Capitulo 47
Como era de esperar, aquel
día, Aleli se había ensuciado más de lo habitual. Tenía las
rodillas de los tejanos manchadas de hierba y salpicaduras de pintura
por toda la parte frontal de la camiseta. Yo la recogí en la puerta
de la clase y la llevé al lavabo más cercano. Con rapidez, le
limpié la cara y las orejas con unas toallitas y le desenredé la
cola de caballo. Cuando me preguntó por qué la arreglaba tanto, le
expliqué que íbamos a cenar a la casa de un amigo y que tenía que
portarse muy bien, si no...
—¿Si no qué? —me
preguntó, como siempre, aunque yo simulé no haberla oído.
Aleli soltó grititos de
placer cuando vio la finca e insistió en bajar de su sillita y
pulsar las teclas a través de la ventanilla del coche mientras yo le
dictaba los números del código de seguridad. Por alguna razón, me
alegré de que Aleli fuera tan joven y no se sintiera intimidada por
aquel entorno tan lujoso.
En esta ocasión, una ama
de llaves de edad abrió la puerta. A su lado, Pedro y Julia parecían
unos adolescentes. Su cutis estaba tan arrugado que me recordó a una
de aquellas muñecas que realizaba de pequeña con una manzana seca y
un pedazo de algodón como cabello. Aleli y yo nos presentamos y ella nos dijo que se llamaba Cecily o
Cissy, no la entendí bien.
Entonces apareció Julia y
me explicó que Pedro había bajado en el ascensor y que nos esperaba
en la salita. Julia dio una ojeada a Aleli y le cogió la cara entre
las manos.
—¡Qué niña tan
guapa! ¡Menudo tesoro! —exclamó—. Llámame tía Julia, cariño.
Aleli soltó una risita y
jugueteó con el dobladillo de su camiseta manchada.
—Me gustan tus
anillos —declaró mientras contemplaba los destellantes anillos de
Julia—. ¿Puedo probarme uno?
—Aleli... —empecé
a reñirla yo.
—¡Claro que
puedes! —exclamó Julia—, pero primero vamos a ver al tío Pedro.
Las dos avanzaron por el
pasillo cogidas de la mano y yo las seguí de cerca.
—¿Pedro te ha
contado lo que hablamos antes? —le pregunté a Julia.
—Sí, me lo ha
contado —respondió ella volviendo la cabeza hacia mí.
—¿Y qué opinas?
—Creo que sería
bueno para todos. Desde que Ava falleció y los chicos se fueron, la
casa está demasiado silenciosa.
Pasamos junto a unas
habitaciones de techos altos y ventanales con cortinas de seda,
encaje y terciopelo. A alguien le gustaba
mucho leer, pues había librerías empotradas y repletas de libros
por todas partes. La casa olía bien, a abrillantador de limón, a
cera y a cuero.
La salita era tan grande
que en ella podría haberse organizado una exhibición de
automóviles. Había dos chimeneas de gran tamaño situadas en
paredes opuestas, y en el centro, una mesa circular con un ramo
inmenso de hortensias, rosas rojas y amarillas y espigas de fresia.
Pedro estaba en una de las
zonas de estar, debajo de un cuadro impresionante en tonos sepia que
representaba un barco velero de época. Cuando entramos en la
habitación, dos hombres se levantaron de sus asientos en la forma
tradicional de cortesía. Yo no los miré, pues toda mi atención
estaba centrada en Aleli, quien se dirigió hacia donde estaba Pedro.
Se estrecharon la mano con
solemnidad. Yo no podía ver la cara de Aleli, pero sí la de Pedro,
quien miraba a Aleli con fijeza, y me sorprendió la diversidad de
emociones que percibí en su rostro: asombro, placer, tristeza...
Pedro apartó la mirada, carraspeó con fuerza y, cuando volvió a
mirar a mi hermana, su expresión se había relajado de tal modo que
creí que me había imaginado sus emociones anteriores.
Los dos se pusieron a
hablar como viejos amigos. Aleli, quien, en general, era tímida con
los desconocidos, le explicó lo deprisa que podría patinar por el
pasillo si se lo permitieran, le preguntó cómo se llamaba el
caballo que lo había lanzado al suelo, le contó lo que hacía en la
clase de plástica y le explicó que Susan, su mejor amiga, había
volcado, sin querer, el bote de pintura azul sobre su escritorio.
Mientras ellos charlaban,
yo dirigí mi atención a los dos hombres que se habían levantado de
los asientos. Después de oír hablar a Pedro sobre sus hijos durante
años, me impresionó verlos en persona.
