martes, 16 de julio de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 28





Capitulo 28


—¡Gastón!

La mayoría de los hombres, incluso los de aspecto mediocre, se parecen al hombre de Marlboro cuando van vestidos con unas botas vaqueras, unos tejanos que les sientan bien y un sombrero vaquero blanco. Esta combinación tiene el mismo efecto transformador que un esmoquin. Pero en un hombre como Gastón, este atuendo puede cortarte el aliento como un golpe en el pecho.

—No tienes por qué comprármelo —protesté yo.
—Hacía tiempo que no te veía —comentó Gastón mientras cogía la cadena con el armadillo que le tendía la vendedora.

Gastón negó con la cabeza cuando ella le preguntó si quería un recibo y me indicó que me diera la vuelta. Yo le obedecí y levanté mi cabello. Los nudillos de sus dedos rozaron mi nuca y un estremecimiento de placer recorrió mi piel.

Gracias a Gabo, yo estaba iniciada en el ámbito sexual, aunque no despierta. Había entregado mi inocencia con la esperanza de obtener consuelo, afecto, conocimiento..., pero mientras estaba allí con Gastón, comprendí la locura que constituía pretender sustituirlo por otro hombre. Gabo no se parecía en nada a Gastón, salvo por una leve similitud física. Yo me pregunté con amargura si Gastón eclipsaría mis relaciones con los hombres durante el resto de mi vida, si me perseguiría como un fantasma. No sabía cómo dejarlo. ¡Ni siquiera lo había tenido nunca!

—Lali me contó que ahora vives en la ciudad —comenté yo mientras tocaba el armadillo de plata que colgaba en el hueco de mis clavículas con los dedos.
Él asintió con la cabeza.

—He alquilado un piso de un dormitorio. No es mucho, pero por primera vez en mi vida dispongo de intimidad.

—¿Has venido con alguien?
Él volvió a asentir con la cabeza.

—Con Lali y mis hermanos, están viendo el campeonato de caballos de tiro.
—Yo he venido con Aleli y mi madre.

Sentí el impulso de decirle que nos habíamos encontrado con Juan Cruz y que a mí me daba rabia que mi madre le diera hasta la hora, pero me pareció que, siempre que veía a Gastón, le contaba mis problemas y, por una vez, decidí no hacerlo.
El color del cielo se había oscurecido de lavanda a violeta y el sol se ponía a tanta velocidad que p

Empezamos a caminar sin una meta fija. Gastón contenía sus pasos para ajustarlos a los míos.
—Desearía que mi madre se hubiera casado con otro hombre después de que encerraran a mi padre para siempre —explicó Gastón—. Ella tiene todo el derecho del mundo a divorciarse y, si hubiera encontrado a un hombre decente, la vida le habría resultado más fácil.

Yo no sabía por qué habían encerrado a su padre y sopesé la posibilidad de preguntárselo.

—¿Ella todavía lo ama? —le pregunté, por fin, intentando parecer sabia y adulta.
—No, le tiene un miedo terrible. Cuando bebe, mi padre es peor que un saco lleno de serpientes. Y la mayor parte del tiempo está bebido. Hasta donde me alcanza la memoria, siempre ha estado entrando y saliendo de la cárcel. Venía a casa cada uno o dos años, golpeaba a mi madre, la dejaba embarazada y se marchaba con todo el dinero que teníamos. Yo intenté detenerlo en una ocasión, cuando tenía once años; así es cómo me rompí la nariz. Sin embargo, la siguiente vez que volvió, yo ya era mayor y pude plantarle cara. No volvió a molestarnos nunca más.

Yo me estremecí al imaginarme a la alta y escuálida señora Silvia siendo golpeada una y otra vez.

—¿Por qué no se divorcia de él? —pregunté yo.

Gastón sonrió con tristeza.

—El pastor de nuestra iglesia le dijo a mi madre que, si se divorciaba de mi padre, por muy agresivo que fuera, ella no podría seguir siendo una sierva de Dios. Le dijo que no debía anteponer su felicidad a la devoción por Jesucristo.
—No opinaría lo mismo si fuera a él a quien golpearan.
—Yo fui a verlo para explicarle nuestro caso, pero él no quiso cambiar de opinión y al final me fui para no retorcerle el pescuezo.
—¡Oh, Gastón! —exclamé mientras sentía una punzada de compasión en el pecho. No pude evitar acordarme de Gabo, de lo fácil que había sido su vida hasta entonces y de lo distinta que era de la de Gastón—. ¿Por qué la vida es tan difícil para algunas personas y tan fácil para otras? ¿Por qué algunas personas tienen que luchar tanto?
Él se encogió de hombros.
—La vida nunca es siempre fácil para nadie. Tarde o temprano Dios nos hace pagar por nuestros pecados.
Deberías de venir a la iglesia del Cordero de Dios, la de la calle Sur —le aconseje yo—. Allí Dios es mucho más amable y pasa por alto algunos de tus pecados si llevas pollo frito a las comidas comunitarias de los domingos.
Gastón sonrió abiertamente.
—¡Pequeña blasfema! —Nos detuvimos delante del entoldado de la pista de baile—. Supongo que la congregación del Cordero de Dios también aprueba el baile.
Yo incliné la cabeza en señal de culpabilidad.
—Me temo que sí.
—¡Dios todopoderoso, prácticamente eres una metodista! ¡Vamos!

