viernes, 7 de junio de 2013

Donde siempre es otoño, cuarenta y uno


CAPÍTULO 41
Crystal Lake
La mañana en que Rocio abandonó el hospital, Pablo encontró un momento para hablar con Gaston a solas y recomendarle que la cuidara como a su propia vida, pues sería esa vida lo que acabaría perdiendo si a ella le ocurría algo. Le costó aceptar que su pequeña no volvería a su hogar, y no lo hizo hasta que tuvo delante las maletas con las cosas que ella había pedido que le prepararan. Ése era el final que llevaba años aplazando; el final que había sido su temida pesadilla. Y de nada le sirvieron los ruegos que le hizo para que fuera poco a poco en esa relación. Al parecer, el escritor ya la había convencido con una sola frase.
—Lo ha dejado todo por mí, Pablo —le había contado emocionada—. Para estar conmigo todos los segundos y las horas del día ha dejado el trabajo en la universidad, en el periódico. Lo ha dejado todo para irnos juntos al maravilloso Crystal Lake.
—¿Por qué tanta prisa? —le había preguntado.
—Porque la vida es corta y yo lo sé mejor que nadie —dijo, sin asomo de tristeza—. Y porque me ha convencido con una frase muy hermosa cuando yo he sugerido que estábamos corriendo demasiado: «No estoy dispuesto a desperdiciar ni un minuto más, pues, aunque viviéramos millones de años, no me bastarían para demostrarte el amor desesperado y loco que siento y sentiré eternamente por ti.»
Él la había mirado a los ojos, en silencio, herido de celos.
—Mi hogar siempre será el tuyo. Siempre —insistió con cariño—. Si sientes la necesidad de regresar, hazlo, por favor.
—Estoy segura de que, pase lo que pase, quiero estar con él —le había respondido Rocio con convicción.
Y sólo le había quedado abrazarla con fuerza y apretar los párpados para llorar después, cuando ella ya se hubiera ido de su vida, probablemente para no volver nunca.
Los cuarenta y cinco minutos de carretera hasta Crystal Lake nunca le habían parecido tan cortos como esa tarde, mientras llevaba sentada a su lado a Rocio; su amada y hermosa Rocio. La emoción de saber que llegarían juntos a ese lugar salvaje en el que desde niño le gustó perderse y que juntos pasarían allí las noches y los días, le mantenía el pecho permanentemente henchido y a punto de estallar.
Aprovechaba las inacabables rectas de la Interestatal para entrecruzar amorosas miradas con ella y rozarla con los dedos para convencerse de que era real; que toda esa felicidad era muy real. Ella, por su parte, no prestaba atención a nada que no fuera él. Cuando hablaba, cuando reía, cuando escuchaba, sus ojos estaba clavados en su relajado perfil, esperando que se volviera para poder mirarse en sus profundos ojos.
—Sigo sin entenderlo —insistió Gaston cuando atravesaban las extensas zonas arboladas.
Rocio rió, haciendo un exagerado y divertido gesto de desesperación.
—No lo entiendes porque no los conoces; porque no los has visto a todos juntos —volvió a decirle.
Acababa de explicarle que, después de que le detectaran la enfermedad, había viajado para estar con su familia mientras Pablo estuvo inmerso en las primarias. Y le había contado lo que le había ocurrido un domingo, igual a cualquier otro, en el que sus dos hermanas, su hermano y sus sobrinos se reunieron en casa de sus padres. Comprobó lo que ya sabía pero nunca se había parado a pensar, y era que la única pena que ellos tenían era que ella viviera lejos y el único alivio para esa pena era saber que estaba bien. Y entonces, viéndolos reír felices, decidió que no les destrozaría ese consuelo.
—Se lo contaré en mi próxima visita —exclamó, mirando hacia la larga Interestatal—. Cuando haya vencido a mi enfermedad.
Gaston suspiró, seguro de que cada vez que mostraba esa arrasadora seguridad en su curación, lo hacía para ocultarle su miedo y evitarle también a él un poco de sufrimiento.
—Tú y yo tenemos que hablar de lo que significa compartir —la reprendió con una cariñosa sonrisa—. Compartir de verdad, tanto lo bueno como lo malo.
Rocio sonrió. Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos, dejándose acariciar por la tibieza del sol a través del cristal. Y comenzó a explicar lo hermosa que era su casa, rodeada de prados verdes, con el mar azul al fondo y, a medio camino, playas de arena tostada o acantilados de roca…
… y, frente a la entrada, un viejo y enorme roble con un columpio de cuerdas que su padre colgó, cuando ella era una niña de unos pocos palmos, de la rama más gruesa y robusta de todas.
