Capítulo 1
—Te juro, Lali, que
todo lo que tengo en el guardarropa es prehistórico. —Rochi Igarzabal
observaba la
colección de prendas que tenía colgadas mientras enroscaba el cable rojo del
teléfono alrededor de
su muñeca. —Ni loca me pongo ese horrible chaleco estampado para la
fiesta que dará Candela
esta noche.
—Oye, sólo fue una
sugerencia —dijo la mejor amiga de Rochi—. No tienes por qué cortarme
la cabeza.
Rochi se echó a reír.
—Disculpa, me parece
que estoy un poco alterada.
—No será porque esta
noche quieres impresionar a Nicolas, ¿verdad? Nicolas Alumno-
Nuevo-y-Buen-Mozo,
¿eh?
—Sabes que si me
interesara Nicolas ya estaría saliendo con él. —Rochi inspeccionó el
pulóver que había
usado durante casi todo su segundo año de secundaria y lo arrojó a la parte de
atrás del
guardarropa.
Era cierto: nunca
había tenido problemas para conseguir novio. Además de ser muy
extrovertida y
simpática, Rochi era bonita: tenía una larga cabellera rubia, ojos miel
. Practicaba deportes
al menos cinco días a la semana, aun en los días
más crudos de
invierno, cuando la temperatura invitaba a quedarse en casa acurrucada en el
sofá
y bebiendo gigantes
tazas de chocolate caliente.
—Admítelo, Rochi. Sé
que te gusta Nicolas. En tu tiempo libre no haces más que hablar de él —dijo Lali.
—No es verdad
—insistió Rochi. ¿Qué podía hacer si Nicolas era el único muchacho de toda la
escuela que le
agradaba en esos momentos, aunque fuera remotamente? —¡Estoy harta de mi
ropa, nada más!
—¿No te habías
gastado una fortuna en el centro comercial el fin de semana pasado? —
Preguntó Lali—.
¿Acaso tu madre no te advirtió que eran los últimos jeans que podrías
comprarte hasta el
año próximo, como mínimo?
—Ah, ésos. —Rochi
suspiró. —Ya me los puse la semana pasada. De todas maneras, tienen un
color verde muy raro.
No tengo nada que combine con ellos.
—Bueno, ¿por qué no
le pides algo prestado a tu madre? —sugirió Lali—. Usan la misma
talla.—
Es una alternativa.
—Los padres de Rochi se habían ido a visitar a unos ex compañeros de
facultad y no
estarían todo el fin de semana. Por lo tanto, tenía toda la casa para ella
sola. Había
pensado en organizar
una fiesta aprovechando la ausencia, pero desertó antes de sugerírselo,
pues sabía que jamás
le habrían dado permiso.
—No estoy segura
sobre la ropa de mamá —dijo Rochi—. Pero en el centro comercial venden
un pulóver que
combina perfecto. En la tienda lo exhibían en un maniquí, con los mismos jeans
que yo tengo. Tendría
que comprármelo para esta noche. Lali, ¿serías tan buena de llevarme al
centro comercial?
—No puedo —contestó Lali—.
Tengo que cuidar a mis hermanitos y no los llevaría allí ni
ebria ni dormida.
Sería un caos total. ¿Sabes lo que significa eso? —Los hermanos de Lali
tenían nueve y seis
años. Por experiencia personal, Rochi sabía que era imposible vigilarlos. Una
vez se les perdieron
de vista en el parque. Pasaron más de una hora buscándolos.
—¿Entonces cómo hago
para ir? —preguntó Rochi.
—Supongo que una
caminata no te vendría mal —repuso Lali—. Serán unos tres
kilómetros, nada más.
O también podrías ir en bicicleta.
—¿Se te ha ocurrido
mirar por la ventana? Está lloviendo —anunció Rochi—. ¡Y a cántaros!
Me haría sopa.
—Transcurrían los primeros días de abril eso implicaba que las
lluvias eran muy
copiosas, con agua bien fría, la que penetraba hasta los huesos.
—Entonces supongo que
tendrás que ponerte otra cosa —dijo Lali—. Podrías venir a mi
casa, revolver entre
mis cosas y ver si encuentras algo que te guste.
—Gracias. Pero no,
Trataré de pensar en otra cosa —respondió Rochi.
“Algo insulso
—pensó—, antiguo y deslucido.”
—De todos modos paso
a buscarte a las ocho, ¿correcto? —preguntó Lali—. Por lo tanto,
todavía te quedan
tres horas para buscar algo fabuloso para ponerte. ¿Crees que lo encontrarás?
