Capítulo 11
Rochi se sobresaltó.
Se contuvo justo antes de cabecear. Había estado escuchando, durante un
rato que le pareció
un milenio, a una mujer de cabello muy corto, rubio, que cotorreaba por el
micrófono.
—Sin suda se dirán:
“Ah, esto no importa. Seguro que conseguiré un buen trabajo. Todavía
falta mucho. ¿Qué
interesa ahora? —La rubia hizo una pausa para dar un tono dramático—.
Bien. Sí importa, y
mucho. Así es, gente.
A Rochi se le
erizaban los pelos cada vez que alguien la llamaba “gente”, y esa mujer, hasta
el
momento, lo había
hecho más de una docena de veces. Rochi miró a sus compañeros que estaban
en el auditorio de
escuela. Era obligatorio asistir a la asambleas anual estudiantil, que tenía
lugar
en primavera, donde
se les informaba al respecto de sus perspectivas para el futuro.
“Como si no las
tuviera bien claras ya”, pensó Rochi.
La asamblea se
prolongaría toda la tarde. Apenas era la una y cuarto y a Rochi le parecía que
hacía horas que la
soportaba.
—Por lo menos nos
salvamos de todas las clases de la tarde —comentó Lali.
—En realidad creo que
estamos sentadas a una distancia decente para poder mirar a pablo
—dijo Lali. Lo
observó durante un par de minutos y luego se volvió hacia su
amiga—. Ya has
arreglado tú cita con Nicolas, ¿verdad? —murmuró—. ¿Saldrás el sábado?
—Sí. Y Paul llamó por
el viernes a la noche. Pero detesto tener tres citas seguidas, de modo
que le dije que
prefería dejarlo para la semana que viene.
—Pensé que habías
dicho que no consideraban una “cita” la cena con Gaston Dalmau —le
recordó Lali,
confundida.
—Ah, cierto. Quise
decir que no me gusta hacer planes para tres noches seguidas. —Hizo una
pausa—. Si te digo
algo, ¿prometes no reírte? —susurró.
—Por supuesto que lo
prometo.
—No vas a creerlo,
pero cuando Gaston y yo fuimos al asado el sábado, nos… nos besamos.
—¿Qué? —exclamó Lali,
y los alumnos de la fila de adelante se volvieron para mirarla—.
Métanse en sus cosas
—les gruñó a todos—. ¿Se besaron? —le susurró a Rochi.
—Sí. Ya sé que es una
locura. Y lo más extraño de todo es que creo que me gustó. Todo
empezó como parte de
la apuesta, pero… Ah, no lo sé. Cada vez que lo pienso, me estremezco.
—Un beso —dijo Lali,
con aire de complicidad—. Es hora de enfrentarte a la realidad,
amiga. Estás
enamorándote de Gaston Dalmau.
—¿Pero cómo puedo
enamorarme de Gaston? Cuando pienso en lo diferentes que somos, en
que nos movemos en
círculos distintos, en que no tenemos amistades en común un nos gustan las
mismas comidas o la
misma música…
—¿Y a quién le
importa? Si un tipo te besa y no puedes dejar de pensar en ese beso durante
cuatro días, ¿a quién
le importa que sean polos opuestos?
Lali suspiró.
—No puedo creerlo.
¡Mi mejor amiga por fin se enamoró!
—Espera un segundo
—susurró Rochi—. Yo no hablé de amor.
—¡No hace falta!
—contestó Lali—. Es evidente.
—De ninguna manera.
No estoy enamorada de Gaston Dalmau. Besa muy bien. Eso es todo.
—Como quieras
—respondió Lali—. Pero si yo estuviera en tu lugar, cancelaría todas mis
citas por Gaston. ¿Para
qué necesitas a los demás?
Afortunadamente, la
presidenta del departamento de asesoramiento anunció un intervalo de
quince minutos antes
de dar comienzo a la segunda parte de la asamblea.
—Y no quiero ver
asientos vacíos cuando reanudemos nuestras actividades —advirtió—.
Continuaremos a la
una y cuarenta y cinco.
—Ah, qué felicidad —Lali
estiró los brazos por encima de la cabeza—. Quince minutos de
descanso.