En la luminosa habitación con grandes ventanas al lago, Rocio dormía refugiada bajo un esponjoso edredón blanco. Soñaba que era un árbol, verde y hermoso, al que acariciaba con mimo la brisa. Se sentía feliz, relajada, envuelta en los suaves olores que llevaba el aire. Un aire que, poco a poco, fue transformándose en incómoda y recia ventisca. Las hojas, a medida que perdían color y se tornaban doradas y cobrizas, se aferraban con fuerza a las ramas para no ser arrastradas, para no morir. Pero, una a una, fueron desprendiéndose y alzándose indefensas antes de caer definitivamente a tierra. No tardó en quedarse desnuda, convertida en madera seca que el viento cuarteaba con ferocidad. No podía llorar ni gritar pidiendo ayuda. Se ahogaba, se extinguía…
De pronto, sintió que la fiereza del aire amainaba. El vendaval se convirtió de nuevo en brisa que acarició sus ramas heridas, haciéndolas reverdecer con hojas más hermosa que las que había perdido. A medida que fue despertando, el roce que la aliviaba fue convirtiéndose en una sensación cálida, húmeda, real.
Y sonrió feliz al notar que, ya despierta, sus ramas seguían estando allí, apoyadas sobre la almohada. Abrió despacio los ojos, que se llenaron con la dulce imagen de Gaston recorriéndole con los labios los brazos, llenándoselos de besos, de ternura, de las caricias que la habían rescatado de la pesadilla convirtiéndola en un maravilloso sueño.
Los débiles rayos de un tímido sol de invierno se colaron por la ventana hasta entremezclarse con el cabello dorado de Rocio. Y él, mientras pensaba que no había visto jamás nada más hermoso, lió entre los dedos esos mechones de oro y quedó una vez más enredado en su magia. Se apoyó en su antebrazo y besó con ternura sus delicados labios sonrientes. Ella lo sujetó del pelo y tiró, obligándolo a quedarse.
Desde que abandonó el hospital, él había evitado hacerle el amor. Tenía miedo de romperla con su pasión incontenible y contenida durante tanto tiempo. Solía conformarse con besarla hasta que se les deshacían los labios o ella comenzaba a respirar agitada. Entonces, cuando sentía que la fogosidad amenazaba con imponerse, se inventaba una disculpa para alejarse y no regresaba hasta que su cuerpo abandonaba su estado de excitación y su mente recuperaba la cordura.
Esa mañana, buscó con el mismo miedo de siempre la estrecha cintura. Ansiaba acariciarla con delicadeza antes de abandonar el lecho con el pretexto de cortar un poco de leña. Bajo los aleros, había apilado suficientes troncos como para mantener el fuego encendido durante varias semanas ininterrumpidas.
Rocio entrelazó las piernas con las suyas, deslizó las manos por su recia y firme espalda y se escurrió hasta colocarse bajo su cuerpo. Él contuvo la respiración, inflamado como un adolescente atolondrado. La miró, encendido de deseo y, una vez más, su preocupación por no lastimarla pesó más que toda la carnalidad y el placer del mundo. Se humedeció los labios, que ansiaban quedarse y besarla hasta derretirse, se apartó hacia un costado y le acarició el rostro con los dedos mientras se lo recorría con la mirada.
—Ahora sé lo que sienten los personajes de mis novelas en esas apasionadas escenas que escribo —susurró roncamente—. Ahora lo sé de verdad y es más intenso y embriagador de lo que nunca llegué a inventar. Me gusta esta loca sensación de tenerte y saber que eres y que siempre serás la única.
—¿La única? —preguntó con una provocadora sonrisa y volviendo a apresarlo con las piernas.
—La única. Incluso durante el tiempo en que estuve casado eras ya la única. Pues cada vez que estaba con ella te estaba amando a ti. Todas y cada una de las veces.
—Te vi besando a Eugenia —insistió, con el mismo delicioso gesto mientras le exploraba con los dedos los músculos del abdomen.
—Eso explica tu frialdad de aquella mañana —comentó riendo—. Pero fue Eugenia quien me besó, mientras yo no dejaba de pensar en salir cuanto antes de allí para tratar de verte.
Rocio apoyó la cabeza en su hombro y le dio una serie de besos en el cuello, de camino hacia su boca.
Gaston contuvo el aliento un instante.
—Debería salir a cortar leña antes de que comience a nevar.
—¿Estás planeando incendiar la casa, mi vida? —preguntó riendo—. Toda tu obsesión es preparar troncos para el fuego. —Él sonrió avergonzado y ella susurró junto a sus labios—: Soy yo quien necesita toda tu atención.
