Capitulo 28
—¡Gastón!
La mayoría de los
hombres, incluso los de aspecto mediocre, se parecen al hombre de
Marlboro cuando van vestidos con unas botas vaqueras, unos tejanos
que les sientan bien y un sombrero vaquero blanco. Esta combinación
tiene el mismo efecto transformador que un esmoquin. Pero en un
hombre como Gastón, este atuendo puede cortarte el aliento como un
golpe en el pecho.
—No tienes por qué
comprármelo —protesté yo.
—Hacía tiempo que no te
veía —comentó Gastón mientras cogía la cadena con el armadillo
que le tendía la vendedora.
Gastón negó con la
cabeza cuando ella le preguntó si quería un recibo y me
indicó que me diera la vuelta. Yo le obedecí y levanté
mi cabello. Los nudillos de sus dedos rozaron mi nuca y un
estremecimiento de placer recorrió mi piel.
Gracias a Gabo, yo estaba
iniciada en el ámbito sexual, aunque no despierta. Había entregado
mi inocencia con la esperanza de obtener consuelo, afecto,
conocimiento..., pero mientras estaba allí con Gastón, comprendí
la locura que constituía pretender sustituirlo por otro hombre. Gabo
no se parecía en nada a Gastón, salvo por una leve similitud
física. Yo me pregunté con amargura si Gastón eclipsaría mis
relaciones con los hombres durante el resto de mi vida, si me
perseguiría como un fantasma. No sabía cómo dejarlo. ¡Ni siquiera
lo había tenido nunca!
—Lali me contó que
ahora vives en la ciudad —comenté yo mientras tocaba el armadillo
de plata que colgaba en el hueco de mis clavículas con los dedos.
Él asintió con la
cabeza.
—He alquilado un piso de
un dormitorio. No es mucho, pero por primera vez en mi vida dispongo
de intimidad.
—¿Has venido con
alguien?
Él volvió a asentir con
la cabeza.
—Con Lali y mis
hermanos, están viendo el campeonato de caballos de tiro.
—Yo he venido con Aleli
y mi madre.
Sentí el impulso de
decirle que nos habíamos encontrado con Juan Cruz y que a mí me
daba rabia que mi madre le diera hasta la hora, pero me pareció que,
siempre que veía a Gastón, le contaba mis problemas y, por una vez,
decidí no hacerlo.
El color del cielo se
había oscurecido de lavanda a violeta y el sol se ponía a tanta
velocidad que p
Empezamos a caminar
sin una meta fija. Gastón contenía sus pasos para ajustarlos a los
míos.
—Desearía que mi madre se
hubiera casado con otro hombre después de que encerraran a mi padre
para siempre —explicó Gastón—. Ella tiene todo el derecho del
mundo a divorciarse y, si hubiera encontrado a un hombre decente, la
vida le habría resultado más fácil.
Yo no sabía por qué
habían encerrado a su padre y sopesé la posibilidad de
preguntárselo.
—¿Ella todavía lo ama?
—le pregunté, por fin, intentando parecer sabia y adulta.
—No, le tiene un miedo
terrible. Cuando bebe, mi padre es peor que un saco lleno de
serpientes. Y la mayor parte del tiempo está bebido. Hasta donde me
alcanza la memoria, siempre ha estado entrando y saliendo de la
cárcel. Venía a casa cada uno o dos años, golpeaba a mi madre, la
dejaba embarazada y se marchaba con todo el dinero que teníamos. Yo
intenté detenerlo en una ocasión, cuando tenía once años; así es
cómo me rompí la nariz. Sin embargo, la siguiente vez que volvió,
yo ya era mayor y pude plantarle cara. No volvió a molestarnos nunca
más.
Yo me estremecí al
imaginarme a la alta y escuálida señora Silvia siendo golpeada una y
otra vez.
—¿Por qué no se
divorcia de él? —pregunté yo.
Gastón sonrió con
tristeza.
—El pastor de nuestra
iglesia le dijo a mi madre que, si se divorciaba de mi padre, por muy
agresivo que fuera, ella no podría seguir siendo una sierva de Dios.
Le dijo que no debía anteponer su felicidad a la devoción por
Jesucristo.
—No opinaría lo mismo
si fuera a él a quien golpearan.
—Yo fui a verlo para
explicarle nuestro caso, pero él no quiso cambiar de opinión y al
final me fui para no retorcerle el pescuezo.
—¡Oh, Gastón! —exclamé
mientras sentía una punzada de compasión en el pecho. No pude
evitar acordarme de Gabo, de lo fácil que había sido su vida hasta
entonces y de lo distinta que era de la de Gastón—. ¿Por qué la
vida es tan difícil para algunas personas y tan fácil para otras?
¿Por qué algunas personas tienen que luchar tanto?
Él se encogió de
hombros.
—La vida nunca es
siempre fácil para nadie. Tarde o temprano Dios nos hace pagar por
nuestros pecados.
—Deberías de
venir a la iglesia del Cordero de Dios, la de la calle Sur —le
aconseje yo—. Allí Dios es mucho más amable y pasa por alto
algunos de tus pecados si llevas pollo frito a las comidas
comunitarias de los domingos.
Gastón sonrió
abiertamente.
—¡Pequeña blasfema!
—Nos detuvimos delante del entoldado de la pista de baile—.
