy adentro.
—¡¿Esto es todo lo fuerte que… puedes golpear?! —trató de provocarle con furia—. Mucho músculo, pe… pero pegas como una nena.
La ofensiva risa del guardaespaldas se mezcló con los ruidosos chillidos de las gaviotas.
—Al parecer, nos has salido graciosillo. Es una pena que no tengamos tiempo para intimar —bromeó, acercándose a él—. Tengo que trasladarte el mensaje y quiero hacerlo ahora que aún estás consciente —explicó con un amenazante susurro—: no vuelvas a acercarte a su mujer o lo siguiente no será un cariñoso aviso como éste —aseguró, al tiempo que le encajaba un puñetazo en el costado que le hizo aullar de dolor.
—Me gustan… los avisos cariñosos —consiguió balbucear.
—¡Y a mí los listos como tú me tocan las pelotas! —explotó rabioso al tiempo que comenzaba a castigarlo sin piedad y sin descanso.
Cada golpe fue provocándole un nuevo dolor, más agudo que los que ya soportaba, y le fue robando la conciencia. Hasta que dejó de sentirlos y sólo deseó que lo soltaran y lo dejaran morir en el suelo. Pero en lugar de descanso, sintió que le tiraban del pelo, obligándolo a alzar el rostro. Le costó abrir los ojos para mirar a quien lo estaba rompiendo por dentro y le costó aún más esfuerzo entender lo que le dijo entre dientes.
—No te atrevas ni a mirarla de lejos, cabrón. Las mujeres como ella no se han hecho para tipos como tú.
Una patada con la planta del pie en el pecho lo arrancó de las manos de los dos tipos y lo lanzó de espaldas al suelo. Ni siquiera tuvo fuerzas para encogerse, intentando sujetar la vida que parecía abandonarlo. No hizo ningún esfuerzo por respirar. Pensó que sería una bendición si el oxígeno no le llegaba por sí mismo y esos eran los últimos segundos de su existencia. No era un mal día para morir. Ninguno lo era, desde que supo que tendría que vivir sin ella. Y ya estaba cansado de intentarlo. Sólo una cosa le dolía más que los golpes que lo habían destrozado: irse sin haberla mirado a los ojos una última vez y haberle confesado cuánto la amaba; irse con la pena de presentir que ella le hubiera pedido a Pablo que le dieran ese inhumano escarmiento.
De pronto, sintió que algo le aplastaba la garganta y lo ahogaba. Abrió los ojos y vio la imagen borrosa de su agresor, que apretaba el pie contra su tráquea. Trató de apartar el rígido zapato que se le clavaba sin piedad, pero no encontró fuerzas.
—¿Con qué mano escribes? —oyó que preguntaba con mofa—. Cuanto antes respondas, antes encontrarás aire. 

1 comentario:

  1. dios mio lfvnugbvijg pobre Gastoooooooon!! desespero completamente :'(

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