—Creo que iré a beber
un poco de agua —dijo Rochi. Ya no quería seguir hablando de Gaston.
¿Enamorada? Sí,
claro. Sólo se dejaba llevar por las circunstancias, y Lali se había
contagiado.
Rochi se abrió paso
entre los demás estudiantes y se dirigió al pasillo. Pasó por lo menos cinco
minutos haciendo cola
en la fuente de agua, hablando con algunos conocidos y saludando a otros
que pasaban.
Luego regresó al
auditorio. Mientras se aproximaba a su grupo de amigos que se habían
reunido adelante,
junto al escenario, vio a Gaston y a los demás a un costado. Se sorprendió al
descubrir que con
solo verlo su corazón latía con mayor intensidad. Qué extraño. Últimamente se
alegraba de verlo.
Gaston lucía muy
apuesto con una holgada remera a rayas, que parecía de la década de los 50.
Sus ojos parecieron
encenderse al verla. La ignoró, pero era una actitud normal entre
ellos: casi no
hablaban cuando se encontraban en la escuela.
“Qué estupidez”,
pensó Rochi. Después de todo, iría a cenar a su casa. Decidió acercarse y
saludarlo.
—Esa mujer es una
maquina de repetir frases gastadas —oyó decir a Gaston, cuando se
acercó—. Gente, les
presento a Carol… Escuchen, gente. —Imitaba la voz a la perfección.
—Parece una grabadora
—respondió otro del grupo.
—¿Por qué no enfrenta
la realidad? —dijo Gaston—. Hablemos con franqueza: la mitad de
nosotros terminará
trabajando en McDonald’s y la otra mitad…
—Irá a la universidad
—terminó su amigo por él.
—No. La otra mitad
trabajará en Burger King —contestó Gaston, y todos los amigos se
echaron a reír.
—Y si no empiezan a
venderse las hamburguesas de vegetales, ¿dónde trabajarás tú, Gaston?—interrumpió
Rochi, acercándose al grupo.
—Vaya Rochi Igarzabal
sin sus súbditos —comentó él—. El año que viene, la corte de
egresados estará
allí, en vivo y en directo. ¿No tendrías que estar con ellos?
—Y aquí está el Club
Mayor de Cabezas Huecas—replicó Rochi—. Suerte que
hoy han podido
abandonar el ocio para reunirse con nosotros.
—Touché. —Gaston
le sonrió. Se apartaron de los demás y el grupo de amigos de Gaston se
quedó mirándola
fijo—. ¿Qué emergencia te ha obligado a despegarte de tus amistades y
rebajarte a venir a
hablar conmigo? No vendrás a molestarme para que te haga un trabajo de
chapa en otro
cacharro, ¿no?
—No… —respondió Rochi—.
Y no será ningún cacharro si vas a hacerme ese importante
descuento que me
prometiste. En realidad, la razón por la que he venido hasta aquí es…
—Deshacer la
invitación a cenar que me hizo tu padre para el jueves, ¿correcto?
—¡No! Deja de
interrumpirme, ¿quieres? Sólo quería preguntarte… bueno… ¿Cuánto dinero
has recaudado en el
lavadero de autos? ¿Fue mucha gente? Juro que habría ido, pero, como ya
sabes, todavía no
tengo auto propio.
—Bueno, tu padre
llevó un auto que definitivamente no era el escarabajo. Supongo que no
nos lo habría
confiado —conjeturó Gaston—. Es una persona muy agradable.
—Sí. Tú y él tienen
mucho en común —comentó Rochi—. Ambos creen que pertenecen a la
década de los 60; la
única diferencia es que él tiene un certificado de nacimiento que lo
demuestra.
—La década de los 60
no fue una época en el tiempo, sino que constituye un estado de ánimo.
Pregúntale a
cualquiera.
—A cualquiera de tus
amigos, querrás decir. ¿Cómo te ha ido con el lavadero de autos,
entonces?
—De maravillas.
Recaudamos algo más de quinientos dólares. Tal vez parezca una fortuna,
pero no lograremos
grandes cosas con esa suma.
