jueves, 11 de julio de 2013

Una noche con el jeque Capítulo 1



Capítulo 1


Mientras Rocío recogía su equipaje y buscaban la salida, decidió que Zuran tenía el aeropuerto más limpio del mun­do.
Además, Kate tenía razón. Desde luego, el príncipe Sayid no había reparado en gastos. Ha­bían viajado en primera y a la pequeña Kiara la habían tratado como si fuera una princesa.
Habían quedado en que las irían a recoger para llevarlas al Beach Club Resort, donde se iban a alojar en un lujoso bungalow. Gracias también al príncipe, Kiara ya tenía su pasaporte.
Rocío miró a su alrededor buscando a al­guien con un cartel que llevara su nombre. De re­pente, notó un silencio sepulcral a su espalda y se giró.
Un séquito de hombres se acababa de abrir en dos filas y por el centro avanzaba un hombre muy alto hacia ella.
Rocío observó que tenía perfil patricio y arrogante. Solo podía tratarse de un hombre acostumbrado a mandar.
Instintivamente, no le cayó bien. Aun así tuvo que reconocerse a sí misma que era el epíto­me de la masculinidad y que su presencia le ha­bía hecho tener ideas eróticas muy a su pesar.
Kiara eligió aquel momento para emitir un agudo grito que hizo que el hombre se girara ha­cia ellas. Al hacerlo, sus ojos se encontraron y Rocío sintió un escalofrío por la espalda.
La miró intensamente, como si la estuviera desnudando. No le estaba quitando con los ojos la ropa, sino la piel, y Rocío sintió una inmen­sa furia.
El desconocido se quedó mirándola a los ojos con desprecio y Rochi le devolvió la misma mirada.
Kiara volvió a gritar y el hombre se fijó en ella. Se quedó mirándola y volvió a mirar a Rocío todavía con más desprecio.
¿Pero quién se creía aquel tipo para mirarla    así? ¿Habría mirado su padre a su madre así antes de abandonarla?
Tan rápidamente como había llegado, el grupo de hombres desapareció y Rocío encontró al chófer, que la estaba esperando y que la llevó al bungalow en una limusina con un estupendo aire acondicionado.
Tal y como pudo comprobar Rocío, el Beach Club Resort era un hotel de cinco estrellas maravi­lloso.
Después de deshacer el equipaje, había pasea­do por sus instalaciones durante un par de horas y había quedado realmente satisfecha.
Su bungalow tenía dos habitaciones, baño, cocina, salón y patio privado. En el baño, había todo lo necesario no solo para Rochi sino para la niña y, además, le habían dejado una nota del chef del hotel ofreciéndose a preparar comida ecológica para Kiara. Una maravilla.
Llamó a Marianela y estuvieron hablando un rato, pero su hermana tuvo que dejarla de repente, pues empezaba su espectáculo.
Rocío se sintió culpable porque no le había dicho lo que pensaba decide al padre de su hija. Marianela se había acostado con él porque creía que la quería y que tenían un futuro juntos por delan­te y había sido muy injusto cómo se lo había pa­gado él.
A la mañana siguiente, después de desayunar estupendamente, llegó un fax en el que el príncipe se disculpaba porque le había surgido un repentino viaje y tenía que ausentarse y en el que le pedía que lo esperara unos días disfrutando del hotel.
Mientras le ponía crema a Kiara, Rocío de­cidió que aquellos días le irían muy bien para en­contrar al padre de la pequeña. ¡Al fin y al cabo, tenía su dirección! Solo tenía que pedir un taxi y presentarse allí.
Kate tenía razón. El tiempo en Zuran en fe­brero era perfecto. Ataviada con un pantalón de lino blanco y una camisa del mismo color, salió a la calle.    ­
—Tardaremos tres cuartos de hora —sonrió el taxista cuando le mostró la dirección a la que quería ir—. ¿Tiene usted negocios con el jeque?
—Más o menos —contestó Rocío.
—Es un hombre muy conocido y respetado por su tribu. Lo admiran por cómo ha defendido su derecho a vivir con arreglo a sus tradiciones. Aunque es un empresario de mucho éxito, prefie­re seguir viviendo en el desierto de manera sen­cilla, como siempre ha hecho su pueblo. Es un buen hombre.
Rocío pensó que la imagen que le estaba pintando el taxista no tenía nada que ver con la que Rochi tenía del padre de Kiara.
Marianela lo había conocido en una discoteca. A Rocío nunca le había hecho gracia que bailara allí, pues la mayoría de los clientes eran hombres que veían a las bailarinas como objetos sexuales.
