martes, 1 de octubre de 2013

Mi Nombre Es Liberty Cap 47




Capitulo 47



Como era de esperar, aquel día, Aleli se había ensuciado más de lo habitual. Tenía las rodillas de los tejanos manchadas de hierba y salpicaduras de pintura por toda la parte frontal de la camiseta. Yo la recogí en la puerta de la clase y la llevé al lavabo más cercano. Con rapidez, le limpié la cara y las orejas con unas toallitas y le desenredé la cola de caballo. Cuando me preguntó por qué la arreglaba tanto, le expliqué que íbamos a cenar a la casa de un amigo y que tenía que portarse muy bien, si no...

¿Si no qué? —me preguntó, como siempre, aunque yo simulé no haberla oído.

Aleli soltó grititos de placer cuando vio la finca e insistió en bajar de su sillita y pulsar las teclas a través de la ventanilla del coche mientras yo le dictaba los números del código de seguridad. Por alguna razón, me alegré de que Aleli fuera tan joven y no se sintiera intimidada por aquel entorno tan lujoso. 

En esta ocasión, una ama de llaves de edad abrió la puerta. A su lado, Pedro y Julia parecían unos adolescentes. Su cutis estaba tan arrugado que me recordó a una de aquellas muñecas que realizaba de pequeña con una manzana seca y un pedazo de algodón como cabello. Aleli y yo nos presentamos y ella nos dijo que se llamaba Cecily o Cissy, no la entendí bien.

Entonces apareció Julia y me explicó que Pedro había bajado en el ascensor y que nos esperaba en la salita. Julia dio una ojeada a Aleli y le cogió la cara entre las manos.

¡Qué niña tan guapa! ¡Menudo tesoro! —exclamó—. Llámame tía Julia, cariño.
Aleli soltó una risita y jugueteó con el dobladillo de su camiseta manchada.
Me gustan tus anillos —declaró mientras contemplaba los destellantes anillos de Julia—. ¿Puedo probarme uno?
Aleli... —empecé a reñirla yo.
¡Claro que puedes! —exclamó Julia—, pero primero vamos a ver al tío Pedro.

Las dos avanzaron por el pasillo cogidas de la mano y yo las seguí de cerca.

¿Pedro te ha contado lo que hablamos antes? —le pregunté a Julia.
Sí, me lo ha contado —respondió ella volviendo la cabeza hacia mí.
¿Y qué opinas?
Creo que sería bueno para todos. Desde que Ava falleció y los chicos se fueron, la casa está demasiado silenciosa.

Pasamos junto a unas habitaciones de techos altos y ventanales con cortinas de seda, encaje y terciopelo.  A alguien le gustaba mucho leer, pues había librerías empotradas y repletas de libros por todas partes. La casa olía bien, a abrillantador de limón, a cera y a cuero.

La salita era tan grande que en ella podría haberse organizado una exhibición de automóviles. Había dos chimeneas de gran tamaño situadas en paredes opuestas, y en el centro, una mesa circular con un ramo inmenso de hortensias, rosas rojas y amarillas y espigas de fresia.
Pedro estaba en una de las zonas de estar, debajo de un cuadro impresionante en tonos sepia que representaba un barco velero de época. Cuando entramos en la habitación, dos hombres se levantaron de sus asientos en la forma tradicional de cortesía. Yo no los miré, pues toda mi atención estaba centrada en Aleli, quien se dirigió hacia donde estaba Pedro.
Se estrecharon la mano con solemnidad. Yo no podía ver la cara de Aleli, pero sí la de Pedro, quien miraba a Aleli con fijeza, y me sorprendió la diversidad de emociones que percibí en su rostro: asombro, placer, tristeza... Pedro apartó la mirada, carraspeó con fuerza y, cuando volvió a mirar a mi hermana, su expresión se había relajado de tal modo que creí que me había imaginado sus emociones anteriores.

Los dos se pusieron a hablar como viejos amigos. Aleli, quien, en general, era tímida con los desconocidos, le explicó lo deprisa que podría patinar por el pasillo si se lo permitieran, le preguntó cómo se llamaba el caballo que lo había lanzado al suelo, le contó lo que hacía en la clase de plástica y le explicó que Susan, su mejor amiga, había volcado, sin querer, el bote de pintura azul sobre su escritorio.
Mientras ellos charlaban, yo dirigí mi atención a los dos hombres que se habían levantado de los asientos. Después de oír hablar a Pedro sobre sus hijos durante años, me impresionó verlos en persona.
A pesar del afecto que sentía por Pedro, yo era consciente de que había sido un padre muy exigente. Me contó que se había esforzado mucho para que sus tres hijos y su hija no fueran unos niños blandos y mimados, como ocurría en otras familias adineradas. Los había educado para que trabajaran con ahínco, lograran las metas que se propusieran y cumplieran con sus obligaciones. Como padre, Pedro había sido parco en sus recompensas y severo en sus castigos.

