Capitulo 32
—¿Necesitas
dinero? —me preguntó mi amiga Mery sin rodeos mientras contemplaba
cómo me vestía para el funeral. Ella cuidaría de Aleli hasta que
yo regresara de la ceremonia—. Mi familia podría prestártelo. Y
dice mi padre que puedes ir a trabajar a la tienda a tiempo parcial.
Durante los días
que siguieron al accidente de mi madre, yo no podría haber salido
adelante sin Mery. Ella me preguntó si podía hacer algo por mí y,
aunque yo le contesté que no, ella lo hizo de todas maneras. Mery
insistió en llevarse a Aleli a su casa una tarde a la semana
para que yo pudiera realizar llamadas telefónicas
y limpiar la casa con tranquilidad.
Otro día, Mery
acudió a mi casa con su madre y entre ambas empacaron
las cosas de mi madre en unas cajas de cartón. Yo no podría haberlo
hecho sola. La chaqueta favorita de mi madre, su vestido blanco
estampado con margaritas, la camisa azul, el
pañuelo de gasa rosa con el que se cubría el cabello..., estas y
otras cosas contenían el recuerdo de mi madre en cada uno de sus
pliegues. Por las noches, me acostumbré a dormir con una camiseta de
mi madre que aún no había lavado. Todavía conservaba el olor de su
piel y de su colonia. Yo no sabía qué hacer para que aquel olor no
se desvaneciera. Un día, cuando ya hubiera desaparecido, desearía
volver a sentir el olor de mi madre y éste sólo existiría en mi
memoria.
—Cuando quieras
puedes trabajar en la tienda de mis padres
—insistió Mery.
Yo negué con la cabeza.
Estaba casi segura de que no necesitaban ayuda en la tienda y que me
ofrecían aquel trabajo por compasión. Y, aunque yo apreciaba su
amabilidad más de lo que ellos pudieran pensar, es un hecho que los
amigos duran más cuanto menos recurres a ellos.
—Da las gracias a
tus padres —respondí yo—, pero lo más probable es que necesite
un empleo a tiempo completo. Todavía no he decidido qué voy a
hacer.
—Yo siempre he
pensado que deberías estudiar belleza y peluquería. Serías una
peluquera increíble. Yo te veo algún día con tu propio centro de
belleza.
Mery me conocía bien, la
idea de trabajar en un centro de belleza y todo lo relacionado con
ese campo me atraía más que cualquier otro trabajo. Sin embargo...
—Tardaría entre
nueve meses y un año, con dedicación exclusiva, en conseguir el
título —declaré con pesar—. Además no tengo con qué pagar el
curso.
—Podrías pedirlo
prestado...
—No. —Yo me puse
un top negro acrílico y sin mangas y lo introduje por dentro de mi
falda—. No puedo empezar esta etapa de mi vida pidiendo dinero
prestado, o seguiré así el resto de mi vida. Si no puedo
costeármelo, esperaré hasta que haya ahorrado el dinero suficiente.
—Quizá nunca
llegues a ahorrar el dinero suficiente. —Mery me contempló con una
expresión de exasperación en el rostro—. Amiga mía, si esperas
que aparezca un hada madrina con un vestido y una carroza para ti, no
creo que llegues a la fiesta.
Yo cogí un cepillo de mi
tocador y me recogí el pelo en una cola de caballo baja.
—No estoy
esperando a nadie. Puedo salir adelante yo sola.
—Lo único que
digo es que aceptes toda la ayuda que puedas conseguir. No tienes por
qué hacerlo todo por la vía difícil.
—Ya lo sé. —Yo
contuve mi enojo y conseguí esbozar una sonrisa. Mery se preocupaba
por mí y esto hacía que su autoritarismo fuera más fácil de
sobrellevar—. Y no soy tan tozuda como parece. Después de todo
permití que el señor Ferguson me cambiara el ataúd, ¿no?
El día antes del
funeral, el señor Ferguson me telefoneó y me dijo que tenía una
oferta para mí. Pareció escoger las palabras con cuidado y me contó
que el fabricante de ataúdes había rebajado el precio de los
modelos artísticos y que el de Monet estaba a un precio muy
reducido. Como el precio de venta original era de
seis mil quinientos dólares, yo le
contesté que dudaba que pudiera pagarlo incluso a un precio
rebajado.