Gastón me tomó de la mano y me condujo al borde de la pista, donde unas cuantas parejas se deslizaban al ritmo que marcaba la banda: dos pasos rápidos, dos pasos lentos. Se trataba de un baile recatado en el que se mantenía una distancia prudente entre los bailarines, a menos que el chico deslizara la mano por tu cintura y te hiciera girar hasta que tu cuerpo quedara pegado al de él. Entonces el baile se convertía en algo totalmente distinto. Sobre todo si la música era lenta.
Yo seguí los movimientos deliberados de Gastón, quien sostenía mi mano con suavidad, mientras mi corazón latía a una velocidad de vértigo. Me sorprendió que quisiera bailar conmigo cuando, en el pasado, siempre había dejado claro que no permitiría que nuestra relación fuera más allá de la amistad. Yo tuve la tentación de preguntarle a qué se debía aquel cambio, pero guardé silencio, pues deseaba bailar con él con todas mis fuerzas.

Cuando Gastón me acercó a él, casi me mareé.

—Esto podría ser una mala idea, ¿no crees? —le pregunté.
—Así es. Apoya la mano en mí.

Apoyé la mano en la dura curvatura de su hombro. Su pecho subía y bajaba a un ritmo irregular. Contemplé la hermosa severidad de su rostro y me di cuenta de que se concedía un raro momento de indulgencia. Sus ojos tenían una expresión alerta pero resignada, como un ladrón que sabe que lo van a atrapar.
De una forma vaga, fui consciente de la agridulce canción de Randy Travis que interpretaba la banda, una canción melancólica y desgarrada como sólo una canción country triste puede ser. La presión de las manos de Gastón me guiaba y nuestros muslos se rozaban, separados, sólo, por el tejido de los pantalones. Más que bailar, parecía que nos desplazáramos a la deriva. Seguíamos la corriente que marcaban las otras pareja» en un deslizamiento lento que era más sexual que cualquiera de las cosas que había hecho con Gabo. Yo no tenía que pensar en dónde tenía que poner el pie o en qué dirección tenía que girar.

La piel de Gastón olía a humo y a sol. Deseé deslizar la mano por debajo de su camisa y explorar los rincones más recónditos de su cuerpo, sentir las variaciones de la textura de su piel. Quería cosas que no sabía ni cómo nombrar.
La banda tocó una canción todavía más lenta y el baile se convirtió en un abrazo con un leve balanceo. El cuerpo de Gastón estaba totalmente pegado al mío y la agitación invadió todas mis células. Entonces apoyé la cabeza en su hombro y sentí el roce de su boca en mi mejilla. Sus labios eran secos y suaves. Yo me quedé inmóvil y en silencio. Él me acercó todavía más a su cuerpo, apoyó una mano sobre mi cadera y presionó con suavidad. Yo sentí su excitación y mis muslos y mis caderas se pegaron a él con avidez.
Un lapso de tiempo de tres o cuatro minutos resulta insignificante en el orden del universo. Las personas desperdician cientos de minutos en cosas triviales todos los días. Sin embargo, en ese fragmento de tiempo puede suceder algo que recuerdes el resto de tu vida. Bailar en los brazos de Gastón mientras permanecía inmersa en su cercanía constituyó para mí un acto más íntimo que el mismo sexo. Incluso ahora, cuando lo rememoro, siento aquella conexión absoluta y todavía me ruborizo.

Cuando la música cambió a un nuevo ritmo, Gastón me sacó de la pista de baile. Me cogió por el codo y murmuró un aviso cuando Cruzamos por encima de unos cables eléctricos que estaban extendidos por el suelo como serpientes desenroscadas. Nos alejamos del recinto ferial, aunque yo no tenía ni idea de adonde nos dirigíamos. Llegamos a una valla construida con vigas de cedro rojo. Gastón me cogió por la cintura, me levantó con una facilidad asombrosa y me sentó en la viga superior de modo que quedamos de frente y a la misma altura, aunque separados por mis piernas, que yo mantenía juntas.

—No dejes que me caiga —declaré.
—No te caerás.

Gastón me cogió con firmeza por las caderas y el calor de sus manos atravesó la fina tela veraniega de mis pantalones. Me invadió una necesidad casi incontrolable de separar las piernas y tirar de él hasta colocarlo entre ellas, pero las mantuve cerradas mientras el corazón me latía con intensidad. El trémulo brillo de las luces de la feria se extendía detrás de Gastón y me resultaba difícil ver su rostro.

Gastón sacudió la cabera con lentitud, como si se enfrentara a un problema que no sabía cómo resolver.

—Valeria, tengo que contarte que... me voy pronto.

Continuara...*Mafe*

2 comentarios:

  1. que? no que no se vaya!! si se nota a leguas que gaston se siente atraido por Rochi!.. que se deje llevar por lo menos!

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  2. Que genial donde lo cortaste jajajajajajaja dios dios quiero el proximo YA!

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