CAPÍTULO
41
Crystal Lake
La mañana en que Rocio abandonó
el hospital, Pablo encontró un momento para hablar con Gaston a solas y
recomendarle que la cuidara como a su propia vida, pues sería esa vida lo que
acabaría perdiendo si a ella le ocurría algo. Le costó aceptar que su pequeña
no volvería a su hogar, y no lo hizo hasta que tuvo delante las maletas con las
cosas que ella había pedido que le prepararan. Ése era el final que llevaba
años aplazando; el final que había sido su temida pesadilla. Y de nada le
sirvieron los ruegos que le hizo para que fuera poco a poco en esa relación. Al
parecer, el escritor ya la había convencido con una sola frase.
—Lo ha dejado todo por mí, Pablo
—le había contado emocionada—. Para estar conmigo todos los segundos y las
horas del día ha dejado el trabajo en la universidad, en el periódico. Lo ha
dejado todo para irnos juntos al maravilloso Crystal Lake.
—¿Por qué tanta prisa? —le
había preguntado.
—Porque la vida es corta y yo
lo sé mejor que nadie —dijo, sin asomo de tristeza—. Y porque me ha convencido
con una frase muy hermosa cuando yo he sugerido que estábamos corriendo
demasiado: «No estoy dispuesto a desperdiciar ni un minuto más, pues, aunque
viviéramos millones de años, no me bastarían para demostrarte el amor
desesperado y loco que siento y sentiré eternamente por ti.»
Él la había mirado a los ojos,
en silencio, herido de celos.
—Mi hogar siempre será el tuyo.
Siempre —insistió con cariño—. Si sientes la necesidad de regresar, hazlo, por
favor.
—Estoy segura de que, pase lo
que pase, quiero estar con él —le había respondido Rocio con convicción.
Y sólo le había quedado
abrazarla con fuerza y apretar los párpados para llorar después, cuando ella ya
se hubiera ido de su vida, probablemente para no volver nunca.
Los
cuarenta y cinco minutos de carretera hasta Crystal Lake nunca le habían
parecido tan cortos como esa tarde, mientras llevaba sentada a su lado a Rocio;
su amada y hermosa Rocio. La emoción de saber que llegarían juntos a ese lugar
salvaje en el que desde niño le gustó perderse y que juntos pasarían allí las
noches y los días, le mantenía el pecho permanentemente henchido y a punto de
estallar.
Aprovechaba las inacabables
rectas de la Interestatal para entrecruzar amorosas miradas con ella y rozarla
con los dedos para convencerse de que era real; que toda esa felicidad era muy
real. Ella, por su parte, no prestaba atención a nada que no fuera él. Cuando
hablaba, cuando reía, cuando escuchaba, sus ojos estaba clavados en su relajado
perfil, esperando que se volviera para poder mirarse en sus profundos ojos.
—Sigo sin entenderlo —insistió Gaston
cuando atravesaban las extensas zonas arboladas.
Rocio rió, haciendo un exagerado
y divertido gesto de desesperación.
—No lo entiendes porque no los
conoces; porque no los has visto a todos juntos —volvió a decirle.
Acababa de explicarle que,
después de que le detectaran la enfermedad, había viajado para estar con su
familia mientras Pablo estuvo inmerso en las primarias. Y le había contado lo
que le había ocurrido un domingo, igual a cualquier otro, en el que sus dos
hermanas, su hermano y sus sobrinos se reunieron en casa de sus padres.
Comprobó lo que ya sabía pero nunca se había parado a pensar, y era que la
única pena que ellos tenían era que ella viviera lejos y el único alivio para
esa pena era saber que estaba bien. Y entonces, viéndolos reír felices, decidió
que no les destrozaría ese consuelo.
—Se lo contaré en mi próxima
visita —exclamó, mirando hacia la larga Interestatal—. Cuando haya vencido a mi
enfermedad.
Gaston suspiró, seguro de que
cada vez que mostraba esa arrasadora seguridad en su curación, lo hacía para
ocultarle su miedo y evitarle también a él un poco de sufrimiento.
—Tú y yo tenemos que hablar de
lo que significa compartir —la reprendió con una cariñosa sonrisa—. Compartir
de verdad, tanto lo bueno como lo malo.
Rocio
sonrió. Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos, dejándose acariciar
por la tibieza del sol a través del cristal. Y comenzó a explicar lo hermosa
que era su casa, rodeada de prados verdes, con el mar azul al fondo y, a medio
camino, playas de arena tostada o acantilados de roca…
… y, frente a la entrada, un
viejo y enorme roble con un columpio de cuerdas que su padre colgó, cuando ella
era una niña de unos pocos palmos, de la rama más gruesa y robusta de todas.