—Oye, deja de
burlarte de mí —replicó Rochi—. ¿Vas a echarme en cara mi coquetería?
Lali rió.
—Mmm, ahora que lo
pienso… sí. Hasta las ocho.
Rochi cortó la
comunicación y se echó sobre la cama. Todo su día se había convertido en un
desperdicio. El
desfile en el que debió haber participado junto con el resto de las porristas
se
suspendió por el mal
tiempo. Se había quedado encerrada todo el día en su casa, sin otra cosa que
hacer más que mirar la
televisión. No podía ir a ninguna parte, salvo a nadar, si tenía ganas.
“Tal vez debí haberme
buscado un chico para salir esta tarde”, pensó. Aunque, en realidad, se
las arreglaba mucho
mejor sola.
Por supuesto que no
siempre le iba tan mal con los chicos; algunos habían sido estupendos.
Sin embargo, por
alguna razón, nunca pudo concretar nada serio. Rochi empezaba a dudar de su
capacidad para
encontrar algún día a su príncipe azul.
“Tal vez Nicolas sea
el candidato”, pensó ilusionada. Pero ¿cómo iba a impresionarlo
con esa ropa tan fea?
Tenía que encontrar la manera de ir al centro comercial.
El mes pasado había
obtenido la licencia de conducir. Sin embargo, ese documento no le
había cambiado tanto
la vida. Rara vez sus padres le prestaban alguno de los autos de la familia.
Pero para ser justos,
no se los negaban por capricho; debían salir todas las mañanas en vehículos
distintos por que
trabajaban en extremos opuestos de la ciudad y por lo tanto no podían viajar
juntos.
Claro que los fines
de semana las cosas cambiaban. Como éste, por ejemplo. Ellos no estaban
, mientras Rochi se
había quedado enclaustrada en su casa, tirada en la cama,
tratando de imaginar
dibujos en la textura del cielo raso de su cuarto.
En el garaje había un
auto, pero Rochi no tenía permiso para usarlo. Poroto: el amado
escarabajo Volkswagen
1968 de su padre. El único que había tenido desde que era estudiante
universitario. El que
enceraba fin de semana por medio. Al que había llegado a escribirle
poemas.
Su padre le había
enseñado a conducir en el escarabajo. Solía ir sentado a su lado, para
explicarle cuál era
la manera más delicada de hacer un rebaje de tercera a segunda. Sin embargo,
después de las clases
nunca le había permitido usarlo sola. Rochi comprendía el motivo: se trataba
de un automóvil
fantástico. No obstante, consideraba que su padre había perdido un tornillo.
¡Enamorarse de un
auto!
No, jamás se lo
prestara. Pero tampoco tendría por qué enterarse de que ella lo había tomado
prestado por un rato,
¿verdad? Volvería a dejarlo en el garaje en media hora. Rochi tomó su
chaqueta y bajó las
escaleras corriendo.
Justo en el momento
en que tomaba las llaves del gancho del refrigerador, sonó el teléfono.
—¿Hola? —dijo, casi
sin aliento.
—¡Rochi, hola! —La
voz de la señora Igarzabal sonó muy distendida y alegre.
—Ah… ¡Hola, mamá!
—Contestó Rochi—. ¿Qué sucede? —Sintió una especie de aleteo en la
boca del estómago.
“Qué horrendo sentido
de la oportunidad tienes, mamá”, pensó.
—Nada. Sólo llamaba
para saber cómo andan las cosas. Estamos divirtiéndonos mucho aquí.
Lamentamos que no nos
hayas acompañado. ¿Cómo está todo por allá? —preguntó la señora
Igarzabal.
—Bien, mamá. —Salvo
que estaba a punto de usar sin permiso a Poroto, todo se hallaba en
orden. —El tiempo
está horrendo, de modo que el desfile quedó suspendido. Todo lo demás
marcha sobre rieles
—dijo—. No podía ser mejor.
—Bien. Me alegro.
Adiós. —Rochi colgó y analizó las llaves que tenía en la mano. De manera
inevitable pensó
que la llamada de su
madre fue una especie de aviso, un mal presagio. Fue como si su conciencia
le hablara
directamente, advirtiéndole que no debía usar el auto, que sus padres estaban
observándola y sabían
cada uno de sus movimientos.
—He estado mirando
demasiada televisión, muchos episodios de la vieja Dimensión
desconocida
—dijo en voz alta mientras abría la puerta del garaje. Oprimió el
botón del control
remoto y el portón se
abrió en forma automática, chorreando agua sobre el piso de cemento del
garaje, que hasta el
momento estaba seco. Llovía a mares. Tendría que ser muy cauta al conducir.