—Tal vez no, pero es
mejor que nada —repuso Rochi—. Lo importante es que has participado
y que has hecho algo
para una causa en la que crees.
Gaston miró hacia
arriba.
—¿Sabes? Suena como
el lema del grupo de porristas.
—¿Y si lo es, qué?
—lo desafió—. Creo que es auténtico.
—Sí, en eso tienes
razón —admitió Gaston—. Aunque la cantidad recaudada sea pequeña,
tiene valor.
—Y si organizas uno
de esos encuentros por años, o por temporada, llegarán a sumar un
monto interesante
—señaló ella.
—Cierto. Nunca lo
miré desde esa óptica.
—Atención —La asesora
golpeó el micrófono—. Atención, por favor. Regresen todos a sus
asientos.
—Bueno te veré mañana
en la noche, entonces —dijo Rochi, un tanto incomoda.
—Correcto. A las
siete en punto. Tal vez me retrase un poco porque los jueves trabajo hasta
las seis y media y
tengo que pasar por mi casa a ducharme y cambiarme. Pero no faltaré a la cita.
—Siempre y cuando te
bañes antes de venir, no me importa a qué hora aparezcas —bromeó
ella.
—¿Tendré que pasar
alguna inspección en especial? —preguntó Gaston. Se cruzó de brazos y
la miró—. ¿Vas a
revisarme detrás de las orejas para comprobar si me las he lavado bien?
Rochi sintió que se
ruborizaba.
—Yo…
—¡Gente! ¡A sus
asientos! —insistió la asesora en voz alta. Rochi miró a su alrededor y notó
que ella y Gaston
eran dos de las contadas personas que todavía quedaban en pie.
—Hasta esta noche…
perdón, hasta mañana a la noche, quise decir —murmuró. Luego se
apresuró a sentarse
junto a Lali. Afortunadamente, su asiento se hallaba en un extremo, de
modo que no tuvo que
molestar a toda la fila para ocupar su lugar.
—¿Cómo te fue?
—preguntó Lali en un murmullo, mientras la asesora presentaba a un
nuevo orador.
—Sólo estuvimos…
charlando, nada más —respondió Rochi.
—¡Ya vi! —contestó Lali—.
¿Pero han hecho planes para el fin de semana? ¿Le contaste lo
que sentías, que no
puedes dejar de pensar en…?
—Ah, basta, ¿quieres?
Gaston y yo somos nada más que amigos.
—Sí, claro, Rochi
—respondió Lali, mirándola con escepticismo.
Gaston se sentía como
un tonto. Estaba de pie, frente a la puerta de los Igarzabal, con una
pequeña caja de
masitas en la mano; las había llevado por la vehemente insistencia de su madre.
—Hola. —Gaston
levantó la vista cuando Rochi le abrió la puerta—. ¿Qué es eso? —le
preguntó cuando lo
vio con la caja en la mano.
—Ah, son para ti…
para toda la familia. —Le entregó las masitas.
—Gracias. Pasa. —Rochi
entró y se hizo a un lado para darle paso. Se dirigieron a la cocina—.
Gaston, ella es mi
madre, Adriana Igarzabal.
—Hola, Gaston. Mucho
gusto. Sírvete té helado, si quieres —le dijo Adriana.
—Excelente, gracias.
—Gaston se sirvió un vaso de la jarra que estaba sobre la mesa.
—No te preocupes, Gaston.
Ya he advertido a mi madre sobre tus hábitos alimentarios —dijo
—En realidad, tu
visita me ha dado la escusa ideal para poner en práctica una nueva receta de
verduras salteadas
—dijo el señor Igarzabal—. ¿Cómo van las cosas, Gaston? —Estaba
cocinando en una
sartén profunda y se volvió hacia el muchacho, agitando la espátula en el aire.
—Bien, gracias, señor
Igarzabal —respondió Gaston.
—Llámame Curtis. La
cena estará lista dentro de diez minutos. De modo que tienen bastante
tiempo para conversar
tranquilos.
—Mira, Gaston nos ha
traído unas masitas —dijo Rochi—. Qué bueno, ¿no?