En la luminosa habitación con
grandes ventanas al lago, Rocio dormía refugiada bajo un esponjoso edredón
blanco. Soñaba que era un árbol, verde y hermoso, al que acariciaba con mimo la
brisa. Se sentía feliz, relajada, envuelta en los suaves olores que llevaba el
aire. Un aire que, poco a poco, fue transformándose en incómoda y recia
ventisca. Las hojas, a medida que perdían color y se tornaban doradas y
cobrizas, se aferraban con fuerza a las ramas para no ser arrastradas, para no
morir. Pero, una a una, fueron desprendiéndose y alzándose indefensas antes de
caer definitivamente a tierra. No tardó en quedarse desnuda, convertida en
madera seca que el viento cuarteaba con ferocidad. No podía llorar ni gritar
pidiendo ayuda. Se ahogaba, se extinguía…
De pronto, sintió que la
fiereza del aire amainaba. El vendaval se convirtió de nuevo en brisa que
acarició sus ramas heridas, haciéndolas reverdecer con hojas más hermosa que
las que había perdido. A medida que fue despertando, el roce que la aliviaba
fue convirtiéndose en una sensación cálida, húmeda, real.
Y sonrió feliz al notar que, ya
despierta, sus ramas seguían estando allí, apoyadas sobre la almohada. Abrió
despacio los ojos, que se llenaron con la dulce imagen de Gaston recorriéndole
con los labios los brazos, llenándoselos de besos, de ternura, de las caricias
que la habían rescatado de la pesadilla convirtiéndola en un maravilloso sueño.
Los débiles rayos de un tímido
sol de invierno se colaron por la ventana hasta entremezclarse con el cabello
dorado de Rocio. Y él, mientras pensaba que no había visto jamás nada más
hermoso, lió entre los dedos esos mechones de oro y quedó una vez más enredado
en su magia. Se apoyó en su antebrazo y besó con ternura sus delicados labios
sonrientes. Ella lo sujetó del pelo y tiró, obligándolo a quedarse.
Desde
que abandonó el hospital, él había evitado hacerle el amor. Tenía miedo de romperla
con su pasión incontenible y contenida durante tanto tiempo. Solía conformarse
con besarla hasta que se les deshacían los labios o ella comenzaba a respirar
agitada. Entonces, cuando sentía que la fogosidad amenazaba con imponerse, se
inventaba una disculpa para alejarse y no regresaba hasta que su cuerpo
abandonaba su estado de excitación y su mente recuperaba la cordura.
Esa mañana, buscó con el mismo
miedo de siempre la estrecha cintura. Ansiaba acariciarla con delicadeza antes
de abandonar el lecho con el pretexto de cortar un poco de leña. Bajo los
aleros, había apilado suficientes troncos como para mantener el fuego encendido
durante varias semanas ininterrumpidas.
Rocio entrelazó las piernas con
las suyas, deslizó las manos por su recia y firme espalda y se escurrió hasta
colocarse bajo su cuerpo. Él contuvo la respiración, inflamado como un
adolescente atolondrado. La miró, encendido de deseo y, una vez más, su
preocupación por no lastimarla pesó más que toda la carnalidad y el placer del
mundo. Se humedeció los labios, que ansiaban quedarse y besarla hasta
derretirse, se apartó hacia un costado y le acarició el rostro con los dedos
mientras se lo recorría con la mirada.
—Ahora sé lo que sienten los
personajes de mis novelas en esas apasionadas escenas que escribo —susurró
roncamente—. Ahora lo sé de verdad y es más intenso y embriagador de lo que
nunca llegué a inventar. Me gusta esta loca sensación de tenerte y saber que
eres y que siempre serás la única.
—¿La única? —preguntó con una
provocadora sonrisa y volviendo a apresarlo con las piernas.
—La única. Incluso durante el
tiempo en que estuve casado eras ya la única. Pues cada vez que estaba con ella
te estaba amando a ti. Todas y cada una de las veces.
—Te vi besando a Eugenia
—insistió, con el mismo delicioso gesto mientras le exploraba con los dedos los
músculos del abdomen.
—Eso explica tu frialdad de
aquella mañana —comentó riendo—. Pero fue Eugenia quien me besó, mientras yo no
dejaba de pensar en salir cuanto antes de allí para tratar de verte.
Rocio apoyó la cabeza en su
hombro y le dio una serie de besos en el cuello, de camino hacia su boca.
Gaston contuvo el aliento un
instante.
—Debería salir a cortar leña
antes de que comience a nevar.
—¿Estás
planeando incendiar la casa, mi vida? —preguntó riendo—. Toda tu obsesión es
preparar troncos para el fuego. —Él sonrió avergonzado y ella susurró junto a
sus labios—: Soy yo quien necesita toda tu atención.
