—¿Has pensado en
mi propuesta? —preguntó él.
Yo asentí con la cabeza.
—Pedro, algunas
personas no se sentirán felices si seguimos adelante con su plan.
Él sabía a lo que yo me
refería.
—Nadie te
ocasionará ningún problema, Valeria. En esta casa yo soy el perro
grande —contestó.
—Necesito un par
de días para pensarlo.
—Tómate el tiempo
que necesites.
Pedro sabía cuándo debía
presionar y cuándo no.
Los dos contemplamos a
Aleli, quien se reía hablando con Julia
Aquel fin de semana,
fuimos a cenar a casa de Tina. Se diría que Tina y el señor Ferguson llevaban casados
cincuenta años, pues se los veía muy cómodos el uno con el otro.
Mientras Tina iba con
Aleli a la sala de costura, yo le conté al señor Ferguson el dilema
que me preocupaba. Él me escuchó en silencio, con una expresión
amable en el rostro y las manos Cruzadas sobre su barriga.
—Ya sé cuál es
la elección más segura —reflexioné yo en voz alta—. Si lo
analizo a fondo, no existe ninguna razón por la que deba asumir este
riesgo. En la peluquería me va muy bien, a Aleli le gusta su colegio
y me temo que le dolería dejar a sus amigas para intentar encajar en
un lugar nuevo en el que acompañan a los niños al colegio en
Mercedes. Ojalá que...
Los ojos marrones y
afables del señor Ferguson se animaron con una sonrisa.
—Tengo la
sensación, Valeria, de que esperas que alguien te dé permiso para
hacer lo que quieres hacer.
Yo apoyé la cabeza en el
respaldo del sillón.
—Soy tan distinta a esas personas —declaré mientras miraba el techo de la habitación—. ¡Si hubiera visto usted aquella casa, señor Ferguson! Me hizo sentir tan... ¡no sé! Como una hamburguesa de cien dólares.
—No sé a qué te
refieres.
—Aunque te la
sirvan en un plato de porcelana china en un restaurante de lujo, no
deja de ser una hamburguesa.
—Valeria —contestó
el señor Ferguson—, no existe ninguna razón para que te sientas
inferior a ellos. A nadie. Cuando tengas mi edad, te darás cuenta de
que todas las personas somos iguales.
Era lógico que el
director de una funeraria pensara así. Fuera cual fuera la situación
financiera, la raza o cualquiera de los otros aspectos que
distinguían a las personas de los demás, todos acabábamos desnudos
en sus dependencias.
—Entiendo que lo
vea usted de esta forma, señor Ferguson —declaré—, pero desde
donde yo lo veía la otra noche en River Oaks, aquellas personas son,
sin lugar a dudas, diferentes a Aleli y a mí.
—¿Te acuerdas de
Willie, el hijo mayor de los Hopson? El que abandonó el
cristianismo.
Antes de terminar
los estudios universitarios —continuó el señor Ferguson—,
Willie realizó un curso en España para saber cómo vivía la gente
en otros lugares y aprender algo acerca de su forma de pensar y sus
principios. Aquel viaje le hizo mucho bien. Creo que deberías pensar
en hacer lo mismo que él.
—¿Quiere que me
vaya a España?
Él se echó a reír.
—Ya sabes a qué
me refiero, Valeria. Podrías pensar en la familia Ordoñez como en
un curso en el extranjero. No creo que pasar un tiempo en un lugar al
que no pertenecéis os haga daño ni a ti ni a Aleli. Incluso podría
beneficiaros en aspectos que ni siquiera imaginas.
—O no —contesté
yo.
Él sonrió.
—Sólo hay una
forma de averiguarlo, ¿no crees?
Cada vez que Ramiro Ordoñez me miraba, resultaba evidente que habría querido arrancarme las extremidades, pero no en un ataque de furia, sino en un proceso de desmembramiento lento y metódico.
Ramiro visitaba a su padre todos los días: lo ayudaba a entrar y salir de la ducha, a vestirse y lo acompañaba a las citas con los médicos. Por mucho que Ramiro me desagradara, tenía que admitir que era un buen hijo. Ramiro podría haberle pedido a Pedro que contratara a una enfermera, pero prefería cuidar de su padre él mismo. Venía todos los días a las ocho de la mañana, ni un minuto antes ni un minuto después. Su visita le sentaba bien a Pedro, a quien el aburrimiento, el dolor y las molestias constantes lo habían convertido en un cascarrabias. Sin embargo, por mucho que Pedro gruñera y hablara con brusquedad, Ramiro nunca mostró el menor signo de impaciencia. Siempre se mostró tranquilo, competente y tolerante.
