Capitulo 18
Las inundaciones habían convertido Welcome en una
cadena de islas. El truco para desplazarse de una a otra consistía en conocer
bien las carreteras y saber cuáles eran transitables y cuáles no. Sólo se
necesitan sesenta centímetros de agua para que un coche pierda el agarre al
suelo. Gaston era un experto en desplazarse por Welcome y tomó una carretera
secundaria para evitar el terreno bajo. Condujo por caminos rurales, atravesó
zonas de aparcamiento y cruzó corrientes de agua mientras el agua salía a
borbotones por las llantas de las ruedas.
Yo me sentía impresionada por la presencia de ánimo
de Gaston, por la falta de tensión visible y por la forma en que daba
conversación a mi madre para distraerla. El único signo de esfuerzo era una
arruga en su entrecejo.
Yo contemplé las manos de Gaston sobre el volante,
la ligereza y la firmeza con que lo agarraban, las manchas de lluvia en las
mangas de su camisa... ¡Lo quería tanto! Quería su audacia, su fuerza e incluso
la ambición que algún día lo alejaría de mí.
— Sólo faltan unos minutos — murmuró Gaston al percibir
mi mirada en él—. Las llevaré hasta allí sanas y salvas.
— Estoy convencida de que lo harás — respondí yo
mientras los limpiaparabrisas luchaban con impotencia contra la cortina de agua
que golpeaba el cristal.
En cuanto llegamos al ambulatorio, se llevaron a mi
madre en una silla de ruedas para prepararla, y Gaston y yo transportamos
nuestras pertenencias a la sala de partos. Esta estaba llena de máquinas y
monitores y había una incubadora que parecía una nave espacial para bebés. Sin
embargo, las cortinas de tela, el papel de la pared ribeteado con una cenefa de
gansos y patitos y el sillón mecedora forrado con un tejido a cuadros
suavizaban el aspecto de la habitación.
Una enfermera adusta y de cabello gris se movía por
la sala comprobando el equipo y ajustando la altura de la cama. Cuando Gaston y
yo entramos, declaró con severidad
— Sólo se permite la entrada a la sala de partos a
las parturientas y a sus maridos. Tendréis que ir a la sala de espera que hay
al final del pasillo.
— No existe ningún marido — repliqué yo un poco a
la defensiva mientras ella arqueaba las cejas—. Yo me quedaré a ayudar a mi
madre.
— Comprendo, pero tu novio tiene que irse.
Yo me sonrojé.
— Él no es mí...
— Ningún problema — interrumpió Gaston con
desparpajo—. Créame, señora, no tengo ninguna intención de molestar
La severa expresión de la enfermera se relajó hasta
convertirse en una sonrisa. Gaston producía ese efecto en las mujeres.
Yo saqué una carpeta amarilla del interior de la
bolsa y se la tendí a la enfermera.
— Le agradecería que leyera esto
Ella contempló con recelo la carpeta de color
amarillo, en la que yo había escrito «Plan del nacimiento» y que había decorado
con pegatinas de biberones y cigüeñas.
— ¿Qué es esto?
— He anotado nuestras preferencias respecto al
parto — le expliqué— Queremos una luz
tenue y tanta paz y silencio como sea posible. Y pondremos un casete con
sonidos de la naturaleza. También queremos que mi madre pueda desplazarse con
libertad hasta que le pongan la epidural. En cuanto a los calmantes, el Demorol
está bien, pero queríamos preguntarle al doctor si podía ponerle Nubain. Y, por
favor, no olvide leer las indicaciones acerca de la episiotomía
La enfermera cogió la carpeta con aspecto tenso y
desapareció
Yo le di la bomba de mano a Gaston y enchufé el casete.
— Gaston, ¿podrías inflar la pelota antes de irte?
No del todo, un ochenta por ciento será lo mejor.
— Claro — respondió él—. ¿Algo más?
Yo asentí con la cabeza.
— En la bolsa hay un calcetín lleno de arroz. Te
agradecería que averiguaras si tienen un microondas y lo calentaras durante dos
minutos
— Desde luego.
Mientras se inclinaba para inflar la pelota, vi que
una sonrisa se dibujaba en sus labios.
— ¿Qué es lo que te parece tan divertido? — le
pregunté, pero él sacudió la cabeza y no me contestó, sólo obedeció mis
instrucciones, pero sin dejar de sonreír.
Cuando trajeron a mi madre, la luz estaba graduada
de una forma satisfactoria y los sonidos de la selva amazónica inundaban la
habitación. Estos consistían en el repiqueteo tranquilizador de la lluvia
salpicado por el croar de las ranas de San Antonio y el grito ocasional de unos
guacamayos
— ¿Qué son estos sonidos? — preguntó mi madre
mientras examinaba la habitación con desconcierto.
— Es una cinta de la selva amazónica — contesté yo—.
¿Te gusta? ¿Te resulta relajante?
— Supongo que sí — respondió ella—. Aunque si
empiezo a oír a elefantes y monos aulladores tendrás que apagarla.
Yo hice una imitación contenida del grito de
Tarzán, y mi madre se echó a reír.
La enfermera de pelo gris ayudó a mi madre a
levantarse de la silla de ruedas.
— ¿Su hija se quedará aquí durante todo el parto? —
preguntó la enfermera a mi madre.
Algo en el tono de su voz me produjo la impresión
de que deseaba que la respuesta fuera que no.
— Así es — respondió mi madre con firmeza—. No
podría hacerlo sin ella.
Continuara...
*Mafe*

No hay comentarios:
Publicar un comentario