—Y la tienes —aseguró en voz
baja—. Tienes mi tiempo, mi alma, mi vida entera.
—Todo menos tu cuerpo —bromeó,
a la vez que le mordisqueaba los labios.
Gaston se estremeció.
—Todo significa todo —aseguró,
cayendo en la tentación de besarla de nuevo.
Y lo hizo, apoyado en su brazo
derecho para no cargar el peso en ella, dispuesto a besarla hasta que la sangre
caliente le golpeara las sienes amenazando con volverlo loco. Después saldría
al porche, donde respiraría aire frío hasta que se le congelaran los pulmones,
y regresaría con unos troncos de leña.
—Demuéstramelo —murmuró seductora
cuando él comenzó a apartarse de nuevo.
—Me muero por hacerte el amor
—confesó temblando—. Me muero, Rocio. Pero no puedo…
La respuesta de ella fue cálida
y directa. Lo silenció besándolo en la boca mientras, con las palmas abiertas,
le recorría la espalda, deslizándolas con sensualidad hasta alcanzar los firmes
y redondeados glúteos.
Gaston gimió al sentir la
excitante presión con que ella lo apremiaba.
Necesitaba con urgencia un poco
de aire gélido, pero sólo se movió para estrecharla entre sus brazos y enterrar
el rostro en el delicado refugio de su cuello.
—No puedo.
—Mírame… —le rogó con un
susurro. Y él alzó la cabeza, lentamente, con el deseo latiendo bajo las
temblorosas pestañas—. Estoy bien. Me siento bien y llevo dos días esperando
con paciencia a que superes tus temores y me hagas tu mujer.
—Ya eres mi mujer —murmuró
emocionado.
—Lo soy —afirmó orgullosa—. A
partir de nuestra noche en Baltimore, siempre me he sentido tu mujer. Aunque no
estuviera contigo, era a ti a quien amaba, a ti a quien amo y amaré siempre.
—Hundió los dedos de ambas manos en su pelo suelto, apartándoselo del rostro—.
Pero ahora estamos aquí, juntos, y necesito sentir todo eso en tu piel y en la
mía.
Y
ese gesto tierno y esas dulces palabras terminaron de vencer su ya desgastada
resistencia.
Recorrió con lentitud el cuerpo
que tan bien conocía por haberlo gozado durante sus noches de soledad y volvió
a acariciar con los dedos las redondeadas formas que durante meses había rozado
sólo con el pensamiento. Los cálidos rayos de sol siguieron colándose en el
cuarto, iluminando cada rincón con la dorada nostalgia del otoño, vistiendo de
magia esa primera vez que se amaban sabiéndose correspondidos. Esa primera vez
tras la que, estaban seguros, seguirían amándose una vida entera.
Durante las primeras semanas,
nadie salvo Vicco y Pablo sabía que estaban juntos, y nadie que hubiera querido
encontrarlos, exceptuando a Vicco y Pablo, lo hubiera intentado nunca en
Crystal Lake. Gaston había sido extremadamente cuidadoso. Seguro de no querer
compartir los días difíciles que se avecinaban, había contado que necesitaba
desaparecer por un tiempo, viajar, como estaba haciendo Lali, buscar la paz que
había perdido y no regresar hasta haberla encontrado. Después de los meses que
llevaba siendo la sombra de sí mismo, las apariencias y su silencio llevaron a
todos a pensar que necesitaba ese cambio para recuperarse de lo que creían que
le tenía hundido: el divorcio y la indiferencia de su ex esposa.
Y eso les permitió, por un
tiempo, vivir el amor a solas, sin más interferencias que las de unas pocas
llamadas de teléfono. Una muy especial con la que Lali lo sorprendió una tarde
y que sería la primera de muchas otras que lo llenarían de la paz que le había
estado faltando, y las llamadas diarias que Pablo hacía a su pequeña para que
le contara cómo se encontraba.
A primeros de diciembre
recibieron la visita de Vicco y Candela. Al fotógrafo, la calidez de aquella
casa que descubría por primera vez lo sobrecogió y comprendió por qué su amigo
se había refugiado allí cada año para escribir sus novelas. Aunque, después de
verlos a Rocio y él juntos, mirándose a los ojos con adoración, sonriéndose y
tocándose casi de modo continuo, no dudó que mucha de la magia que había en ese
lugar la ponían ellos cada día.
Pero no pudo disfrutar todo lo
que hubiera querido de ese encuentro. Ver a Gaston tan absolutamente enamorado
y a ella con un brillo en los ojos que no tuvo mientras fue la esposa del
senador, le fue encajando dolorosos nudos en la
garganta
que le dificultaron respirar.