Menos cuando yo estaba presente, entonces se comportaba como un auténtico imbécil. Ramiro dejaba claro que, en su opinión, yo era un parásito, una cazafortunas o algo peor. A Aleli, prácticamente la ignoraba, salvo para demostrar con sequedad que era consciente de que había una niña pequeña en la casa.
El día que nos trasladamos a vivir a la casa con todas nuestras cosas en cajas de cartón, creí que Ramiro me iba a echar de allí a la fuerza. Yo había empezado a desempacar mis cosas en el dormitorio que había elegido para mí. Se trataba de una habitación muy bonita, Lo que me había decidido a elegirla era un grupo de fotografías en blanco y negro que colgaban de una de las paredes. Eran imágenes de Tejas: un cactus, una valla de alambre con púas, un caballo y, para mi gran satisfacción, un primer plano de un armadillo que miraba directamente a la cámara. Yo consideré que aquella fotografía constituía un buen augurio. Aleli dormiría dos puertas más allá, en una habitación pequeña pero bonita.
Mientras abría mi maleta, que había colocado encima de la cama de matrimonio del dormitorio, Ramiro apareció en el umbral de la puerta. Mis puños se cerraron de tal forma en el borde de la maleta que podría haber rallado zanahorias en los nudillos. Ramiro ocupaba todo el hueco de la puerta y su aspecto era poderoso, malvado y despiadado.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
El tono suave de su voz me inquietó más que si me hubiera gritado.
—Pedro me dijo que podía elegir la habitación que quisiera —contesté yo con la boca seca.
—Si no te vas por voluntad propia, yo mismo te echaré. Créeme, será mejor que salgas tú misma.
Yo no me moví.
—Si tienes algún problema, habla con tu padre. Él quiere que me quede.
—No me importa una mierda. ¡Sal de aquí!
Una gota de sudor bajó por mi columna, pero no me moví.
Él se acercó a mí y me cogió del brazo de una forma dolorosa. Yo exhalé una exclamación de sorpresa.
—¡Quítame las manos de encima!
Me puse en tensión y lo empujé, pero su pecho era tan duro como el tronco de un roble.
—Ya te advertí que no pensaba...
Ramiro me soltó de una forma tan repentina que me tambaleé hacia atrás. Nuestras respiraciones agitadas rompieron el silencio que reinó en la habitación. Ramiro contemplaba con fijeza la cómoda del dormitorio, donde yo había colocado unas fotografías. Temblando, llevé una mano a la zona del brazo por la que me había cogido y la froté, como si quisiera borrar de mis células el tacto de su piel, pero todavía sentía la huella invisible de sus dedos en mi brazo.
Él se dirigió a la cómoda y cogió una de las fotografías.
—¿Quién es?
Se trataba de una fotografía de mi madre, que le habían tomado poco después de que se casara con mi padre, y estaba muy joven y guapa.
—¡No la toques! —grité mientras corría para arrancarle la fotografía de las manos.
—¿Quién es? —repitió él.
—Mi madre.
Ramiro inclinó la cabeza sobre mí y me examinó la cara de una forma especulativa. Yo me sentía tan desconcertada por la forma repentina en que había terminado nuestra pelea que no encontré las palabras para preguntarle qué demonios le ocurría. Sin saber por qué, fui consciente del ritmo contrapuesto de nuestras respiraciones, el cual, poco a poco, se fue ajustando hasta igualarse. La luz que se filtraba por las tablillas de la persiana derramaba franjas de luz sobre nuestros cuerpos y extendía la sombra picuda de sus pestañas sobre sus mejillas. Percibí los poros oscuros de su bien afeitada mandíbula, los cuales hacían prever que, a media tarde, su barba ya habría reiniciado su crecimiento.
Humedecí mis secos labios con la punta de la lengua y él siguió el movimiento de ésta con la mirada. Estábamos demasiado cerca el uno del otro. Percibí el olor a almidón del cuello de su camisa y el de su piel cálida y masculina y la reacción de mi cuerpo me sorprendió. A pesar de todo lo que había ocurrido, deseé acercarme más a él y olerlo más profundamente.
Él arrugó el entrecejo.
—Esto no ha terminado —murmuró, y, sin más, salió de la habitación.
Continuara...
Cada vez que Ramiro Ordoñez me miraba, resultaba evidente que habría querido arrancarme las extremidades, pero no en un ataque de furia, sino en un proceso de desmembramiento lento y metódico.