—Prácticamente,
los está regalando —insistió el señor Ferguson—. De hecho, el
modelo de Monet cuesta ahora exactamente lo mismo que el de pino que
usted eligió. Puedo ofrecérselo sin ningún coste adicional.
Yo estaba tan sorprendida
que casi me quedé sin palabras.
—¿Está seguro?
—Sí, señorita.
Yo sospeché que la
generosidad del señor Ferguson tenía algo que ver con el hecho de
que hubiera salido a cenar con Tina dos días antes, de modo que fui
a preguntarle a Tina qué había sucedido en su cita.
—Valeria Gutierrez—respondió ella con indignación—, ¿estás sugiriendo que me
acosté con él para que te rebajara el precio del ataúd?
Avergonzada, le respondí
que no pretendía ofenderla y que, evidentemente, no pensaba una cosa
así.
Todavía indignada, Tina
me explicó que, si se hubiera acostado con Arthur Ferguson, sin duda
él me habría regalado el ataúd.
El funeral fue muy
bonito, aunque un poco escandaloso para las normas imperantes en
Welcome. El señor Ferguson dirigió la ceremonia y habló un poco
acerca de mi madre, de su vida y de cuánto
la echarían de menos sus amigos y sus dos hijas. No mencionó para
nada a Juan. Sus parientes habían trasladado su cuerpo a Mesquite,
el condado donde nació y donde vivía la mayoría de sus familiares,
y contrataron a un gerente para Bluebonnet Ranch, un joven holgazán
llamado MikcMendeke.
Una de las mejores amigas
de mi madre, una mujer regordeta y de cabello oscuro que trabajaba
con ella, leyó un poema:
No vayas a llorar junto a mi tumba,
no estoy allí, no estoy durmiendo.
Soy miles de vientos que soplan,
soy los reflejos diamantinos en la nieve,
soy el sol en los cereales maduros,
soy la suave lluvia otoñal.
Cuando te despiertes en el silencio matutino,
soy la corriente veloz que eleva el espíritu
de los pájaros silenciosos que vuelan en círculo.
Soy las tenues estrellas que brillan en la noche.
No vayas a llorar junto a mi tumba,
no estoy allí; no he muerto.
Quizá no se tratara de un
poema religioso, pero cuando Deb acabó de leerlo, había lágrimas
en muchos ojos.
Yo dejé dos rosas
amarillas sobre el ataúd, una por Aleli y otra por mí. Es posible
que las rosas rojas sean las preferidas en el resto del mundo, pero
en Tejas son las amarillas. El señor Ferguson me prometió que
enterrarían las flores con el ataúd.
Al final de la
ceremonia, pusimos la canción Imagine,
de John Lennon, lo cual provocó más
de una sonrisa y bastantes más ceños fruncidos, y después soltamos
cuarenta y dos globos blancos, uno por cada año de edad de mi madre,
los cuales se elevaron hacia el cálido cielo azul.
Aquél fue el funeral
perfecto para Adriana Gutierrez. Creo que a mi madre le habría
encantado. Cuando la ceremonia terminó, sentí la urgente y
repentina necesidad de volver junto a Aleli. Quería abrazarla
durante largo tiempo y acariciar los castaños tirabuzones que tanto me
recordaban a los de mi madre. Aleli nunca me había parecido tan
frágil, tan vulnerable a cualquier tipo de daño.
Me volví hacia la hilera
de coches que había junto a la puerta y vi una limusina negra con
los cristales ahumados aparcada a cierta distancia. No se puede decir
que Welcome sea una ciudad de limusinas, de modo que me sorprendió
ver aquélla allí aparcada. El diseño de la carrocería era
moderno, las puertas y las ventanas estaban cerradas herméticamente
y su contorno era aerodinámico y tan perfecto como el de un tiburón.
Aquel día no se celebraba
ningún otro funeral, de modo que la persona que estaba sentada en la
limusina conocía a mi madre y había querido presenciar el funeral a
cierta distancia. Yo permanecí inmóvil mientras contemplaba con
fijeza el vehículo. Mis piernas se movieron, supongo que me dirigía
a preguntarle si él o ella quería venir al cementerio, pero cuando
avancé hacia la limusina, ésta se puso en marcha y se alejó con
lentitud.
Me inquietó pensar
que nunca averiguaría de quién se trataba.
Continuara...
*Mafe*
me encanta esa novee! ya leei el libro y me encantooo! muy buenoo!:))
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