A pesar del afecto que
sentía por Pedro, yo era consciente de que había sido un padre muy
exigente. Me contó que se había esforzado mucho para que sus tres
hijos y su hija no fueran unos niños blandos y mimados, como ocurría
en otras familias adineradas. Los había educado para que trabajaran
con ahínco, lograran las metas que se propusieran y cumplieran con
sus obligaciones. Como padre, Pedro había sido parco en sus
recompensas y severo en sus castigos.
Pedro era un
luchador, había recibido golpes duros en la vida y esperaba que sus
hijos siguieran su ejemplo. Los había educado para que destacaran en
los estudios y en los deportes y para que intentaran superarse en
todos los ámbitos. Como le horrorizaba la holgazanería y la
exigencia de unos privilegios sin un esfuerzo previo, había
aplastado todo indicio de estas características en sus hijos, aunque
se había mostrado más condescendiente con Rocio, que era su única
hija y la más pequeña de la familia, y había sido más estricto
con Ramiro, que era el mayor y el único
hijo que había tenido con su primera esposa.
Después de oírle
hablar acerca de sus hijos, deduje que era Ramiro en quien había
puesto sus mayores expectativas, y que también era él de quien se
sentía más orgulloso. Cuando tenía doce años, y mientras
estudiaba en un internado de élite, Ramiro arriesgó su vida para
salvar a otros alumnos del colegio. Una noche, se produjo un incendio
en una sala de la tercera planta. El edificio carecía de sistema
pulverizador contra incendios y, según me contó Pedro, Ramiro no
salió hasta que estuvo seguro de que todos sus compañeros se habían
despertado y estaban a salvo. Ramiro fue el último en salir, se
salvó por los pelos y sufrió síntomas de asfixia y quemaduras de
segundo grado. Aquella historia me impresionó, y todavía
lo hizo más el comentario de Pedro: «Ramiro sólo hizo lo que yo
esperaba de él, lo que habría hecho cualquier otro Ordoñez.»
En otras palabras, salvar
a unas personas de un edificio en llamas no constituía una gran cosa
para Pedro y apenas merecía que se mencionara.
Ramiro se había graduado
en la UT y había estudiado Administración de Empresas en Harvard.
En aquel momento trabajaba en la empresa de inversiones de Pedro y
también dirigía su propia empresa. Los otros hijos de Pedro habían
seguido caminos distintos. Me pregunté si Ramiro había elegido
trabajar con su padre por voluntad propia o si, simplemente, había
asumido el papel que se esperaba de él y si albergaba algún
resentimiento por tener que vivir bajo la pesada carga de las
expectativas de su padre.
El menor de los dos
hermanos que estaban en la sala se acercó a mí y se presentó. Se
llamaba Jack, era de sonrisa fácil y estrechó mi mano con firmeza.
Sus ojos eran negros como el café y brillaban en el rostro bronceado
de un hombre que amaba la actividad al aire libre.
Después, se acercó
Ramiro. Sobrepasaba a su padre en una cabeza y era moreno, de
constitución robusta y delgado. Debía de tener unos treinta años,
pero su aspecto maduro le hacía parecer mayor. Esbozó una sonrisa
breve y superficial, como si no dispusiera de muchas y tuviera que
racionarlas. Enseguida se percibían dos cosas en Ramiro Ordoñez: la
primera es que no era el tipo de persona que reía con facilidad y la
segunda que, a pesar de su educación privilegiada, era un hijo de
puta implacable, un pit bull con pedigrí.
Ramiro se presentó y
alargó el brazo para estrecharme al mano.
Sus ojos eran de un verde claro fuera de lo común, brillantes y de mirada afilada y, durante
un instante, reflejaron el ímpetu contenido que se escondía tras su
serena fachada, un tipo de energía tensa y retenida que sólo había
percibido en otra ocasión antes, en Gastón. Aunque el magnetismo de
Gastón constituía una invitación para acercarse a él, mientras
que el de aquel hombre constituía una advertencia para mantenerse
alejado. Su energía me alteró tanto que me costó estrecharle la
mano.
—Yo soy Valeria
—declaré con voz débil.
Mis dedos desaparecieron
entre los suyos y, tras estrechar mi mano de una forma ligera pero
ardiente, la soltó tan deprisa como le fue posible. Yo me volví a
un lado enseguida, pues deseaba mirar cualquier cosa menos aquellos
ojos inquietantes. Entonces mi mirada se posó en una mujer que
estaba sentada en el sofá.

No hay comentarios:
Publicar un comentario