Pedro era un luchador, había recibido golpes duros en la vida y esperaba que sus hijos siguieran su ejemplo. Los había educado para que destacaran en los estudios y en los deportes y para que intentaran superarse en todos los ámbitos. Como le horrorizaba la holgazanería y la exigencia de unos privilegios sin un esfuerzo previo, había aplastado todo indicio de estas características en sus hijos, aunque se había mostrado más condescendiente con Rocio, que era su única hija y la más pequeña de la familia, y había sido más estricto con Ramiro, que era el mayor y el único hijo que había tenido con su primera esposa.

Después de oírle hablar acerca de sus hijos, deduje que era Ramiro en quien había puesto sus mayores expectativas, y que también era él de quien se sentía más orgulloso. Cuando tenía doce años, y mientras estudiaba en un internado de élite, Ramiro arriesgó su vida para salvar a otros alumnos del colegio. Una noche, se produjo un incendio en una sala de la tercera planta. El edificio carecía de sistema pulverizador contra incendios y, según me contó Pedro, Ramiro no salió hasta que estuvo seguro de que todos sus compañeros se habían despertado y estaban a salvo. Ramiro fue el último en salir, se salvó por los pelos y sufrió síntomas de asfixia y quemaduras de segundo grado. Aquella historia me impresionó, y todavía lo hizo más el comentario de Pedro: «Ramiro sólo hizo lo que yo esperaba de él, lo que habría hecho cualquier otro Ordoñez.»

En otras palabras, salvar a unas personas de un edificio en llamas no constituía una gran cosa para Pedro y apenas merecía que se mencionara.

Ramiro se había graduado en la UT y había estudiado Administración de Empresas en Harvard. En aquel momento trabajaba en la empresa de inversiones de Pedro y también dirigía su propia empresa. Los otros hijos de Pedro habían seguido caminos distintos. Me pregunté si Ramiro había elegido trabajar con su padre por voluntad propia o si, simplemente, había asumido el papel que se esperaba de él y si albergaba algún resentimiento por tener que vivir bajo la pesada carga de las expectativas de su padre.

El menor de los dos hermanos que estaban en la sala se acercó a mí y se presentó. Se llamaba Jack, era de sonrisa fácil y estrechó mi mano con firmeza. Sus ojos eran negros como el café y brillaban en el rostro bronceado de un hombre que amaba la actividad al aire libre.


Después, se acercó Ramiro. Sobrepasaba a su padre en una cabeza y era moreno, de constitución robusta y delgado. Debía de tener unos treinta años, pero su aspecto maduro le hacía parecer mayor. Esbozó una sonrisa breve y superficial, como si no dispusiera de muchas y tuviera que racionarlas. Enseguida se percibían dos cosas en Ramiro Ordoñez: la primera es que no era el tipo de persona que reía con facilidad y la segunda que, a pesar de su educación privilegiada, era un hijo de puta implacable, un pit bull con pedigrí.

Ramiro se presentó y alargó el brazo para estrecharme al mano.

Sus ojos eran de un verde claro fuera de lo común, brillantes y de mirada afilada y, durante un instante, reflejaron el ímpetu contenido que se escondía tras su serena fachada, un tipo de energía tensa y retenida que sólo había percibido en otra ocasión antes, en Gastón. Aunque el magnetismo de Gastón constituía una invitación para acercarse a él, mientras que el de aquel hombre constituía una advertencia para mantenerse alejado. Su energía me alteró tanto que me costó estrecharle la mano.

Yo soy Valeria —declaré con voz débil.


Mis dedos desaparecieron entre los suyos y, tras estrechar mi mano de una forma ligera pero ardiente, la soltó tan deprisa como le fue posible. Yo me volví a un lado enseguida, pues deseaba mirar cualquier cosa menos aquellos ojos inquietantes. Entonces mi mirada se posó en una mujer que estaba sentada en el sofá.

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