jueves, 10 de octubre de 2013

Una noche con Jeque Capítulo 14



Capítulo 14

Rocío no sabía si se habría dado cuenta de que estaba llorando, pero él no hizo ningún co­mentario.
—Me iré en cuanto pueda —le informó toman­do aire una vez dentro.
—¿De qué diablos estás hablando? —le pregun­tó Gastón—. La situación no ha cambiado. Sigues siendo soltera y, como miembro de mi familia, tu lugar está aquí, bajo mi techo y mi protección. Esta será tu casa mientras estés en Zuran —con­cluyó.
Rocío abrió la boca para rebatírselo, pero la cerró.
Se dijo que el sentimiento de alivio que la acababa de embargar al oír sus palabras era pro­ducto de la inmensa pena que había sentido al se­pararse de Kiara.
¡No tenía nada que ver con… otras cosas! ¡Claro que no!
Rocío estaba soñando que estaba una habi­tación que no conocía, estaba tumbada en una cama enorme llorando por Kiara y, entonces, se abría la puerta de repente y entraba Gastón, que se sentaba a su lado y la tomaba de la mano.
—Estás llorando por la niña —le decía amable­mente—, pero no debes hacerlo. Te voy a dar un niño para ti sola, ya verás. ¡Será nuestro!
En ese momento, Rochi lo miraba con curiosi­dad y él comenzaba a tocarla con maestría por debajo de las sábanas.
La besaba con ternura al principio para pasar a continuación a hacerlo con verdadera pasión. Rocío sentía que le temblaba el cuerpo entero de excitación.
¡No solo por el hijo que le había prometido, sino por él mismo!
Le acariciaba los pechos mirándola a los ojos y, hablando maravillas de su cuerpo desnudo, le confesaba lo mucho que la deseaba.
Se inclinaba entonces sobre sus pezones y ju­gueteaba con ellos hasta que Rocío acababa clavándole las uñas en la espalda.
Lo desnudaba con premura mientras él no de­jaba de acariciarla. Ya estaba en su vientre y se­guía bajando. Llegaba a su sexo y allí se recreaba un buen rato haciéndola gozar y gozar.
Rocío dudaba en aquellos momentos si ex­plorar el cuerpo de Gastón o invitarlo a entrar ya en el suyo para sembrar la semilla de su futuro hijo.
Por fin, se decidía por la segunda opción, pero cuando alargaba los brazos para tocarlo, él se apartaba y se iba, dejándola temblando de deseo.
De repente, Rocío se despertó.
Se dio cuenta de que había apartado las sába­nas dormida y por eso tenía frío. Sintió lágrimas secas en las mejillas y se dijo que debían de ser por Kiara y no por haber soñado con Gastón.
¡Había soñado que lo amaba y lo perdía! Sabía que no estaba tan loca como para arries­garse tanto emocionalmente, pero no podía negar que físicamente la atraía sobremanera.
Furiosa consigo misma, intentó apartar de su cabeza las tórridas imágenes de su supuesto en­cuentro.
«¡Ya basta!», se dijo con decisión.
¿Por qué estaba pensando aquellas cosas? ¿Dónde la iba a conducir sentir así? Completamente despierta ya, se levantó y fue hacia la cuna de Kiara. A medio camino se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
Lo justo era que la niña estuviera con sus pa­dres, pero se moría por abrazarla. Se moría por tener un hijo, eso era lo cierto.
Cansada, Rocío estiró los agarrotados mús­culos del cuello y de los hombros mientras se sentaba en la piscina del jardín de las mujeres.
Llevaba dos semanas trabajando sin parar en el friso y se había dado cuenta de que iba a ter­minarlo mucho antes de lo acordado.
El príncipe había ido a ver los trabajos aquel mismo día y había quedado gratamente impresio­nado con su obra.
—Es magnífico, colosal —le había dicho entu­siasmado—. Realmente, una visión impactante. —Me alegro de que le guste —había contestado Rocío encantada.
Encantada, sí, pero tan cansada que no había cenado.
Se estaba masajeando el cuello cuando vio entrar a Gastón y se tensó más que durante las horas de trabajo.
—Vengo de ver al príncipe —le dijo—. Quería enseñarme tu trabajo. Está muy impresionado y no me extraña porque es realmente bueno.
Su alabanza la sorprendió tanto que no lo pudo disimular.
—¿Te ha llamado tu hermana para decirte qué tal está Kiara? —añadió.
Rocío negó con la cabeza y, al hacerlo, le dio un tirón en el cuello.
Gastón se dio cuenta de su mueca de dolor y se apresuró a interesarse por ella.
—¿Qué te pasa? ¿Te duele algo?
—No, tengo los músculos un poco tensos —contestó Rocío.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
A Rocío no le dio tiempo a protestar; en unos instantes, estaba sentado a su lado y masa­jeándole los trapecios con manos expertas.
—No te muevas —le indicó al ver que Rocío se quería apartar—. No me extraña que te duela. ¡Estás trabajando demasiado y, por si eso no fue­ra poco, te preocupas por todos los que te rodean y dejas que abusen de tu cariño!
Rocío giró la cabeza para mirarlo.
—¡Mira quién fue a hablar! —lo acusó.
Se quedaron mirando a los ojos y Rocío se dio cuenta de que estaba aprendiendo tanto de aquel hombre y de cómo era que le parecía que no tenía nada que ver con el Gastón del desierto.
«No me he podido equivocar más con esta mujer. Qué mal la he juzgado», pensó Gastón mirándose en los ojos de Rocío.