Ramiro visitaba a su padre todos los días: lo ayudaba a entrar y salir de la ducha, a vestirse y lo acompañaba a las citas con los médicos. Por mucho que Ramiro me desagradara, tenía que admitir que era un buen hijo. Ramiro podría haberle pedido a Pedro que contratara a una enfermera, pero prefería cuidar de su padre él mismo. Venía todos los días a las ocho de la mañana, ni un minuto antes ni un minuto después. Su visita le sentaba bien a Pedro, a quien el aburrimiento, el dolor y las molestias constantes lo habían convertido en un cascarrabias. Sin embargo, por mucho que Pedro gruñera y hablara con brusquedad, Ramiro nunca mostró el menor signo de impaciencia. Siempre se mostró tranquilo, competente y tolerante.
Menos cuando yo estaba presente, entonces se comportaba como un auténtico imbécil. Ramiro dejaba claro que, en su opinión, yo era un parásito, una cazafortunas o algo peor. A Aleli, prácticamente la ignoraba, salvo para demostrar con sequedad que era consciente de que había una niña pequeña en la casa.
El día que nos trasladamos a vivir a la casa con todas nuestras cosas en cajas de cartón, creí que Ramiro me iba a echar de allí a la fuerza. Yo había empezado a desempacar mis cosas en el dormitorio que había elegido para mí. Se trataba de una habitación muy bonita, Lo que me había decidido a elegirla era un grupo de fotografías en blanco y negro que colgaban de una de las paredes. Eran imágenes de Tejas: un cactus, una valla de alambre con púas, un caballo y, para mi gran satisfacción, un primer plano de un armadillo que miraba directamente a la cámara. Yo consideré que aquella fotografía constituía un buen augurio. Aleli dormiría dos puertas más allá, en una habitación pequeña pero bonita.
Mientras abría mi maleta, que había colocado encima de la cama de matrimonio del dormitorio, Ramiro apareció en el umbral de la puerta. Mis puños se cerraron de tal forma en el borde de la maleta que podría haber rallado zanahorias en los nudillos. Ramiro ocupaba todo el hueco de la puerta y su aspecto era poderoso, malvado y despiadado.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
El tono suave de su voz me inquietó más que si me hubiera gritado.
—Pedro me dijo que podía elegir la habitación que quisiera —contesté yo con la boca seca.
—Si no te vas por voluntad propia, yo mismo te echaré. Créeme, será mejor que salgas tú misma.
Yo no me moví.
—Si tienes algún problema, habla con tu padre. Él quiere que me quede.
—No me importa una mierda. ¡Sal de aquí!
Una gota de sudor bajó por mi columna, pero no me moví.
Él se acercó a mí y me cogió del brazo de una forma dolorosa. Yo exhalé una exclamación de sorpresa.
—¡Quítame las manos de encima!
Me puse en tensión y lo empujé, pero su pecho era tan duro como el tronco de un roble.
—Ya te advertí que no pensaba...
Ramiro me soltó de una forma tan repentina que me tambaleé hacia atrás. Nuestras respiraciones agitadas rompieron el silencio que reinó en la habitación. Ramiro contemplaba con fijeza la cómoda del dormitorio, donde yo había colocado unas fotografías. Temblando, llevé una mano a la zona del brazo por la que me había cogido y la froté, como si quisiera borrar de mis células el tacto de su piel, pero todavía sentía la huella invisible de sus dedos en mi brazo.
Él se dirigió a la cómoda y cogió una de las fotografías.
—¿Quién es?
Se trataba de una fotografía de mi madre, que le habían tomado poco después de que se casara con mi padre, y estaba muy joven y guapa.
—¡No la toques! —grité mientras corría para arrancarle la fotografía de las manos.
—¿Quién es? —repitió él.
—Mi madre.
Ramiro inclinó la cabeza sobre mí y me examinó la cara de una forma especulativa. Yo me sentía tan desconcertada por la forma repentina en que había terminado nuestra pelea que no encontré las palabras para preguntarle qué demonios le ocurría. Sin saber por qué, fui consciente del ritmo contrapuesto de nuestras respiraciones, el cual, poco a poco, se fue ajustando hasta igualarse. La luz que se filtraba por las tablillas de la persiana derramaba franjas de luz sobre nuestros cuerpos y extendía la sombra picuda de sus pestañas sobre sus mejillas. Percibí los poros oscuros de su bien afeitada mandíbula, los cuales hacían prever que, a media tarde, su barba ya habría reiniciado su crecimiento.
Humedecí mis secos labios con la punta de la lengua y él siguió el movimiento de ésta con la mirada. Estábamos demasiado cerca el uno del otro. Percibí el olor a almidón del cuello de su camisa y el de su piel cálida y masculina y la reacción de mi cuerpo me sorprendió. A pesar de todo lo que había ocurrido, deseé acercarme más a él y olerlo más profundamente.
Él arrugó el entrecejo.
—Esto no ha terminado —murmuró, y, sin más, salió de la habitación.
Continuara...
*Mafe*

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