Rochi subió al
escarabajo, cerró la puerta y se colocó el cinturón de seguridad. Se alegró de
tener la misma
estatura que su padre, pues así no tendría que adaptar la posición de los
espejos.
Eso implicaba que no
tendría que preocuparse por volver a ponerlos exactamente como él los
usaba.
Sabía que estaba
procediendo mal. Si su padre se enteraba, ella se encontraría en serios
problemas. Pero jamás
lo sabría. La tienda quedaba a escasos tres kilómetros y era muy poco
probable que él
recordara si el odómetro decía 89.842 o 89.846.
—¡Libertad! —gritó Rochi
mientras encendía el motor. No podía estar más contenta. Iba
tamborileando con los
dedos sobre el volante negro del escarabajo, acompañando el ritmo de su
canción favorita, que
escuchaba a todo volumen en el estéreo del auto. Hasta optó por tomar el
camino más largo de
regreso a la casa, una ruta retirada y con muchas curvas, porque no quería
que la diversión
llegara a su fin. Como aún seguía lloviendo, no podía abrir la ventanilla para
sentir la frescura de
la brisa en el rostro; pero de todas maneras lo estaba pasando muy bien.
Acababa de comprarse
el pulóver que tanto quería y sabía que esa noche estaría esplendida para
la fiesta. Si no
fuera por el viento tan fuerte, el día sería perfecto.
—¿Cuándo arreglará
papá este estúpido estéreo? —Masculló Rochi—. Me pierdo la mitad de
la audición por la
estática. —Frustrada, estiró el brazo para cambiar de estación, mientras
aminoraba la marcha a
causa de un cartel indicador de “pare” que venía más adelante.
“Es más fácil hablar
que hacer”, pensó, frunciendo el entrecejo. Todas las estaciones que su
padre había
programado en la radio eran de rock clásico, por el que Rochi sentía una
particular
repulsión, o emisoras
públicas, que detestaba más todavía.
Cambió el dial hacia
el otro lado y probó con la 93.7.
Hizo un pequeño
ajuste hacia la derecha y…
¡Paf! El auto se
detuvo con violencia y Rochi se fue hacia delante por el impulso. Lo único que
oyó fue ruido a
metal: un horrible ruido a hierros retorcidos. Cuando levantó la cabeza, se
encontró frente a
frente con la señal de pare. Vaya si le hizo caso. ¡Se esmeró tanto en
detenerse
que se lo llevó por
delante!
Lentamente bajó del
auto. La lluvia le lavaba el rostro y le empapaba la ropa. No se había
lastimado, pero le
temblaban tanto las piernas que apenas podía mantenerse en pie en aquel
camino tan fangoso.
El corazón le latía a un ritmo vertiginoso. Se dirigió hacia la parte de
adelante del vehículo
y se tomó del poste del cartel, doblado en dos porque la trompa del auto se
había incrustado en
él. Cerró los ojos por un segundo, temerosa de ver los daños.
Cuando por fin los
abrió, lo primero que vio fue la patente que su padre había mandado a
hacer especialmente,
PRT, que ahora presentaba algunas abolladuras. El paragolpes delantero
estaba desalineado;
uno de los extremos colgaba. El cartel parecía una proyección del auto, como
un árbol plantado en
una maceta. Rochi tenía la mirada clavada en la parte delantera del coche.
Estaba petrificaba,
tratando de digerir la realidad.
Acababa de chocar el
auto favorito de su padre: su Poroto, el objeto material más preciado
que tenía. El poste
de un cartel estaba incrustado en el paragolpes y no había modo de
ocultárselo.
—Adiós a la vida.
Adiós definitivamente —dijo en voz alta, mientras despejaba el cabello
mojado que se le
adhería a la frente.
Oyó que se acercaba
un vehículo y se corrió hacía la banquina, para que no se la llevara por
delante. Cuando se
aproximó lo suficiente, advirtió que se trataba de una camioneta de remolque,
de modo que comenzó a
hacerle señales con los brazos, desesperada.
—¡Eh! ¡Eh! —gritaba
mientras saltaba como una loca.
La camioneta pasó a
su lado, con el motor rugiendo. Atravesó un charco a toda velocidad,
levantando una ola de
agua y barro que la bañó de la cabeza a los pies.
—¡Ajj! —exclamó,
totalmente desolada. ¡Las cosas no podían haberle salido peor!
Gaston Dalmau no
podía creerlo.

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