Capitulo 45
Yo conduje mi destartalado
Honda por calles flanqueadas por mansiones de dos plantas y
transitadas por Mercedes y BMW. detuve el coche frente a la sólida verja de hierro de la entrada e
introduje el código en el dispositivo de control. La verja, con una
lentitud majestuosa, por suerte se abrió sin problemas. Un camino
ancho y pavimentado conducía hasta la casa y, una vez allí, se
bifurcaba. Uno de los ramales rodeaba la casa y el otro conducía a
un garaje independiente en el que cabían hasta diez coches.
Yo aparqué junto al
garaje, en la zona más apartada que pude encontrar. Había más coches, pero
yo me sentía aturdida y estaba ansiosa por ver a Pedro y ni siquiera
los miré.
El día era fresco y
otoñal y agradecí la tímida brisa que refrescó mi sudorosa
frente. Me dirigí a la casa con mi bolsa llena de útiles y
productos.Alargué el brazo hacia el timbre, que estaba situado debajo de una
cámara de vídeo encastrada en la pared, como las que hay en los
cajeros automáticos.
Cuando pulse el timbre, la
cámara emitió un zumbido y me enfocó, y yo casi retrocedí unos
pasos. Entonces me acordé de que, antes de salir de la peluquería,
no me había cepillado el pelo ni había retocado mi maquillaje. Pero
ya era demasiado tarde, pensé mientras miraba el timbre de una casa
rica que me devolvía la mirada.
En cuestión de segundos,
la puerta se abrió. Una mujer madura, delgada y vestida de una forma
elegante, se conservaba tan bien que lo más probable era
que tuviera cerca de setenta. Ella me recibió con una
sonrisa sincera y sus ojos se entornaron hasta convertirse en unas
rendijas oscuras que me resultaron familiares. Enseguida supe que se
trataba de Julia, la hermana mayor de Pedro, quien había estado
prometida en tres ocasiones, aunque no se había casado nunca. Pedro
me había contado que todos sus prometidos fallecieron en
circunstancias trágicas. Julia declaró que
resultaba obvio que su destino no era casarse y había permanecido
soltera.
Su historia me conmovió
tanto que casi lloré, y me imaginé a la hermana de Pedro como una
solterona vestida de negro.
—¿No se siente
sola al no haber tenido...? —le pregunté a Pedro con cautela. Me
interrumpí mientras buscaba la mejor forma de expresarlo:
¿relaciones carnales?, ¿intimidad física?—. ¿A un hombre en su
vida?
—¡Cielos, no!
Julia no se siente sola —me respondió Pedro con un respingo—.
Ella se suelta el pelo siempre que tiene la oportunidad. Ha tenido
más hombres de los que se podría esperar, sólo que no se casa con
ellos.
Mientras contemplaba a
aquella mujer de facciones dulces y ojos chispeantes, pensé:
«¡Señora Ordoñez, es usted una mujer de su tiempo!»
—Hola Valeria, soy
Julia Ordoñez. —Ella me miró como si fuéramos viejas amigas y
alargó los brazos para coger mis manos en las suyas. Yo dejé la
bolsa en el suelo y le devolví el apretón de manos con timidez. Sus
dedos eran cálidos y delgados y sus múltiples anillos
entrechocaron—. Pedro me ha hablado de ti, pero no me había
contado lo guapa que eres. ¿Tienes sed? ¿La bolsa pesa mucho?
Déjala aquí y ordenaré que nos la suban. ¿Sabes a quién me
recuerdas?
Como Pedro, formulaba
preguntas en grupos de varias a la vez. Yo me apresuré a
responderlas.
—Gracias, señora,
pero no tengo sed. Y no pesa mucho, puedo llevarla yo sola
.
Levanté la bolsa del
suelo.
Julia me condujo al
interior de la casa mientras retenía una de mis manos, como si fuera
demasiado joven para dejarme caminar sola por la casa. A mí me
resultó extraño pero agradable caminar de la mano de una mujer
adulta. Entramos en el vestíbulo y nos dirigíamos a un ascensor que estaba empotrado a un lado
de la escalinata en forma de herradura de la entrada, la voz de Julia
sonó en la habitación con un leve eco.
—Señorita Ordoñez
—declaré—, por favor, explíqueme cómo...
—Llámame
Julia—replicó ella—. Sólo Julia.
—Julia, ¿cómo
está el? No me he enterado de su accidente hasta hoy, si no habría
enviado unas flores o una tarjeta...
—Oh, querida, no
necesitamos más llores. Nos han enviado tantas que no sabemos qué
hacer con ellas. Además hemos intentado no dar publicidad al
accidente. Pedro no quiere que le demos mucha importancia. Creo que
le avergüenza todo el asunto de la escayola y la silla de ruedas...
—¿Le han enyesado
la pierna?
—De momento le han
colocado una venda escayolada, pero dentro de dos semanas le
colocarán el yeso de verdad. Según el doctor, se ha producido
una... —Julia entornó los ojos mientras se concentraba— una
fractura conminuta de la tibia, una fractura abierta de peroné y
también se ha roto los huesos de un tobillo. Le han colocado ocho
clavos en la pierna, una varilla metálica en el exterior, que le
quitarán más adelante, y una placa metálica para siempre. —Julia
soltó una risita—. No podrá volver a pasar por el control de
seguridad del aeropuerto. Suerte que tiene un avión propio.
—Pedro es más
fuerte que un roble —declaró Julia al ver la expresión de mi
rostro—. No tienes por qué preocuparte por él, cariño, sino por
el resto de nosotros. Estará en cama durante, al menos, cinco meses
y, para cuando se levante, nos habrá vuelto a todos locos.