En el año que habían estado juntos, Marianela nunca le había comentado que al jeque le gustara descansar en el desierto. De hecho, la impresión que a Rochi le había dado era que era un playboy.
Al cabo de cuarenta minutos, llegaron a una imponente mansión blanca. Había unas verjas enormes que no les permitían entrar, pero un guarda salió a recibirlos y Rocío le dijo que quería ver al jeque.
—Lo siento, está en el oasis —le informó el guarda.
Rocío no había contado con aquella posibi­lidad.
—¿Quiere dejarle un mensaje?
¡Rocío contestó que no porque el mensaje que tenía para el jeque quería dárselo cara a cara!
Dio las gracias al guarda y le indicó al taxista que la volviera a llevar al hotel.
—Si quiere, le puedo buscar a alguien que la lleve al oasis —contestó el hombre.
—¿Sabe llegar?
—Claro, pero va a necesitar un todoterreno.
—¿Podría ir conduciendo yo?
—Sí, por supuesto. Es un trayecto de unas dos o tres horas. ¿Quiere que le indique cómo llegar?
—Sí, por favor —contestó Rocío encantada.
Rocío comprobó metódicamente lo que ha­bía separado para llevarse al oasis.
El personal del hotel le había asegurado que adentrarse en el desierto era seguro y le había proporcionado una silla para Kiara, además de comida por si no quería parar por el camino.
Como todo en el Beach Club, el todoterreno que le proporcionaron estaba inmaculado e inclu­so tenía teléfono móvil.
La carretera que llevaba al desierto estaba perfectamente indicada y resultó ser una ruta bien asfaltada, así que Rocío se sintió pronto segura y confiada.
El oasis en el que vivía el jeque estaba en la cordillera Agir y allí estaba llegando cuando se dio cuenta de que la ligera brisa que hacía cuan­do había salido del hotel se había convertido en viento.
Había abandonado ya la carretera principal y había tomado un camino más estrecho. La arena del desierto era tan fina que, a pesar de llevar todo bien cerrado, se le colaba en el interior del vehículo.
Se alegró de llegar al poblado de beduinos marcado en el mapa y decidió que pararía a comer al cabo de media hora en el local que le ha­bían indicado en el hotel. A las dos, empezó a preguntarse por qué estaba tardando tanto en llegar. Se suponía que tenía que haber llegado a la una, pero no había encontrado rastro del lugar.
Al subir una inmensa duna y ver que al otro lado no había más que más arena, sintió pánico.
Decidió llamar por teléfono, pero cuál no se­ría su sorpresa al comprobar que ni el móvil del coche ni el suyo funcionaban.
El cielo se había oscurecido por efecto de la arena y el viento golpeaba con fuerza el coche.
Para colmo, Kiara empezó a llorar. Debía de te­ner hambre y había que cambiarla. Mientras se preguntaba qué había hecho mal, le dio el biberón y se dio cuenta de que Rochi no tenía hambre en absoluto.
Era imposible que se hubiera perdido porque el coche tenía brújula y había seguido a pies juntillas las direcciones que le habían dado.
Justo cuando estaba empezando a ponerse nerviosa de verdad, vio una caravana de came­llos. El conductor le explicó que se había pasado el desvío del oasis porque, con el viento, no lo había visto.
Para su sorpresa, le informó de que habían dado orden a los turistas de que abandonaran el desierto y volvieran a la ciudad porque se espera­ba que las condiciones climatológicas empeora­ran.
Como estaba tan cerca, sin embargo, le indicó que lo mejor que podía hacer era correr a refu­giarse en el oasis. Le dijo cómo tenía que llegar y la dejó a su suerte.    
Rocío condujo entre las dunas durante ho­ras hasta que consiguió vislumbrar su destino en el horizonte.
El oasis estaba ubicado en un lugar escarpado en el que se le hacía imposible imaginar al padre de Kiara. ¿Sería su residencia de allí tan palacie­ga como la de Zuran?
Al llegar, se dio cuenta de que era un lugar solitario. Tan solitario que… ¡No había una casa por ninguna parte!
Solo había una jaima. ¿Se habría vuelto a per­der?
Kiara estaba llorando de nuevo, así que deci­dió parar. Había otro vehículo y paró junto a él. Mientras paraba el motor, vio que salía un hom­bre de la jaima.
Avanzó hacia Rochi; debido al viento, su túnica se ciñó a su cuerpo, fuerte y musculoso. Rocío no pudo evitar desearlo.
Al reconocerlo, sin embargo, sintió náuseas. ¡Era el hombre del aeropuerto!

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