—Y la tienes —aseguró en voz baja—. Tienes mi tiempo, mi alma, mi vida entera.
—Todo menos tu cuerpo —bromeó, a la vez que le mordisqueaba los labios.
Gaston se estremeció.
—Todo significa todo —aseguró, cayendo en la tentación de besarla de nuevo.
Y lo hizo, apoyado en su brazo derecho para no cargar el peso en ella, dispuesto a besarla hasta que la sangre caliente le golpeara las sienes amenazando con volverlo loco. Después saldría al porche, donde respiraría aire frío hasta que se le congelaran los pulmones, y regresaría con unos troncos de leña.
—Demuéstramelo —murmuró seductora cuando él comenzó a apartarse de nuevo.
—Me muero por hacerte el amor —confesó temblando—. Me muero, Rocio. Pero no puedo…
La respuesta de ella fue cálida y directa. Lo silenció besándolo en la boca mientras, con las palmas abiertas, le recorría la espalda, deslizándolas con sensualidad hasta alcanzar los firmes y redondeados glúteos.
Gaston gimió al sentir la excitante presión con que ella lo apremiaba.
Necesitaba con urgencia un poco de aire gélido, pero sólo se movió para estrecharla entre sus brazos y enterrar el rostro en el delicado refugio de su cuello.
—No puedo.
—Mírame… —le rogó con un susurro. Y él alzó la cabeza, lentamente, con el deseo latiendo bajo las temblorosas pestañas—. Estoy bien. Me siento bien y llevo dos días esperando con paciencia a que superes tus temores y me hagas tu mujer.
—Ya eres mi mujer —murmuró emocionado.
—Lo soy —afirmó orgullosa—. A partir de nuestra noche en Baltimore, siempre me he sentido tu mujer. Aunque no estuviera contigo, era a ti a quien amaba, a ti a quien amo y amaré siempre. —Hundió los dedos de ambas manos en su pelo suelto, apartándoselo del rostro—. Pero ahora estamos aquí, juntos, y necesito sentir todo eso en tu piel y en la mía.
Y ese gesto tierno y esas dulces palabras terminaron de vencer su ya desgastada resistencia.
Recorrió con lentitud el cuerpo que tan bien conocía por haberlo gozado durante sus noches de soledad y volvió a acariciar con los dedos las redondeadas formas que durante meses había rozado sólo con el pensamiento. Los cálidos rayos de sol siguieron colándose en el cuarto, iluminando cada rincón con la dorada nostalgia del otoño, vistiendo de magia esa primera vez que se amaban sabiéndose correspondidos. Esa primera vez tras la que, estaban seguros, seguirían amándose una vida entera.
Durante las primeras semanas, nadie salvo Vicco y Pablo sabía que estaban juntos, y nadie que hubiera querido encontrarlos, exceptuando a Vicco y Pablo, lo hubiera intentado nunca en Crystal Lake. Gaston había sido extremadamente cuidadoso. Seguro de no querer compartir los días difíciles que se avecinaban, había contado que necesitaba desaparecer por un tiempo, viajar, como estaba haciendo Lali, buscar la paz que había perdido y no regresar hasta haberla encontrado. Después de los meses que llevaba siendo la sombra de sí mismo, las apariencias y su silencio llevaron a todos a pensar que necesitaba ese cambio para recuperarse de lo que creían que le tenía hundido: el divorcio y la indiferencia de su ex esposa.
Y eso les permitió, por un tiempo, vivir el amor a solas, sin más interferencias que las de unas pocas llamadas de teléfono. Una muy especial con la que Lali lo sorprendió una tarde y que sería la primera de muchas otras que lo llenarían de la paz que le había estado faltando, y las llamadas diarias que Pablo hacía a su pequeña para que le contara cómo se encontraba.
A primeros de diciembre recibieron la visita de Vicco y Candela. Al fotógrafo, la calidez de aquella casa que descubría por primera vez lo sobrecogió y comprendió por qué su amigo se había refugiado allí cada año para escribir sus novelas. Aunque, después de verlos a Rocio y él juntos, mirándose a los ojos con adoración, sonriéndose y tocándose casi de modo continuo, no dudó que mucha de la magia que había en ese lugar la ponían ellos cada día.
Pero no pudo disfrutar todo lo que hubiera querido de ese encuentro. Ver a Gaston tan absolutamente enamorado y a ella con un brillo en los ojos que no tuvo mientras fue la esposa del senador, le fue encajando dolorosos nudos en la
garganta que le dificultaron respirar.