Supongo que la congregación del Cordero de Dios también aprueba el
baile.
Yo incliné la cabeza en
señal de culpabilidad.
—Me temo que sí.
—¡Dios todopoderoso,
prácticamente eres una metodista! ¡Vamos!
Gastón me tomó de la
mano y me condujo al borde de la pista, donde unas cuantas parejas se
deslizaban al ritmo que marcaba la banda: dos pasos rápidos, dos
pasos lentos. Se trataba de un baile recatado en el que se mantenía
una distancia prudente entre los bailarines, a menos que el chico
deslizara la mano por tu cintura y te hiciera girar hasta que tu
cuerpo quedara pegado al de él. Entonces el baile se convertía en
algo totalmente distinto. Sobre todo si la música era lenta.
Yo seguí los movimientos
deliberados de Gastón, quien sostenía mi mano con suavidad,
mientras mi corazón latía a una velocidad de vértigo. Me
sorprendió que quisiera bailar conmigo cuando, en el pasado, siempre
había dejado claro que no permitiría que nuestra relación fuera
más allá de la amistad. Yo tuve la tentación de preguntarle a qué
se debía aquel cambio, pero guardé silencio, pues deseaba bailar
con él con todas mis fuerzas.
Cuando Gastón me acercó
a él, casi me mareé.
—Esto podría ser una
mala idea, ¿no crees? —le pregunté.
—Así es. Apoya la mano
en mí.
Apoyé la mano en la dura
curvatura de su hombro. Su pecho subía y bajaba a un ritmo
irregular. Contemplé la hermosa severidad de su rostro y me di
cuenta de que se concedía un raro momento de indulgencia. Sus ojos
tenían una expresión alerta pero resignada, como un ladrón que
sabe que lo van a atrapar.
De una forma vaga,
fui consciente de la agridulce canción de Randy Travis que
interpretaba la banda, una canción melancólica y desgarrada como
sólo una canción country triste puede ser. La presión de las manos
de Gastón me guiaba y nuestros muslos se rozaban, separados, sólo,
por el tejido de los pantalones. Más que bailar, parecía que nos
desplazáramos a la deriva. Seguíamos la
corriente que marcaban las otras pareja»
en un deslizamiento lento que era más sexual que
cualquiera de las cosas que había hecho con Gabo. Yo no tenía que
pensar en dónde tenía que poner el pie o en qué dirección tenía
que girar.
La piel de Gastón olía a
humo y a sol. Deseé deslizar la mano por debajo de su camisa y
explorar los rincones más recónditos de su cuerpo, sentir las
variaciones de la textura de su piel. Quería cosas que no sabía ni
cómo nombrar.
La banda tocó una canción
todavía más lenta y el baile se convirtió en un abrazo con un leve
balanceo. El cuerpo de Gastón estaba totalmente pegado al mío y la
agitación invadió todas mis células. Entonces apoyé la cabeza en
su hombro y sentí el roce de su boca en mi mejilla. Sus labios eran
secos y suaves. Yo me quedé inmóvil y en silencio. Él me acercó
todavía más a su cuerpo, apoyó una mano sobre mi cadera y presionó
con suavidad. Yo sentí su excitación y mis muslos y mis caderas se
pegaron a él con avidez.
Un lapso de tiempo de tres
o cuatro minutos resulta insignificante en el orden del universo. Las
personas desperdician cientos de minutos en cosas triviales todos los
días. Sin embargo, en ese fragmento de tiempo puede suceder algo que
recuerdes el resto de tu vida. Bailar en los brazos de Gastón
mientras permanecía inmersa en su cercanía constituyó para mí un
acto más íntimo que el mismo sexo. Incluso ahora, cuando lo
rememoro, siento aquella conexión absoluta y todavía me ruborizo.
Cuando la música cambió
a un nuevo ritmo, Gastón me sacó de la pista de baile. Me cogió
por el codo y murmuró un aviso cuando Cruzamos por encima de unos
cables eléctricos que estaban extendidos por el suelo como
serpientes desenroscadas. Nos alejamos del recinto ferial, aunque yo
no tenía ni idea de adonde nos dirigíamos. Llegamos a una valla
construida con vigas de cedro rojo. Gastón me cogió por la cintura,
me levantó con una facilidad asombrosa y me sentó en la viga
superior de modo que quedamos de frente y a la misma altura, aunque
separados por mis piernas, que yo mantenía juntas.
—No dejes que me caiga
—declaré.
—No te caerás.
Gastón me cogió
con firmeza por las caderas y el calor de sus manos atravesó la fina
tela veraniega de mis pantalones. Me invadió una necesidad casi
incontrolable de separar las piernas y tirar de él hasta colocarlo
entre ellas, pero las mantuve cerradas mientras el corazón me latía
con intensidad. El trémulo brillo de las luces de la feria se
extendía detrás de Gastón y me resultaba difícil ver su rostro.
Gastón sacudió la cabera
con lentitud, como si se enfrentara a un problema que no sabía cómo
resolver.
—Valeria, tengo que
contarte que... me voy pronto.

que? no que no se vaya!! si se nota a leguas que gaston se siente atraido por Rochi!.. que se deje llevar por lo menos!
ResponderEliminarQue genial donde lo cortaste jajajajajajaja dios dios quiero el proximo YA!
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