Enseguida vi a Pedro,
quien estaba sentado en una silla de ruedas y con la pierna
levantada. Él, que siempre iba tan bien vestido, llevaba puestos
unos pantalones de chándal con una pernera cortada y un jersey
amarillo de algodón. Parecía un león herido. Yo me acerqué a el
con pasos rápidos, lo abracé y besé su coronilla mientras sentía
la dura curvatura de su cabeza debajo de su mullido cabello gris.
Inhalé su familiar olor a piel curtida con un leve toque a colonia
cara. Él deslizó una de sus manos hasta mi hombro y me dio unas
palmaditas firmes.
—No,
no —declaró con su áspera voz—. No es necesario. Me pondré
bien. Para ya.
Yo me sequé las húmedas
mejillas, me enderecé y carraspeé para liberar el nudo de mi
garganta.
—¿Qué ha
ocurrido? ¿Intentaba hacer de doble cinematográfico de un Ranger?
Él frunció el ceño.
—Estaba montando a
caballo con un amigo en su finca cuando, de repente, una liebre saltó
de detrás de unos arbustos y el caballo se encabritó. Antes de que
me diera cuenta, estaba volando por los aires.
—¿Su espalda está
bien? ¿Y su cuello?
—Sí, todo está
bien, sólo me he roto la pierna. —Pedro suspiró y refunfuñó—.
Estaré clavado en esta silla durante meses. Lo único que puedo
hacer es ver la porquería de la televisión. Tengo que ducharme
sentado en una silla de plástico y me lo tienen que traer todo. No
puedo hacer ni una maldita cosa yo solo. Estoy hasta las narices de
que me traten como a un inválido.
—Ahora es un
inválido —contesté yo—. ¿No puede relajarse y disfrutar de los
mimos?
—¿Los mimos?
—repitió Pedro con indignación—. Me ignoran, estoy desatendido
y deshidratado. Nadie me trae la comida a su hora. Nadie viene cuando
llamo. Nadie me llena la jarra de agua. Una rata de laboratorio vive
mejor que yo.
—¡Vamos, Pedro,
lo hacemos lo mejor que podemos! Es una rutina nueva para todos. Ya
nos acostumbraremos —lo tranquilizó Julia.
Él la ignoró, pues
estaba ansioso por contar sus desgracias a un oído comprensivo. Ya
era la hora de Tomar Vicodin y alguien lo
había puesto tan al fondo sobre el mueble del lavabo que no
alcanzaba a cogerlo, siguió explicándome Pedro.
—Yo se lo traeré
—contesté de inmediato mientras me dirigía al lavabo.Era una suerte que el lavabo fuera tan grande
ahora que Pedro tenía que moverse en una silla de ruedas, pensé.
Encontré un montón de frascos de medicamentos en el mueble de la
pila, junto con un dispensador de vasos de plástico que parecía
fuera de lugar en aquel entorno perfecto de revista.
—¿Una o dos?
—grité mientras abría el frasco de Vicodin.
—¡Dos!
Llené uno de los vasos
con agua y le llevé las pastillas a Pedro. Él las cogió mientras
realizaba una mueca y sus labios empalidecían a causa del dolor. Yo
ni siquiera podía imaginarme cuánto le debía de doler la pierna,
cómo debían de protestar sus huesos por la implantación de placas
y clavos metálicos. Su organismo debía de sentirse abrumado ante la
perspectiva de tener que curar tanto daño. Le pregunté si quería
descansar y le expliqué que yo podía esperar o regresar otro día.
Pedro contestó con énfasis que ya había descansado bastante y que
ahora quería buena compañía, la cual había resultado escasa las
últimas semanas. Mientras hablaba, lanzó una mirada significativa a
Julia, quien contestó con serenidad que, si una persona quería
atraer buena compañía, tenía que ofrecerla.
Después de un minuto de
riña cariñosa, Julia le recordó a Pedro que presionara el botón
del intercomunicador si necesitaba alguna cosa y salió de la
habitación. Yo empujé la silla de ruedas de Pedro hasta el lavabo y
la coloqué junto a la pila.
—Nadie contesta
cuando llamo por el intercomunicador—me explicó Pedro con enojo
mientras contemplaba cómo sacaba los utensilios de la bolsa.
Yo desdoblé una capa
negra de una sacudida y se la coloqué alrededor del cuello junto a
una toalla.
—Quizá le iría
bien un equipo de walkie-talkies. Entonces podría hablar
directamente con quien quisiera cuando necesitara algo.
—Julia siempre se
olvida de dónde ha dejado el móvil —contestó él—, de modo que
sería inútil pretender que llevara un walkie-talkie encima.
—¿No tiene un
asistente personal o un secretario?
—Lo tenía —afirmó
él—, pero lo despedí la semana pasada.
—¿Porqué?
—No soportaba que
le gritara. Y nunca tenía la cabeza por encima del culo.
Yo sonreí.
—Tendría que
haber esperado a encontrar a otra persona antes de despedirlo.
Yo llené un pulverizador
con agua del grifo.
—Ya he pensado en
alguien.
—¿De quién se
trata?
Pedro hizo un leve gesto
para indicar que no tenía importancia y se arrellanó en la silla.
Yo le humedecí el cabello y se lo peiné con cuidado. Mientras se lo
cortaba,nuestras miradas se
encontraron en el espejo y entonces me di cuenta de lo que él
intentaba decirme. «¡Santo cielo!», pensé. Unas arrugas de
concentración se marcaron en mi frente. Yo me centré en su cabello
buscando su caída natural mientras realizaba cortes precisos con las
tijeras.
Continuara...
*Mafe*

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