Hubo un momento, cuando Candela y Rocio hablaban sobre niños, en el que Gaston se volvió hacia ella y le estampó un arrebatado beso en la boca. Después, mirándola fijamente a los ojos, le dijo:
—A nuestra primera hija le pondremos tu nombre. —Inspiró emocionado y añadió—: Y a la segunda, creo que también querré llamarla como te llamo a ti.
Verlos hablar de futuro con ese amor inmenso terminó de desarmarlo. Y cuando sintió ardor en los ojos, se levantó y salió de la casa, alegando que necesitaba fumar.
Recibió con placer el aire que le congeló las incipientes lágrimas y, parado junto a la barandilla, encendió un cigarro mientras contemplaba la quietud del lago. Expulsó la primera bocanada con los ojos cerrados, sintiendo en el rostro la fresca caricia del aguanieve que llevaba cayendo durante todo el día, y trató de no pensar en que todo eso que lo rodeaba, sencillo y grandioso a un tiempo, era la efímera felicidad de su amigo: la naturaleza, el lago, la soledad y ella. Ella, que le había cambiado la vida, y que se la cambiaría de nuevo cuando volviera a dejarlo solo.
El sonido de la puerta al abrirse y cerrarse con rapidez para que el frío no invadiera la casa, le advirtió que tenía compañía.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gaston, colocándose a su izquierda.
—No quería contaminar tu hermoso hogar que huele a calor y a flores —dijo, mostrándole el cigarro.
—Y a tardes de otoño —añadió Gaston con una evocadora sonrisa.
—Sí. Puede que sí —aceptó Vicco pensativo.
—¿Qué te preocupa? —volvió a preguntar Gaston.
—¡Esta puta vida injusta me preocupa! —bramó con rabia—. Tú no merecías esto. Después de todo lo que has padecido, ahora que la tienes contigo no merecías que ella estuviera enferma.
—Es ella quien no lo merece —respondió, mientras hundía las manos en los bolsillos—. De todos modos, saldremos de ésta. Lo sé —dijo, siguiendo con la mirada la danza de las minúsculas partículas de nieve—. Envejeceremos juntos, tendremos hijos, nietos.
Vicco cerró los ojos y respiró con lentitud. Las palabras de Gaston, su calma, y hasta su dicha, le partían el alma. Envidió la capacidad que tenía para encontrar
felicidad en medio de tanto dolor.
—Y jugarán con los tuyos —añadió Gaston para ahuyentar la tristeza que, sin pretenderlo, había invocado su amigo. Éste lo miró sorprendido—. Si no, ¿por qué lleva Candela toda la tarde hablando de niños? —preguntó riendo.
—Quiere uno —reconoció, y se echó a reír nervioso, mientras expulsaba la última bocanada y se agachaba para aplastar la colilla en un tronco de leña—. Te juro que me está volviendo loco.
—No puedo creer que te asuste la idea de ser padre.
—¿Asustar, dices? —Vicco volvió a reír, esta vez más suave y más bajo—. Me aterra. ¿Qué voy a hacer yo con una cosita de ésas? Además, seguro que quiere dormir en nuestra cama, robarme a mi chica…
—No puede ser tan terrible —le aseguró Gaston—. ¿Te imaginas tener una copia pequeñita de Candela, con sus mismos ojos, su pelo …?
—… y su mismo carácter indomable —añadió con orgullo—. Sí, sería bonito. Sería bonito a ratos. Por eso voy a resistirme durante el mayor tiempo posible. No es bueno forzar este tipo de cosas —opinó asustado—. Uno no debería convertirse en padre de la noche a la mañana.
—La vida es un regalo, Vicco —dijo con emoción—. Cada segundo que respiramos es un tesoro que la mayor parte del tiempo no sabemos apreciar. Tú y yo nos hemos bebido la vida a tragos, sin saborearla. Deberíamos comenzar a disfrutar de cada latido como si fuera el último. O, mejor aún, como si fuera el primero del resto de nuestra existencia.
Volvieron a reír y continuaron hablando mientras la nevada arreciaba. El aguanieve fue convirtiéndose en grandes y esponjosos copos que tardaban una eternidad en alcanzar el suelo, en el que comenzaron a cuajar con rapidez. Esa noche nadie saldría a la carretera. Vicco y Candela se quedarían hasta el día siguiente y ellos tendrían tiempo para hablar de las dos mujeres que eran toda su vida, y hasta de los niños que aterraban a Vicco y por los que Gaston rezaba para que la vida le permitiera tener con Rocio. 

1 comentario:

  1. Me encanta esta novela. Pero nunca llore tanto leyendo una. Con cada capitulo soy un mar de lagrimas!!

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