—Las pondré en una
bandeja —dijo la señora Igarzabal—. Gracias, Gaston.
—Ah, no hay cuidado.
Las hizo mi madre —explicó el muchacho incomodo. Se había puesto
una camisa blanca y
sus mejores pantalones de jeans negro. ¡Hasta se había puesto calcetines! Y
las infaltables
zapatillas, claro.
—De modo que… ésta es
tu casa —le dijo a Rochi mientras miraba todas las chucherías y
cuadros que colgaban
de las paredes. Cuando llegaron al living, sonrió al ver las fotografías de la
familia dispuestas
sobre la repisa de la chimenea, junto a unos cuantos trofeos de porrista.
—Ya estuviste aquí
—le dijo ella—. ¿Recuerdas? Cuando me trajiste el auto —murmuró.
—Sí, lo recuerdo
—contestó él. Pero le parecía algo muy remoto. También recordaba que
Rochi casi lo había
llevado por delante para ir a ver cómo había quedado su Poroto, y que no
habían hablado de
nada. Ahora las cosas habían cambiado mucho. Se sentía tranquilo en su
presencia.
—Aquí hay algo por lo
que tú morirías. Algo de lo que mi padre no se desprendería jamás. —
Señaló un póster
colgado detrás del sillón, que promocionaba un recital de Grateful Dead, de la
década de los 70.
Gaston se acercó para
mirarlo mejor. Era asombroso.
—Dime una cosa: ¿qué
pensaría tu padre si me lo llevara?
—Bueno, creo que le
caes simpático, pero si yo estuviera en tu lugar, no abusaría de mi buena
suerte. Digamos que
siente tanto apego por este póster como por su auto.
Gaston asintió.
—Muy bien, entonces.
Sigamos adelante. ¿Por qué no me muestras tu cuarto? —Miró
alrededor, buscando
las escaleras.
—De acuerdo. Pero
primero tendrás que prometerme que no te burlarás de cada cosa que
encuentre allí.
—Lo juro —prometió Gaston
con un aire solemne—. Y no porque tú no te hayas burlado de
todo lo que me gusta
y de lo que creo.
—Sí, pero hay una
diferencia: yo siempre tengo razón.
—¿Ah, si? ¿De verdad
lo crees? —Gaston sonrió y se le acercó.
—Sí, lo creo de
verdad. —Rochi lo miró y asintió con la cabeza—. Por supuesto que es muy
difícil tener siempre
razón y ser perfecta.
—Vaya si lo sabré
—bromeó él mientras apoyaba la mano sobre la pared, junto a ella.
Analizó su rostro,
tratando de estudiar su expresión. Parecía auténticamente feliz de verlo, casi
tan feliz como él de
haber tenido una nueva oportunidad para pasar más tiempo a su lado. Un
tiempo que no tenía
ninguna relación con la apuesta. Claro que también podía ser que ella
estuviera fingiendo
por lo de Poroto, frente a su padre.
“Pregúntaselo
directamente —se dijo—. Averigua si le gustas tanto como ella a ti.”
—¡La cena está
servida!
—Supongo que nos
llaman —dijo Gaston, nervioso, mientras retrocedía un paso.
Rochi tenía el rostro
levemente ruborizado.
—Creo que sí.
Gaston la siguió
hasta el comedor, donde todos tomaron asiento: el señor y la señora
Igarzabal ocuparon
cada una de las cabeceras y ellos se sentaron a los costados de la mesa, uno
frente al otro. Curtis
sirvió generosas porciones de verduras salteadas sobre una guarnición de
arroz y comenzó a
pasar los platos.
—Gaston, durante
horas he estado presionando a Rochi para que me responda, sin éxito. Tal
vez tú puedas
ayudarme —dijo Adriana, al tiempo que tomaba sus palitos chinos para comer—.
¿Cómo se conocieron?
—Ah, eh… en la
escuela, mamá —respondió ella—. ¿Dónde más? —Sazonó su comida con
salsa de soja y
dirigió a Gaston una mirada cómplice.