Su hermana, por el contrario, sí era lo que es­peraba, la típica mujer que le gustaba a su primo. No solo eran exactamente iguales, sino que se merecían el uno al otro, pues eran egoístas y su­perficiales.
Rocío no era así en absoluto.
Nunca había visto a una mujer que se tomara más en serio sus responsabilidades o que prote­giera tanto a sus seres queridos.
Estaba seguro de que, cuando se comprome­tiera con un hombre, debía de comprometerse en cuerpo y alma, de que, cuando amaba, debía de ser profunda y apasionadamente y para siem­pre.
—Tu hermana tendría que haberte llamado. ¿No se da cuenta de lo mucho que echas de me­nos a la niña?
Rocío estaba de acuerdo, pero salió inme­diatamente en defensa de Marianela.
—Es su madre. No tiene que consultarme a mí nada relacionado con Kiara. Estas vacaciones son la ocasión perfecta para los tres de unirse como familia. Marianela y Peter son sus padres y…
—Yo también la echo de menos —la interrum­pió Gastón sorprendiéndola—. En mi opinión, ha­bría estado mejor aquí, con gente que la quiere y se preocupa por ella, que en un hotel maravilloso donde probablemente se va a pasar la mayor par­te del tiempo en la guardería mientras sus padres se lo pasan bien.
—Estás siendo injusto —le advirtió Rocío. Gastón seguía masajeándole los trapecios.
—No, estoy siendo sincero —la corrigió—. ¡Te aseguro que, en cuanto vuelvan, voy a hablar con Peter para dejarle muy claro que Kiara necesita un entorno familiar estable!
«Qué buen padre serías», pensó apresurándo­se a rechazar los mensajes que su mente le estaba enviando al respecto.
Gastón, como Rochi, no tenía intención de ca­sarse.
—Tienes los músculos fatal —le comentó pa­sándole los pulgares por las contracturas.
Era una sensación maravillosa que le estaba ayudando a quitarle el dolor y, sin duda, le sería todavía mucho más útil si no estuviera tan tensa.
Cada vez le estaba costando más controlar la respuesta sexual de su cuerpo ante sus caricias. Le masajeó la columna vertebral haciéndola estremecerse.
—Rocío —dijo con voz grave y ronca. Rocío sintió su aliento en la piel y se giró. En ese momento, Gastón se inclinó sobre ella y la besó con fruición. Inmediatamente, Rocío sintió que se derretía de pies a cabeza y que to­das las barreras que había intentado poner se des­vanecían.
¡Las manos que tan maravillosamente le habían relajado el cuello pasaron a acariciarle por debajo de la bata y allí no había músculos doloridos!
Sintió un intenso deseo que la estaba ator­mentando.
El suave perfume de la noche quedó reempla­zado por el masculino olor de Gastón. Rocío reaccionó y hundió la cara en su cuello para em­briagarse de él. Extasiada, le besó el cuello y suspiró de placer.
Sintió su piel firme y caliente, los músculos de su garganta, la curva de sus hombros. Lo oyó gemir al acariciarle un pecho y comprobar que tenía los pezones erectos.
Rocío sintió el frescor de la brisa nocturna cuando Gastón le quitó la bata, que era lo único que llevaba, y se dedicó a torturarla dibujando círculos con la lengua alrededor de sus pezones.
El placer era tan intenso que el cuerpo entero se le tensó. Lo deseaba tanto, que se asustó, pero era tan natural que parecían destinados a estar juntos.
Alargó la mano y le acarició el rostro. Se mi­raron a los ojos en silencio y la pasión que Rocío vio en los de Gastón la hicieron jadear de anticipación.
Cientos de imágenes eróticas se agolparon en su cabeza al imaginarse cómo iba a ser sentir sus caricias en zonas mucho más íntimas.
Cuando Gastón la apretó contra sí para que sintiera su potente erección, se dio cuenta de que estaba temblando intensamente.
Se moría por sentirlo dentro, pero de mo­mento estaba concentrado en sus pechos y lo es­taba haciendo tan bien que la hizo gritar de pla­cer.
A la luz de la luna, Gastón se fijó en su boca y sus pechos y se quedó sin aliento al bajar la mi­rada y fijarse en las braguitas de algodón.
Al pensar en deslizar la mano bajo la cinturi­lla e introducirse en su húmedo interior, sintió un escalofrío.
Aquel jardín era el lugar perfecto para com­partir con Rochi una noche de placer, pero estaban en su casa y Rocío era miembro de su familia; no debía tocarla.
Ya tenía la mano sobre su sexo y el pulgar ha­bía encontrado el punto que sabía que más placer daba a una mujer.
Rocío no podía más. Quería sentirlo dentro de sí cuando antes y protestó al sentir que dejaba de acariciarla.
—Te debo una disculpa —dijo Gastón— por cómo me he comportado contigo. No sé cómo ha podido volver a ocurrir. Te prometo que no vol­verá a suceder.
Mientras se ponía en pie y se apartaba de ella, Rocío se preguntó si se lo decía para advertirla y no pudo evitar sonrojarse de pies a cabeza.
No podía pronunciar palabra.
Gastón se estaba yendo por el oscuro jardín hacia la pequeña puerta que lo comunicaba con el suyo y de la que solo él tenía la llave.
¿Acaso estaba destinada a ser ella también un jardín secreto del que solo él tenía la llave?
Se resistió a aquel pensamiento peligroso e incómodo. Solo había sido sexo, algo físico. No había nada emocional en lo que había sentido. Nada.

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