Hubo un momento, cuando Candela
y Rocio hablaban sobre niños, en el que Gaston se volvió hacia ella y le
estampó un arrebatado beso en la boca. Después, mirándola fijamente a los ojos,
le dijo:
—A nuestra primera hija le
pondremos tu nombre. —Inspiró emocionado y añadió—: Y a la segunda, creo que
también querré llamarla como te llamo a ti.
Verlos hablar de futuro con ese
amor inmenso terminó de desarmarlo. Y cuando sintió ardor en los ojos, se
levantó y salió de la casa, alegando que necesitaba fumar.
Recibió con placer el aire que
le congeló las incipientes lágrimas y, parado junto a la barandilla, encendió
un cigarro mientras contemplaba la quietud del lago. Expulsó la primera
bocanada con los ojos cerrados, sintiendo en el rostro la fresca caricia del
aguanieve que llevaba cayendo durante todo el día, y trató de no pensar en que
todo eso que lo rodeaba, sencillo y grandioso a un tiempo, era la efímera
felicidad de su amigo: la naturaleza, el lago, la soledad y ella. Ella, que le
había cambiado la vida, y que se la cambiaría de nuevo cuando volviera a
dejarlo solo.
El sonido de la puerta al
abrirse y cerrarse con rapidez para que el frío no invadiera la casa, le
advirtió que tenía compañía.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gaston,
colocándose a su izquierda.
—No quería contaminar tu
hermoso hogar que huele a calor y a flores —dijo, mostrándole el cigarro.
—Y a tardes de otoño —añadió Gaston
con una evocadora sonrisa.
—Sí. Puede que sí —aceptó Vicco
pensativo.
—¿Qué te preocupa? —volvió a
preguntar Gaston.
—¡Esta puta vida injusta me
preocupa! —bramó con rabia—. Tú no merecías esto. Después de todo lo que has
padecido, ahora que la tienes contigo no merecías que ella estuviera enferma.
—Es ella quien no lo merece
—respondió, mientras hundía las manos en los bolsillos—. De todos modos,
saldremos de ésta. Lo sé —dijo, siguiendo con la mirada la danza de las
minúsculas partículas de nieve—. Envejeceremos juntos, tendremos hijos, nietos.
Vicco cerró los ojos y respiró
con lentitud. Las palabras de Gaston, su calma, y hasta su dicha, le partían el
alma. Envidió la capacidad que tenía para encontrar
felicidad
en medio de tanto dolor.
—Y jugarán con los tuyos
—añadió Gaston para ahuyentar la tristeza que, sin pretenderlo, había invocado
su amigo. Éste lo miró sorprendido—. Si no, ¿por qué lleva Candela toda la
tarde hablando de niños? —preguntó riendo.
—Quiere uno —reconoció, y se
echó a reír nervioso, mientras expulsaba la última bocanada y se agachaba para
aplastar la colilla en un tronco de leña—. Te juro que me está volviendo loco.
—No puedo creer que te asuste
la idea de ser padre.
—¿Asustar, dices? —Vicco volvió
a reír, esta vez más suave y más bajo—. Me aterra. ¿Qué voy a hacer yo con una
cosita de ésas? Además, seguro que quiere dormir en nuestra cama, robarme a mi
chica…
—No puede ser tan terrible —le
aseguró Gaston—. ¿Te imaginas tener una copia pequeñita de Candela, con sus
mismos ojos, su pelo …?
—… y su mismo carácter
indomable —añadió con orgullo—. Sí, sería bonito. Sería bonito a ratos. Por eso
voy a resistirme durante el mayor tiempo posible. No es bueno forzar este tipo
de cosas —opinó asustado—. Uno no debería convertirse en padre de la noche a la
mañana.
—La vida es un regalo, Vicco
—dijo con emoción—. Cada segundo que respiramos es un tesoro que la mayor parte
del tiempo no sabemos apreciar. Tú y yo nos hemos bebido la vida a tragos, sin
saborearla. Deberíamos comenzar a disfrutar de cada latido como si fuera el
último. O, mejor aún, como si fuera el primero del resto de nuestra existencia.
Volvieron a reír y continuaron
hablando mientras la nevada arreciaba. El aguanieve fue convirtiéndose en
grandes y esponjosos copos que tardaban una eternidad en alcanzar el suelo, en
el que comenzaron a cuajar con rapidez. Esa noche nadie saldría a la carretera.
Vicco y Candela se quedarían hasta el día siguiente y ellos tendrían tiempo
para hablar de las dos mujeres que eran toda su vida, y hasta de los niños que
aterraban a Vicco y por los que Gaston rezaba para que la vida le permitiera
tener con Rocio.

Me encanta esta novela. Pero nunca llore tanto leyendo una. Con cada capitulo soy un mar de lagrimas!!
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