—Sí, estamos juntos
en la clase de castellano —agregó él—. Pero recién empezamos a
conocernos a fondo de
un tiempo a esta parte… —Hizo una pausa y Rochi le dirigió otra mirada,
aunque de pánico esta
vez—. Cuando Rochi escribió ese artículo sobre el lavadero de autos de la
semana pasada. Ah, a
propósito, gracias por haber venido.
—Nos alegra ayudar
—Curtis bebió un sorbo de té helado—. ¿A que te dedicas en tu tiempo
libre? Como de
costumbre, Rochi no nos ha contado nada sobre ti.
“¿Cómo de
costumbre?”, pensó Gaston. ¿Acaso Rochi solía llevar a cenar con sus padres a
los
chicos con quienes
salía? ¿Se trataría de una rutina familiar para ella? Él jamás había ido a
cenar
a la casa de ninguna
chica… de una chica que fuera algo más que una amiga.
—Bueno, invierto gran
parte de mi tiempo en mi trabajo. Últimamente no he hecho otra cosa
—respondió Gaston.
—¿De verdad? ¿Dónde
trabajas? —preguntó la señora Igarzabal.
—Papá, las zanahorias
están deliciosas —exclamó Rochi—. Bien crocantes y con un exquisito
sabor a jengibre. ¿Le
pusiste jengibre?
—Sí. Gracias por el
cumplido. —Miró a Gaston, expectante—. ¿Dónde trabajas, entonces?
—En el Centro del
Automotor Dalmau —respondió Gaston—. Mi padre y mi tío son los
dueños.
—He visto ese taller
—comentó Curtis—. Por suerte, todavía no he necesitado ir a reparar mi
auto.
“Mejor dicho, no te
has enterado de que lo necesitaste imperiosamente”, corrigió Gaston para
sí, mientras Rochi le
pasaba la jarra con el té helado.
—Entonces entiendes
mucho de trabajos de chapa, ¿verdad?
—Hum… algo. —Asintió
con la cabeza—. Estoy aprendiendo. No quiero trabajar toda la vida
en esto, pero me
agrada.
—¿Qué preferirías
hacer? —preguntó la señora Igarzabal.
—Bueno, me interesan
mucho los combustibles alternativos, Me gustaría trabajar en el
desarrollo de
algunos, o en la promoción, para poder ofrecerlos a las grandes empresas
proveedoras. Por eJemplo
autos eléctricos y esas cosas.
—Ah —El señor Igarzabal
lo miró y asintió—. Me parece una excelente ambición. Creo que
todos debemos ayudar
a la naturaleza, en lugar de dañarla como lo hemos hecho hasta ahora.
“Ojalá mi padre fuera
tan comprensivo como el señor Igarzabal”, pensó Gaston. Él deseaba
que su hijo se
hiciera cargo de la empresa cuando cumpliera los treinta. Gaston le había
contestado que sólo
lo haría si se dedicaban a reparar autos impulsados a electricidad o turbinas.
—De hecho, he pensado
en comprarme uno. Pero tenemos dos y de uno no puedo
deshacerme. Tengo un
escarabajo Volkswagen 1968 —dijo Curtis.
—¿De verdad? —Gaston
trató de mostrarse sorprendido—. Qué auto estupendo —Rochi le
pateó la canilla por
debajo de la mesa—. Siempre he querido comprarme uno. Son muy buenos.
Claro que jamás he
tenido la oportunidad de conducir ninguno —Extendió la mano y apretó con
suavidad la rodilla
de la chica. Rochi respondió con una tibia sonrisa.
—Tal vez algún día
podamos salir a dar una vuelta —dijo el señor Igarzabal—. Aunque
últimamente no ha
andado del todo bien. Creo que tendré que llevarlo al mecánico para hacerle
una buena afinación.
Rochi dejó caer el
tenedor sobre el plato. Cuando Gaston la vio fruncir el entrecejo, deseó
poder consolarla,
pedirle que no se preocupara. Un mecánico no encontraría ningún defecto.
—Tal vez no sea nada
—le dijo Gaston a Curtis—. Yo no me preocuparía. —Le sonrió a
Rochi. Con él, su
secreto siempre estaría seguro.

LINDO!
ResponderEliminarAme :)
ResponderEliminar